Es una condición del fútbol profesional negar lo evidente o suponer que lo que está frente a nuestros ojos es otra cosa o de llano no existe. Hace una semana en la columna La Cueca escribí sobre los malabares de Rueda para ocultar un camarín fraccionado y en tensión permanente. Las declaraciones de Charles Aránguiz al CDF no hicieron más que exponer que el ejercicio de negación por parte del entrenador colombiano no es más que voluntarismo o, en el mejor de los casos, un placebo para atenuar la crisis. La misma que en algún momento no podrá ser ocultada bajo ningún rostro serio o cambio de pregunta en las conferencias de prensa.
En el mismo tono se encuentra Mario Salas. Llega un momento en que las frases altisonantes, los eslóganes, el gesto ofendido o la respuesta desafiante no convencen sino que agravan. En Colo Colo las cosas están mal. Un equipo que se demora 45 minutos en patear al arco y con suerte produce cinco llegadas con peligro por partido, y si es que mete una; que pierde con cualquiera de local o visita; cuyos referentes se permiten desafiar al entrenador y contradecirlo cada vez que se les da la gana; un equipo que es paseado por el último de la tabla; un equipo que lo embocan de cabeza cada fecha…
Entonces aparece el entrenador y una semana dice que solo Dios puede juzgarlo y a la siguiente reafirma que va por el camino correcto. A esta altura, palabras vacías. En siete fechas, Colo Colo estiró su diferencia de cuatro a 14 puntos con Universidad Católica, perdiendo toda opción al título, fue desplazado del segundo lugar y está apenas a tres unidades del octavo puesto que lo dejaría afuera incluso de la Copa Sudamericana.
No venía mal el equipo de Mario Salas. Por algo terminada la primera rueda le amagaba la punta a Católica y en la Copa Chile avanzaba de manera sólida. Entonces vino la famosa conferencia de prensa de los veteranos apoyando a Agustín Orión. El grupito intocable que pretende seguir jugando hasta que se les cante. Desde ese momento, Colo Colo se vino en picada para no levantarse más.
No hay que ser muy vivo para entender que hay un grupo de jugadores que le pateó el tablero a Salas y le dejó la escoba en el camarín. Una cosa es salir a la cancha y jugar, otra muy distinta es estar alineado con la idea del técnico. Y no se trata de hacer la cama o jugar para atrás, es algo peor, es no creerle nada a Mario Salas más allá de las palabras de buena crianza, el casete, que se dicen frente al micrófono. Se juega y se corre porque hay que hacerlo, pero sin convicción, sin alma, apelando al piloto automático y el oficio.
En el medio quedaron los nuevos y los jóvenes. Jamón del sándwich entre un entrenador que intenta plasmar una idea de juego que necesita entrega total y un grupo de históricos que sin decirlo, o tal vez sotto voce sí lo hacen, les dan a entender que todo ese trabajo y esfuerzo no tiene destino.