Jorge González sonríe satisfecho. El recuerdo lo pone feliz. Hace un par de semanas, su ahijado Julián, hijo del cantautor y también ex integrante de su grupo, Gonzalo Yáñez, estuvo de cumpleaños y el sanmiguelino sorprendió con el regalo soñado: una figura de Donatello de Las Tortugas Ninja, articulada, con movimiento hasta en los dedos y con un antifaz intercambiable, además de tratarse del personaje favorito del menor en el cuarteto de hermanos mutantes.
"La compré en un mall. Antes no había, yo creo. Yo tuve una grande, de Raphael", describe González, apuntando a su tortuga favorita de la serie animada, juguete que alguna vez tuvo en su residencia del Cajón del Maipo. "Me encantaban Las Tortugas Ninja", evoca nuevamente. "Pero vos González ya estabas un poco peludo para eso", contraataca Yáñez, ambos sentados este jueves alrededor de una mesa del bar Liguria de calle Manuel Montt.
La memoria a veces obsequia esos instantes. Escenas del pasado impensadas en la actualidad, contrapuntos absolutos arrojados por los días de juventud, las dos caras de una personalidad ácida e inflamable que en privado se divertía con unos monitos cuyo grito de batalla más intimidante era "¡cowabunga!". Y la memoria de Jorge González hoy avanza más rápido que su cuerpo y su lengua.
Desde febrero de 2015, el cantante enfrenta las secuelas de un infarto isquémico cerebeloso que tienen a su cuerpo atrapado en una parálisis casi total de su lado izquierdo, con dificultades para caminar, con un brazo casi atrofiado, mientras su habla sale a tropezones, con frases concisas y respuestas monosilábicas, las que con la marcha de los minutos se diluyen en silencio absoluto. Ahí el diálogo con él ya no es posible. Su sonrisa ante algunos estímulos -aún algo descreída y mordaz- es hoy su manera más elocuente de comunicación.
Pero su memoria parece no estar en rodaje y a momentos ataca veloz como Tortuga Ninja. Cuando otro de los presentes recuerda una anécdota en Perú, el tema de conversación se traslada al fútbol. "Me gusta Perú", acota el ex Prisionero, mientras Yáñez menciona el equipazo lleno de brillo que ese país lució en los 70. Su compañero de ruta y de historias no duda un segundo en enumerar a sus tres jugadores predilectos de ese conjunto: "Cubillas, Oblitas y el 'cholo' Sotil".
Y si la memoria del cantautor no tropieza con baches garrafales, la otra memoria, la que está del otro costado, la colectiva, tampoco falla a la hora de seguir reverenciando su obra. Al lado de la mesa donde comparte una cerveza con sus cercanos se levanta un galardón, un disco de oro por el rendimiento comercial de Antología (2017), el álbum doble que sintetiza lo mejor de su carrera en solitario. "El disco de grandes éxitos está súper bueno. Estoy muy contento. Estamos esperando el vinilo", expresa en torno al próximo formato en que saldrá el trabajo.
¿Y qué le parece que sus temas aún generen arrastre?
Súper bien. Un milagro.
¿Un milagro? ¿Por qué?
Porque es difícil que se vendan discos. Siempre ha sido.
El público aún tiene muy presente sus canciones.
Es un milagro que la gente aún me recuerde.
En las marchas estudiantiles se suele escuchar El baile de los que sobran. Cuando hay alusiones al feminismo, siempre se recuerda Corazones rojos.
Sí. Es fuerte. Es milagroso. Parece mentira.
¿Esperaba ese nivel de trascendencia cuando era joven?
No me lo había preguntado. Nunca me lo pregunté, la verdad.
¿Y le gusta que sus colegas le hagan homenajes?
Sí, buena onda, sí.
¿Qué le parecieron los tributos en el reciente Festival de Viña? Luis Fonsi y Kramer lo hicieron.
Sí. El de Kramer no lo vi.
Fonsi cantó Corazones rojos. Él es el hombre de Despacito. ¿Le gusta ese tema?
Sí, está buena igual.
¿Extraña tocar en vivo?
No, echo de menos viajar. Es rico. Comer, por ejemplo.
Eso sí, su presente como compositor no sabe de grandes éxitos para estadios. Luego de dejar los escenarios tras la Cumbre del Rock Chileno del año pasado, González pasa sus días en su departamento de San Miguel trabajando en música ambient, esa variante instrumental de la electrónica caracterizada por sus extensas suites y sus estructuras despojadas muchas veces de melodías, tan distintas a las convenciones del pop tradicional. En parte, es lo que le permite su actual condición física, casi imposibilitado de poder tocar bajo o guitarra. "He estado haciendo ambient. Sí. Ahí he estado dándole. Quería probarlo. Lo estoy haciendo en mi computador".
Otro tramo de su rutina también lo consagra a escribir. No canciones, claro está, sino que pequeñas historias que no se inspiran ni en la realidad, ni en la coyuntura, ni en los cuentos sobre el futuro. "En un mes y medio saco un libro de gatos. Está listo. Estamos viendo las fotos ahora. Son cuentos que tratan de cosas de gatos. Me gustaría escribir novelas de ficción". Y su apatía por la actualidad es concreta. "Ya no me importa mucho lo que pase. No creo mucho en las noticias", reafirma, agregando que prefiere lo que transcurre en los vinilos: es su soporte fetiche desde hace años, el mismo que hoy tiene a Loveless (1991), el clásico shoegaze de My Bloody Valentine, como su título de cabecera.
¿Tiene alguna opinión de la vuelta de Piñera?
Lo encuentro increíble también.
¿Y Michelle Bachelet?
Me parece bastante bien.
¿Y de la derecha y Piñera tiene una visión más concreta?
No es de mi agrado, en realidad.
González está claramente en la otra vereda. Cuando se aborda el presente, él se refugia en los rincones impredecibles de la memoria. Cuando le citan la vigencia de sus himnos, prefiere hablar de milagros y precisa que lo suyo hoy es la experimentación que factura desde su computador. Cuando se le pide un par de palabras para el público, para esa fanaticada que cada tanto pide reportes por su salud, por esa enfermedad que lo apartó para siempre de lo que más quería, él lo reflexiona por unos segundos, y con cierta expresión de gratitud y empatía que a veces parecía tan escasa en su carrera, simplemente dice: "Muchas gracias por preocuparse". Son las palabras más expresivas que obsequia antes de hundirse en el silencio.