El ruido del penal que el VAR no quiso ver en Uruguay sirvió de distracción al gol recibido entonces en la última jugada, ese pecado de equipo pequeño, o tierno, de no saber guardar un resultado. Y el defecto del jueves se reprodujo ayer ante Colombia, con más estruendo si cabe y sin la coartada balsámica de la discusión arbitral. De repente, la Roja (la rojiblanca ahora, por capricho de la marca que la viste) se dio de bruces con un problema al que la reiteración quita el rasgo de anecdótico.
La tentación en estos casos es acudir al socorrido argumento de la mala suerte, vocabulario común entre los perdedores. Pero no es un buen retrato. Igual que los equipos que encuentran el don de anotar a última hora suelen estar dotados de fe convincente, sangre fría, capacidad de intimidación y buenos recursos, el que insiste en encajarlos en contra cuando el reloj está a punto de sonar invierte las cualidades: el médico diagnostica desconfianza, nervios, miedo y debilidad. Imperfecciones que pueden proceder del nivel de los jugadores, la mano acobardada del entrenador o hasta la propia fragilidad del escudo. Retrocesos que anuncian malas noticias.
Alexis, que sí es futbolista de los grandes y además está definitivamente de vuelta, lo tiene claro. La culpa es de Chile. No puede cometer esos errores, esos regalos, esas concesiones que señalan inevitablemente al oficio y la jerarquía de un equipo. El Niño Maravilla reprocha a los jóvenes, por lo infantil de los fallos, por blandos, pero agranda la culpa a lo estructural del país, a la falta de renovación. “No veo ninguno”, afirmó sobre la falta de jóvenes de nivel en el fútbol chileno. Una declaración en caliente que lo enfrenta a los compañeros. . Y Paulo Díaz se lo enrostró en alto diez minutos después. Hay combate.
El caso es que Chile salió mal de la primera doble fecha en el camino a Qatar 22. Con pésimos resultados, un punto de seis posibles, y sensaciones contradictorias. Con más contenido para lamentar que para aplaudir, que también lo hubo (la virtud de levantarse de resultados tempraneros adversos, de corregir malas lecturas iniciales, algunas apariciones refrescantes...). Sin el impulso anímico y aglutinador de la injusticia arbitral (por paradójico que suene), sin el victimismo como motor, Chile se fue malhumorado de su desenlace con Colombia. Un equipo que tuvo más calidad e intención, lo que impregna de merecimiento ese empate, pero que alcanzó el consuelo cuando debería estar prohibido. Y sin someter a los de Rueda a un asedio. Fue más estupidez propia que mérito ajeno lo que cambió el semblante de la Roja. Pasos de más hacia atrás y desatención de las segundas jugadas. Chile fue capaz de anular al adversario y también de dejarlo crecer. Dilapidó sus conquistas fuera de hora.
Le toca a Reinaldo Rueda detectar qué es lo que pasa y encontrar el remedio. Concluir si el temblor del último minuto procede de sus instrucciones o de la candidez de los jugadores y corregir. O establecer, y convencer de ello al escéptico y al pesimista, que lo ocurrido fue ocasional y no sintomático. Tampoco están para descorchar champán los alrededores. Por ejemplo, Uruguay, el temido rival que invitó el jueves al personal a venirse arriba, da señales alarmantes de selección caducada. Pero Chile pinta regular. Sigue siendo Alexis, que ha vuelto, Vidal, que nunca se fue, y poco más. Echa de menos a los lesionados (demasiados), al público (que además habría evitado que se escuchasen esos continuos chillidos histéricos del portero que ahora no se van de los oídos) y al plan. Pero sobre todo un buen reloj, para presentarse con puntualidad a las citas y no abandonarlas antes de que acaben.