Una auténtica oda al vóleibol. Eso fue exactamente lo que entonaron ayer en el Coliseo José Casto Méndez de Cochabamba las selecciones de Chile y Argentina. Un duelo por el oro con aroma a clásico, con una expectación desatada en la tribuna y un recinto deportivo literalmente desbordado, pero también, y sobre todo, un partido con letras mayúsculas.
En un primer set para enmarcar (independientemente del resultado arrojado y desde todo prisma) el cuadro nacional plantó cara a todo una potencia regional, el vigente campeón planetario Sub 23 de la disciplina. El acierto de Bonacic en ataque y la solidez de Tomás Parraguirre en la malla en todas las facetas del juego, despojó a Chile de cualquier tipo de complejo.
Con una solidaridad encomiable en defensa, los pupilos de Daniel Nejamkim lograron despegarse en el marcador hacia el ecuador del primer set, cuando el encuentro aún comenzaba y todo el vóleibol del mundo parecía posible. Argentina, que tardó demasiado en digerir que la definición iba a ser mucho más estrecha de lo que imaginaban, llegó a salvar hasta cuatro pelotas de set gracias a la contundencia de Luengas en el remate, pero no pudo evitar lo que era justo, que Chile (con mucho corazón, sí, pero también con un vóleibol de muchos quilates), terminase quedándose con la primera manga por un ilustrativo 29-27.
El golpe en la mesa de la Roja de vóleibol, clasificada directamente, por cierto, a la Copa Challenger, pudo ser mayor si llegado el momento de la verdad, en el segundo set, no se les hubiese encogido un tanto la mano. Pero Chile, que llegó a estar otra vez en ventaja, permitió crecer a su adversario, que encomendándose a un magistral Johansen, un jugador extraordinario, consiguió la paridad cuando comenzaba a mascarse la debacle (24-26).
La tercera manga, que fue propiedad exclusiva del combinado argentino, no tuvo mucha historia, salvo, tal vez, la conmovedora resistencia que plantearon los chilenos sabiéndose superados (17-25). Llegó entonces, con ventaja parcial en el encuentro para la albiceleste, el cuarto set, y el público, ávido de más espectáculo, sencillamente enloqueció.
Argentina tomó ventaja primero pero la Roja, enrabietada, no quiso rendirse y consiguió dar vuelta al tanteador con una actuación excluyente del atacante Simón Guerra. En el desenlace de la manga (ese momento del partido en que la antiguas selecciones nacionales, tal vez, desistirían) fue la potencia transandina la que acabó claudicando. Porque Chile, ayer, jamás creyó que pudiera perder. Y ese fue probablemente su triunfo más importante. 25-23 de infarto para la Roja, con el DT argentino perdiendo los nervios e ingresando a la cancha con reclamos airados, y rumbo al desempate.
Un desempate mezquino -como casi todos los desempates- en el que acabó imponiéndose Argentina por un estrechísimo 12-15. Por inercia ganadora y por costumbre, pero sudando como jamás lo habría imaginado. Porque la Roja de vóleibol que ayer se colgó la plata sudamericana, jugó un partido de oro, un vóleibol gigante.