Son las siete de la mañana y un silencio tenso, cargado de impaciencia, baña las calles del centro de Santiago. Un puñado de perros, desorientados ante la nueva configuración de su espacio vital, despojado hoy del ruidoso trajín de vehículos, patrullan la céntrica Plaza de la Ciudadanía. Aún no ha amanecido, pero a pesar del sigilo que envuelve la escena, el centro neurálgico de la capital se encuentra más atestado que nunca. Hay exactamente 31.090 personas dispuestas a compartir su madrugada y faltan apenas 60 minutos para que dé comienzo la XII edición de la prueba pedestre más masiva del país; el Maratón de Santiago.
Que la carrera de larga distancia más importante de Chile es más que una carrera (y en cierto modo, desde la perspectiva más purista del alto rendimiento, también mucho menos) es un hecho. Pero ahí radica buena parte su magia. Y es precisamente esa capacidad inclusiva la que explica su formidable capacidad de arrastre. Y su tremendo convencimiento. Un evento abierto en que fenómenos como el keniata Lobuwan conviven y compiten, en igualdad de condiciones, con el más mortal de los chilenos. Y esa rara atmósfera de prueba masiva ciudadana, de fiesta con mayúsculas, pero también, de descafeinado certamen de alta competencia, flota en el ambiente.
Porque cuando a las 8, precedidos de un sonoro ceacheí, largan los atletas de los 42 K, arranca otro maratón paralelo. El de las acrobacias y los concursos; el de las selfies y los disfraces; el de las pancartas con arengas familiares y las banderas y los letreros plagadas de referencias familiares y de señas de nacimiento.
Un macroevento animado por competidores llegados desde diversos puntos de la geografía planetaria y chilena. Desde Penco, Casablanca, Temuco, Arica o Buin, pasando por Brasil, Estados Unidos, Alemania, Francia y Etiopía. Una pintoresca paleta de rostros y acentos diferentes que confluyen, con el devenir de los kilómetros, en un mismo idioma y en una sola lengua que trasciende sexos, edades, pesos, estaturas y fronteras. El idioma de los músculos. El lenguaje de las piernas.
Miles de piernas que corren llevando miles de historias a cuestas, que comienzan a aflorar y a multiplicarse (con un ojo puesto en las redes sociales, claro) a medida que los participantes de las distancias más cortas, al filo ya del mediodía, comienzan a encarar la línea de meta.
Una recta final en la que Patricio aguarda junto a su hijo de 11 años la llegada de Tatiana, su pareja, con un cartel que dice: "¿Nos casamos? Ahora sí...". Una postrera explanada que un niño con Síndrome de Down apura corriendo junto a varios familiares y en la que Camila hace también su último esfuerzo llevando consigo, en su coche -tal y como hacía con ella su padre- a su hija Camila, de dos años, que completará su primer Maratón de Santiago tras haber recorrido durmiendo buena parte del trazado.
A las dos de la tarde, cuando los drones siguen sobrevolando el cielo ahora prístino de Santiago y los héroes anónimos del EMDS se toman sus últimas selfies, el centro de la ciudad comienza a recuperar su aspecto de siempre. Pero los ecos de las pisadas permanecen. "Si has sido capaz de llegar hasta aquí, eres capaz de seguir adelante", reza, al final del recorrido, un gran lienzo.
Y puede que sea cierto, porque cuando los altoparlantes se apagan y el gobierno efímero del running, el paraíso pedestre de Santiago, comienza a desvanecerse, una mujer, extenuada, cruza la meta llorando de felicidad, y un hombre, agotado, se arrodilla sonriendo y besa el suelo. Han llegado al final del camino transversal.
Del número de espectadores que acompañó la cita, para variar, ni una línea. La organización lo prometió, pero una vez más, no fueron capaces de atinar con un número aproximado.
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La etíope Aynalem Teferit, la mejor mujer de la prueba, desplomada tras cruzar la meta. Foto: Luis Sevilla.[/caption]