Vida y muerte a 8 mil metros: la historia de Juan Pablo Mohr
Septiembre de 2019. Juan Pablo Mohr quería ser el primer montañista en escalar las 14 montañas más altas del planeta sin la asistencia de sherpas ni oxígeno suplementario. Llevaba cuatro y por esos días buscaba la quinta. Esta era su historia, llena de desafíos, afectos, tragedias, alegrías y ángeles, contada entonces en una de sus entrevistas a eldeportivo, y que hoy bien sirve de semblanza y epitafio.
Para entender la vida de Juan Pablo Mohr (32 años), primero hay que entender sus muertes. Descubrir la conexión que hay entre esas pérdidas y la montaña, el lugar donde se siente más a gusto. Para entender cómo piensa el único chileno que ha llegado a la cima del Everest (8.849 metros sobre el nivel del mar) sin ayuda de oxigeno suplementario, el arquitecto, que tiene como meta ser el primero que escala los 14 ochomiles del planeta en esa misma condición, hay que relatar el momento exacto en que le anticipó a Carmen Prieto, su madre, que a Raúl, su padre, le quedaba una última ráfaga de vida.
"Viejita... No son más de 40 minutos. Ya fue". Juan Pablo salió del dormitorio del papá y, resignado, lanzó la frase. Espeluznante y tristemente precisa. Don Raúl falleció de un cáncer fulminante, en el dormitorio de su departamento de Vitacura, donde su hijo alpinista se enclaustró durante casi un mes. Mohr dejó tiradas tres expediciones para no despegarse de su principal inspirador, para despedirse de la persona que motivó su vida de deportista. "A mi papá le encontraron cáncer pulmonar cuando yo estaba en la cumbre del Everest (24 de mayo de 2019). Recién lo supe siete días después de haber bajado. Por suerte, me vine y pude compartir con mi viejo en sus últimas tres semanas", comenta.
El relato es triste, no así el tono con el que lo cuenta. Todo por la montaña y el mensaje brutal que recibió a más de siete mil metros, cuando por primera vez vio morir a un colega, afectado de un edema pulmonar por el frío, la falta de oxígeno y el cansancio. El 18 de mayo, dos días después de conquistar el Lhotse (8.516 m) y mientras se encaminaba hacia el Everest, el chileno se encontró con una pareja en aprietos: "Nunca supe sus nombres, eran un búlgaro (Ivan Yuriev Tomov) y una rusa (Nastya Runova). Sentí a unos tipos afuera de mi carpa, salí a mirar y estaban estos dos con principio de edema. Los caché porque no podían conectar palabras. Ahí los amarré, les dije a unos amigos que me ayudaran y empezamos a bajarlos al campo 2. Él empezó consciente, yo lo iba ayudando, caminaba como curado, pero después se desmayó. Se transformó en peso muerto, eran 90 kilos", relata Mohr. En el caso del varón, el esfuerzo fue en vano: "Lo cargué como hora y media y se me murió. Nunca se me había muerto una persona en mis brazos".
¿Cómo se relaciona esta historia con la del fallecimiento de don Raúl? "Mística de la montaña. La vida misma me preparó para la muerte. El búlgaro se murió exactamente igual que mi papá. Se le puso la cabeza tiesa y después de 40 minutos, se fue. Fue cuático, porque cuando me pasó esto en el Everest, fue una de las experiencias más duras de mi vida. Pero después me pasó lo mismo con mi papá y lo comparaba con lo otro y me decía: 'En verdad, el Everest no es nada comparado con lo que pasé acá con mi viejo. Como que la montaña me entrenó y me avisó, sin que yo lo supiera. Hoy le doy las gracias por eso".
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JP, en su travesía por el Annapurna, el primer ochomil que conquistó, en 2017.[/caption]
El purista
Nada ha sido fácil para el santiaguino. Comenzó en la alta montaña a los 17 años con las manos en los bolsillos, vacíos. Con el equipo básico y las ganas, su primera cima fue la de El Plomo (5.424). Ahí entendió que no podía dedicarse a otra cosa, que ese era el lugar donde debía estar. Subir es en lo primero que piensa cuando despierta. No le queda otra, porque su dormitorio es un colchón con cubrecama y otro pelado, tres colchonetas y, lo más llamativo, paredes y techo adaptados para la práctica del búlder, una modalidad de escalada libre. Literalmente, abre los ojos y se cuelga. Quizás va al baño estilo hombre araña. "La necesidad está todo el rato, compadre. Estoy un ratito acá (su casa) y tengo que ir a buscar un cerro, ir a botar lo negativo, limpiarme y renovar energías". ¿Limpiarse de qué? "De la sociedad, del estrés, de Santiago, de todo lo que uno tiene que hacer".
Así fue sumando nuevos proyectos y desafíos más exigentes. "Me empezaron a apoyar marcas como CMPC, North Face, BTG, Petzl... Y creé mi fundación, Deporte Libre, con la que queremos promover la seguridad en la montaña. Que el que vaya, vaya sabiendo (...). No me interesa ser el mejor montañista de la historia de Chile. Hago todo esto para traspasárselo a otros. Traer la montaña a la ciudad y a la gente de la ciudad llevarla a la montaña, pero con seguridad. Que sepan que no es un deporte caro, que no es de élite. Tenemos las montañas acá y solo nos faltan las ganas de internarse en ellas, pero aprendiendo, no solo pagando".
Para Juan Pablo, la preparación lo es todo. Conocer y enfrentarse a los macizos con respeto. Él describe todo como un diálogo directo, cara a cara. Por eso decidió no asistirse con tanques de oxígeno ni sherpas. Un riesgo que pocos corren y que para muchos expertos es una locura. "Yo expongo mi cuerpo a los límites que hay que exponerlos para poder hacer estas montañas. Eso de tener ayuda extra o complementaria, como meterse oxígeno, no ha lugar. Justamente en las montañas a gran altura lo que hay es falta de oxígeno. Entonces es trampa enfrentar la montaña con oxígeno de ayuda".
En revistas internacionales han descrito a Mohr como un "montañista honesto", por el hecho de no asistirse como la mayoría. El riesgo vale la pena, dice. Es una especie de acuerdo que tiene con los picos más elevados del mundo: "Las montañas me dan todo, es una forma de meditación. Cuando ya llevái 10 horas caminando, estás con la mente en blanco. Estás enfocado solo en la montaña, dejas de pensar en todos los problemas cotidianos". El momento perfecto, según él, para tomar medidas radicales, de esas que lo cambian todo: "En el Annapurna (8.091) tomé una decisión así. Estaba separado de mi pareja y dije 'ya, a la vuelta voy a intentarlo, voy a hacer el último intento para ver si esto funciona'. Después de estar arriba, uno como que llega con los pantalones bien puestos a decidir y a cambiar para mejor".
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La primera experiencia de Mohr en el Dhaulagiri falló. Hoy realiza un segundo intento.[/caption]
Guardianes
En su forma de ver las cosas, a mayor altura, mayor claridad. Los riesgos valen la pena, aunque siempre, recalca, lo más importante es volver. Y para volver, además de la planificación, también es clave la solidaridad. A siete mil u ocho mil metros de altura hay que jugar en equipo. Mohr lo entiende así y por eso lamenta que exista tanta "envidia en el montañismo chileno". La experiencia que relata Juan Pablo después de esta afirmación habla de colectivismo y cooperación. Pero también de muerte y mística. Dos elementos que completan el rompecabezas que tiene en su cabeza.
Fue en 2017, subiendo el Annapurna, el primero de los cuatro ochomiles que ha conquistado. Los otros son el Manaslu (8.163), el Lhotse y el Everest. La travesía estaba destinada al fracaso, el gas para derretir nieve y tener agua se acabó. Faltaba poco para atacar la cumbre, pero así era imposible lanzarse. "Y ahí nos encontramos con el español Alberto Zerain, un tipo muy reconocido, que tenía 10 ochomiles. Yo lo encontré muy parecido a mi abuelo (también se llamaba Raúl). Él nos salvó, porque nos derritió agua y pudimos hidratarnos un poco antes de atacar. Y en la subida, yo tuve principio de congelación en los pies y él me ayudó con unos calentadores. Fue como un ángel de la guarda. Gracias a él logré mi primer gran montaña", recuerda Mohr.
El país por primera vez clavó su bandera en uno de los picos con mayor tasa de mortalidad, el 11 de mayo de 2017. Un español de 56 años fue el héroe oculto de la proeza de Mohr y su amigo Sebastián Rojas, también chileno. La emoción no le permitió a JP notar que la cumbre se entregó el mismo día del cumpleaños de su abuelo Raúl, el parecido a Zerain. Días después fue su papá quien se lo recordó. "Y ahí fue como... ¡Ohhhh...!". Chileno y catalán habían quedado en hacer algunas montañas juntos. Zerain se fue al Nanga Parbat (8.125), algo que no estaba en los planes de Mohr. Igual quería ir, pero su amigo le recomendó esperar. "Un mes después de separarnos, una avalancha atrapó a Alberto. Por primera vez moría un montañista conocido para mí, con el que recién había compartido todos los días. Esa sensación fue potente, impactante. Estoy seguro de que fue un ángel, una encarnación de mi abuelo, que me ayudó en la montaña y que me sigue ayudando: Zerain, mi abuelo y mi papá, que están conmigo en cada cumbre. A ocho mil metros estoy más cerca de ellos".
Eso significa la montaña para Mohr. Algo mucho más profundo que simplemente escalar. Por estos días, busca completar su quinto ochomil, el Dhaulagiri (8.167), sin sherpas y sin oxígeno de apoyo. En su estilo, purista, honesto. Espera llegar a la cima y cumplir con su rito más mundano: “Gritar ¡cumbre conchetumadre! Es lo primero que hago siempre. Después hago el video más bonito para mis marcas”, confiesa sonriente. En Santiago lo esperan su familia, sus tres hijos (Juan Pablo, Pedro y Elisa) y un plato de papas con cholgas, su favorito, y de los Raúles, padre y abuelo, que con él observan el mundo desde lo más alto.
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