Los shows de At the Drive-In y Lorde en la última versión del festival Fauna Primavera trazaron un arco sobre rock y pop, y por qué las cosas están como están para ambos géneros. Doce mil personas en Espacio Broadway el sábado según los organizadores, testigos de cómo cada expresión interpreta el pasado.
La banda apareció con las últimas luces del día tras una presentación excepcionalmente desafinada de Javiera Mena, aún para sus parámetros. Twitteros proclamaron inolvidable el sideshow del viernes del quinteto estadounidense en La Cúpula por las razones que hace 20 años los anunciaban como sucesores de Nirvana por su energía desatada y canciones explosivas de compleja elaboración con la energía del punk. Todo eso persiste en ATDI donde la figura de Cedric Bixler-Zavala promueve el caos sin jamás perder el control vocal, la emotividad, un torbellino de saltos espasmódicos con el pedestal del micrófono dando giros o azotado, colgando cabeza abajo desde un amplificador sin dejar de cantar, los empujones a sus compañeros, la orden fugaz a la audiencia de disparar al drone que captaba al público. Esa energía se apoya en una música donde la guitarra de Omar Rodríguez-López aporta los detalles ambientales y unos solos de rock ácido con la respuesta más tradicional y rítmica de Keeley Davis. Sin restar mérito, ver a At the Drive-In debe ser lo más parecido a haber tenido al frente a MC5. No sólo se trata del afro de Cedric idéntico a Rob Tyner, sino del efecto total que provocan. Si no han sido más grandes es porque no les interesan los coros y así es difícil conquistar otras audiencias.
Lorde también es impúdica en sus referentes. Kate Bush se escucha en la previa por los altoparlantes y es la legendaria estrella británica la influencia más notoria de lo que hoy ofrece la neozelandesa. Lorde luce un vestido vaporoso y transparente de heroína romántica perfecto para sus letras dramáticas y sinceras, pero somete ese hálito de cuento a una energía juvenil intensa que le hace recorrer el escenario con naturalidad, a veces integrando pasos coreográficos precisos para su música, otras sostenida en andas sin perder una nota de una voz impresionante que frasea hip hop con gracia o despacha baladas lacrimógenas. Lorde le contó relajada al público de Santiago que recordaba su primer show en Chile cuando tenía 17 años. Se presentó sincera y locuaz sin rastros de guiones en una época en que las estrellas de su edad suelen hablar de sueños siguiendo la mensajería Disney.
Kate Bush representa un punto cardinal en Lorde pero lo valioso es lo construido a partir de ahí, sumando la fuerte influencia urbana en su música donde las bases sostienen un andamiaje de pistas vocales grabadas por la propia cantante como manto para elevar el espectacular registro. El público de Fauna Primavera, que no es el tipo de fan con la polera de su artista favorito sino que suele conversar animadamente, estuvo absolutamente encantado y coreando la gran mayoría de las canciones.
MGMT fue el número previo para reiterar que son mucho más que los exitazos de Time to pretend (el segundo tema, como para deshacerse luego), Kids y Electric feel (también presentes en el repertorio). Junto a Tame Impala mantienen un puesto de elite en el recetario de psicodelia, synth pop, progresivo y pop, con canciones de pretensiones alucinógenas y espectaculares videos ad hoc por las pantallas. Aunque las voces de Andrew Vanwyngarden y Benjamin Goldwasser no son poderosas y apenas se mueven en el escenario, el bajista hiperquinético que saltaba de piernas abiertas en la pegajosa Me and Michael y el guitarrista y tecladista acompañante vestido de hechicero, aportaban visualmente a unas canciones plagadas de detalles y giros de una discografía siempre interesante.
Siguió Death Cab for Cutie, a veces quedan rezagados en la memoria de lo mejor del rock gringo de este siglo, pero están ahí con méritos suficientes con sus composiciones emotivas de afán melódico gracias a la singular voz del líder y guitarrista Ben Gibbard, un artista que en cada pieza coge fuerza como un dínamo que se activa incesantemente hasta llegar a estallidos con dinámicos juegos de guitarras, y una batería bien planificada en pos de canciones épicas con más sentimiento que ampulosidad.
Detalles. El cartel de este año fue uno de los mejores en la historia del evento. Paradojalmente la organización retrocedió en asuntos que parecían superados como la oferta de comida. Satisfacer el hambre y la sed en Espacio Broadway era como ir a comprar en un país con bloqueo económico. Las quejas en RRSS apuntaban más de una hora por una modesta pizza. A simple vista el reclamo virtual no parecía exagerado.