Hasta hace algunas fechas, el futuro de Wanderers se veía -si llegaba a verse- en tonos oscuros, tenebrosos, lóbregos. Era una bola de nieve que avanzaba rumbo al desastre. Parecía que no había vueltas y que el descenso de categoría en 2017 era solo la antesala de una desgracia mayor: la caída a la Tercera División. No fueron pocos los que lo pensaron; si el equipo no levantaba cabeza, era colista. Pero llegó Miguel Ramírez y las tardes grises -como diría Carlos Varela- se disiparon en procura de días más luminosos.
Si bien, el estreno de Ramírez en la banca caturra fue horrible -Wanderers cayó 4-1 en Valdivia-, de ahí en más inició una racha que hoy tiene a los del Puerto ubicados en zona de liguilla para retornar a la Primera División: le ganó a Puerto Montt (2-1), a San Felipe (2-3), a Melipilla (1-0), al Chaguito (0-1), a Ñublense (2-1), igualó de visita ante La Serena (1-1) y ahora derrotó a Cobresal (1-0).
Imagino la alegría en las calles porteñas, el semblante sonriente de los viejos hinchas, la emoción descontrolada de algún muchacho que ha hecho suyo los colores de Wanderers con la misma intensidad que pudo amar a su primera novia, los brindis de turno en las mesas del Roma, la esperanza de mi prima Isabel que de seguro anoche soñó con el retorno de Wanderers a las grandes ligas.
El hincha de Wanderers vive la pasión de una manera distinta -y no hablo de los termocéfalos que ayer protagonizaron incidentes en el sector de la barra de Los Panzers- porque esa identificación con los colores del club es también una forma de vivir la ciudad. Es raro que quien vibre con los colores de Wanderers no tenga un cariño especial por Valparaíso. Una cosa necesariamente lleva a la otra.
Es más, muchos de los porteños que están desperdigados por Chile y el mundo siguen, de la manera que sea, la suerte del club de sus amores, porque ese ejercicio es una forma de avivar el fuego de la memoria, la posibilidad cierta de no olvidar, evitar el congelamiento de los afectos que persisten a pesar de la distancia.
Mientras escribo esta nota vuelvo a unos videos alojados en YouTube que muestra a un icónico hincha porteño que trata de explicar esa incondicionalidad con Wanderers: "El respaldo de la gente de la ciudad de Valparaíso siempre va a estar con ellos (los jugadores). El equipo nunca va a estar solo. Juguemos en la Luna, en Springfield, en la casa de Homero, vamos a estar siempre". Y luego de eso se despacha con un grito que debe ser uno de los más simples y emotivos de los que uno pueda tener memoria. El hincha en cuestión va profiriendo a voz en cuello lugares emblemáticos de Valparaíso, y a cada lugar proferido la hinchada le responde al unísono: "¡Verde!".
Por la boca del hincha van desfilando los cerros del Puerto -Playa Ancha, Barón, Rocuant, Rodelillo y así-, y otros íconos de la ciudad como El callejón de los meados, La picá de Mario, la plaza Echaurren, El Cardonal, Las Torpederas, el Liberty, el 1439, y todos son verdes por obra y gracia de la masa que repite una y otra vez el color característico de Wanderers, hasta llegar al clásico ¡Ese-A-Ene!
Hay días en que he llegado a pensar que tal vez de exactamente lo mismo como le vaya al club, si está en la A o en la B, si golea o le meten cuatro, si clasifica a una Copa o termina peleando la cola, lo único importante es que siga vivo, lo único importante es escuchar el grito de ese hincha que pinta de verde todo Valparaíso, para alegría y emoción de los que caminan y de los que no caminan por esas calles que alguna vez fueron tan mías como de otros.