Hay gente que se confunde y piensa que los mundiales de fútbol son un espacio de participación más que de elevación y excelencia. Y que por lo tanto, mientras más países compitan es mejor y más justo. Bueno, no es así. La competencia del más alto nivel impone, por definición, requisitos. Niveles parejos, equilibrios que aseguren un espectáculo de total exquisitez. Se trata, ante todo, de medir calidades. Ojalá las más altas. No son un espacio de cooperación, apoyo o igualdad. Todo lo contrario. Obviamente no caben todos, desde luego que no caben todos. Los mundiales y los Juegos Olímpicos no pueden ser laboratorios de prueba o centros de asistencia. Los mundiales, al igual que las universidades y cualquier otro tope de la pirámide (deportiva, cultural, intelectual, social) son, y deben seguir siendo para no perder sentido, expresión pura del máximo rendimiento. Con un requisito, claro, como en cualquier otro ámbito de la vida: que todos tengan las herramientas, la posibilidad y los medios como para llegar a ese lugar. En otras palabras, que sólo mande el talento.
Digo esto porque veo una pavorosa felicidad ambiente porque la FIFA ha decidido que desde 2026 los mundiales sean una fiesta ante todo popular, digamos papayita, que más que perseguir la excelencia abrirá sus puertas a la participación más generalizada, extendida y completa de la que tengamos memoria: 48 equipos. Yo más bien me preocuparía. Más allá de las motivaciones obvias (estrujar aún más la gallina de los huevos de oro y a ganar votos en el consejo a partir de la demagogia) resulta errático y absurdo, deportivamente hablando.
Valga sólo un ejemplo. La Concacaf, uno de los espacios geográficos de menor rendimiento y capacidad futbolística en la historia, podría llegar al Mundial de 2016 con…casi 10 representantes. No está completamente definido, pero la idea es que sus cupos crezcan, igual que América del Sur, a 6,5. Y en principio sin contar entre ellos a los tres organizadores (EE UU, México y Canadá), socios históricos del conglomerado.
Pues bien: como usted sabe, Centroamérica está compuesta por siete países. Belice, Costa Rica, El Salvador, Guatemala, Honduras, Nicaragua y Panamá. ¿Van a ir todos, entonces? ¿Todos? Sería el anti mundial. La no elite. El absurdo total. Ok. Podemos concordar en que de aquí en adelante los mundiales sean otra cosa. Algo nuevo, distinto, que incluso ponga en duda la aventura carísima, el nervio fenomenal de las Clasificatorias. Vale. Incluso podemos decidir, como planeta, que resulta inhumano someter a tanta gente a la tensión, la ansiedad y la tristeza de no saber si estarás o no en la cita más importante, y es mejor que vayan todos. Listo. Pero entonces no sigamos disfrazando los mundiales de magnificencia. ¿La participación como nuevo concepto y nuevo Dios para adorar? Ya. Pero, de rebote y como correlato, eso impondría -y no le quepa duda que así va a ser- un nuevo escenario para los países del segundo y tercer mundo: nunca más, en la historia, podrán postular como sedes de estos nuevos-mundiales-con-gigantismo los países que no sean enormes y millonarios. El actual Mundial costó 15 mil millones de euros. El anterior 12 mil. Los próximos se harán en la tierra de los petrodólares, luego en EE UU y, apuesto desde ya, que el próximo en China. ¿El sueño de Uruguay y Paraguay, de Chile y Argentina? Olvídese para siempre.
Es lo que empieza a pasar cuando la fiesta la dirigen las transnacionales, los ingenieros comerciales, los mercanchifles…y no la gente del deporte que hasta aquí tenía muy claro lo que debía ser la verdadera gracia de todo Mundial.
Por algo el torneo de 2026 tiene el nombre que tiene: United 2026. Candoroso, usted pensará que se trata de una expresión de afinidad y compromiso. Le tengo novedades: adivine qué línea aérea, casualmente estadounidense, será auspiciadora oficial del evento. Obvio. Por ahí va a seguir viniendo la mano. Por ahí y por el martirio de continuar viendo, cada vez más, equipos tan malos, tan ajenos a la excelencia, tan injustamente aparecidos en el primer mundo deportivo, como la vapuleada y casi infantil Arabia Saudita de Pizzi. A propósito: ¿qué pena, no?