Björn Ulvaeus, uno de los rostros masculinos y cerebros autorales de ABBA, está a principios de 1980 en la sala de control, operando la mesa de sonido y mirando por el vidrio que lo separa con el estudio de grabación. Ahí está confinada Agnetha Fältskog, la mujer rubia de voz acaramelada con quien acaba de acordar su divorcio, disparando en solitario algunos de los versos del inminente hit del conjunto, The winner takes it all, quizás los más cruentos y estremecedores alguna vez interpretados en una canción de amor: "No quiero hablar de las cosas que hemos pasado/ Aunque me hieran, ahora son historia/ He jugado todas mis cartas/ y eso es lo que has hecho tú también" o "Pero dime, ¿besa ella como yo solía besarte?/ ¿Sientes lo mismo cuando ella dice tu nombre?/ En alguna parte en tu interior debes saber que te echo de menos".

Ulvaeus sólo observa, porque el tema lo ha escrito él mismo, mientras su ex mujer canta como pocas veces en su carrera, con un acento tan épico como lapidario, las palabras que barren para siempre con su matrimonio.

ABBA no dio más y se disolvió dos años después, perpetuando en la memoria de varias generaciones la imagen de un grupo acorralado por sus tormentos sentimentales, pero capaz de funcionar como una máquina de éxitos, con talento de banqueteros para despachar canciones irresistibles hasta en sus detalles más mínimos (el coro de Waterloo, el despegue de Gimme! Gimme! Gimme! (A man after midnight), ese cosquilleo que produce la melodía de Voulez-Vous), en una dualidad tan determinante como la de aquella noche en que dos de sus integrantes grabaron una joya con un título como The winner takes it all (El ganador se lo lleva todo).

Tras el adiós, su nombre y su influjo sólo aumentaron, con musicales y películas como Mamma Mia!, que parecían montados como una simple excusa para seguir escuchando sus himnos; con recopilatorios de grandes éxitos que vendían mucho más que en los ya millonarios años de gloria de la banda; y por sobre todo, con la reverencia de auditores y músicos que detestaban la voracidad comercial del pop, pero que veían en ABBA una excepción, un punto aparte, capaz de maravillar a guitarristas matemáticos como Yngwie Malmsteen, a bandas fascinadas con el trance experimental como Portishead o a músicos cuyo rock al grano siempre golpeó como un puñetazo, como los chilenos Weichafe: todos han versionado a los suecos en algún minuto de sus trayectorias, sin contar a otros obvios deudores del europop, como Erasure o Ace of Base.

Otros también claudicaron ante el embrujo, como la propia prensa, sin sutilezas para calificarlos de dulzones y poco serios en sus inicios (a ABBA nunca le interesó que sus composiciones fueron vehículos de dramas sociales o privados) , rudeza encarnada por el crítico de rock más célebre de los 70, Lester Bangs, quien alguna vez posó con una polera donde se leía "ABBA: el grupo más vendido en la historia de la música grabada", en una sentencia que sin decirlo establecía lo bajo que había caído el negocio de la música. Parecía que el cuarteto, mientras menos estaba, más amplificaba su mito. Y sin el rótulo irónico del "placer culpable".

En su libro ABBA Gold, la escritora Elizabeth Vincentelli intentó sintetizar el fenómeno desde lo demográfico: el impacto de los europeos era tan colosal que, como pocas instituciones de la cultura popular, unía a las drag queens europeas, las amas de casa del medio oeste estadounidense, los hipsters neoyorquinos y los estudiantes japoneses, conectando la cultura general con las subculturas satélites. En el listado faltaría agregar al auditor latino medio, tan aislado de los epicentros artísticos del Hemisferio Norte hace 40 o 30 años, pero capaz de silbar cada vez que rotaba en la radio la versión en español de Chiquitita (a principios de los 80 fue número uno en gran parte de las emisoras chilenas).

A todos los ponía de acuerdo ABBA e incluso la idea autoflagelante que subyacía a su propia trascendencia: los suecos jamás volverían a reunirse. Pese a su grandeza post mortem, a carreras solistas que no rasguñaron ni de cerca el brillo de su mejor período y a ofertas estratosféricas que anisaban un reencuentro, las fracturas personales eran tan insondables que no había forma de recomponer las cenizas. Gruñones como Pink Floyd habían vuelto a abrazarse sobre un escenario, apáticos con la idea de la resurrección como Led Zeppelin habían logrado mirarse de nuevo de frente y hasta artistas que también vieron sangrar sus corazones en un estudio de grabación, como Fleetwood Mac, habían cicatrizado sus heridas; pero ABBA no, no lo lograría.

Hasta que llegó la mañana del 27 de abril de 2018, 35 años después de su disolución. En su Instagram, el cuarteto sorprendía al planeta anunciando sus primeras grabaciones en conjunto desde que todo se fue al tacho: "La decisión de seguir adelante con el emocionante proyecto de viaje de ABBA tuvo una consecuencia inesperada. Los cuatro creímos que, después de unos 35 años, podría ser divertido volver a unir fuerzas e ingresar al estudio de grabación. Así que lo hicimos. Y fue como si el tiempo se hubiera detenido y solo hubiéramos estado de vacaciones".

¿El tiempo se detuvo realmente? El calendario continuó su marcha, pero las cuatro figuras que impulsaron a la agrupación -tándem que completan otro matrimonio diluido en el tiempo, el de Benny Andersson y Anni-Frid "Frida" Lyngstad- aparecían cada cierto tiempo para apoyar o anunciar algún proyecto vinculado a su cancionero madre, aunque siempre procuraban no ser fotografiados juntos.

Hasta que el estreno en 2008 de la cinta Mamma Mia! consiguió el milagro: los artistas se mostraron amistosos sin problemas frente a las cámaras, por primera vez en casi dos décadas, declarando que las batallas de juventud ya no hacían mella en la adultez. Ahí también vino el click. La revalorización de su catálogo que significó el proyecto, según han deslizado sus propios protagonistas, fue la base para descubrir que la magia no se había esfumado del todo. Otro espaldarazo llegó en 2016, cuando Agnetha, Frida, Benny y Björn -todos se volvieron a casar después de sus divorcios en el seno del cuarteto- se subieron a cantar juntos en un escenario por primera vez en 30 años, en un tributo al medio siglo desde que empezó la colaboración entre sus autores centrales.

Ahora el retorno adquiere un carácter más concreto, aunque no definitivo ni total, quizás en sintonía con un grupo que nunca se sintió cómodo con las grandes giras, sirviéndose del videoclip como herramienta promocional. Había también un detalle menos público: tras una mala experiencia en EE.UU., Agnetha le tenía pánico a los aviones.

Durante esta temporada, los suecos editarán dos nuevas canciones (una de ellas titulada I still have faith in you, Yo aún tengo fe en ti, otro título de inapelable elocuencia), coronando la nueva vida con un espectáculo televisivo a fin de año donde aparecerán como cantantes virtuales, digitalizados, como unos hologramas que por unos minutos resucitarán a quizás el más prolífico aparato pop de la historia después de The Beatles. El mismo montaje que en 2019 girará por el resto del mundo, bajo la promesa, lanzada ayer por medios europeos, de que los flamantes tracks darán pie a un nuevo trabajo.

Lo que el nuevo milenio verá de ABBA no serán sus cuerpos de carne y hueso, sino que espejismos que simularán lo que ya fue, aunque sustentados en la fe de que el tiempo se ha detenido.