Soy virgen de k-pop en vivo y llegó el momento de perder la condición. Super Junior, una de las instituciones del género, variable de música juvenil producida industrialmente en Corea del Sur, y avalada por el gobierno para desarrollar productos con altos estándares combinando Occidente con su cultura, regresó el martes al Movistar Arena. Son veteranos, datan de 2005. Para una boy band, se trata de una eternidad. En este tiempo algunos de sus miembros cumplieron con un riguroso servicio militar. Aunque son trece integrantes, en esta gira solo participan siete. El número es suficiente para que la audiencia femenina y adolescente, en compañía de padres y abuelas, mantenga los chillidos electrizando el ambiente.
En directo Super Junior es la última evolución del género boy band. No se remite a un show de canciones con coreografías, sino mezcla de teleserie, videoclip y musical de gran producción involucrando una serie de actos encadenados, historias de amor a la manera de los exitosos culebrones que cubren otra arista exitosísima del entretenimiento del país asiático. Los artistas lucen veinteañeros, aunque todos tienen 30 o más. El aspecto juvenil se subraya porque son delgadísimos, excepto Shindong -que se comió todos los postres-, y no por eso cosecha menos gritos.
En el arranque el despliegue coreográfico siguió la escuela de Michael Jackson, con algunos detalles de vestimenta en indisimulado tributo al rey del pop. Musicalmente Super Junior bombardea por distintos estilos. En el prólogo hubo heavy metal, con la audiencia moviendo unas luces azules de arriba hacia abajo en una especie de derivación del headbanging; luego pasaron a la electrónica y el funk con sintetizadores. No había músicos a la vista, solo el escenario central con plataformas y una pasarela que se adentraba por la cancha.
En ese prefacio metalero antes del ingreso del grupo, se presentó por video la historia de una chica rubia occidental recibiendo un sobre con la invitación de un joven. Cuando una voz en off describió al personaje, las tenía todas: guapo, romántico, culto, buena persona y tan natural como Kent. Cada cualidad era encarnada por los distintos integrantes de Super Junior con su nombre en la pantalla. A diferencia de las boy bands anglo, que siempre destacan a un líder, el grupo surcoreano trabaja más en conjunto. Las voces son competentes pero ninguna descolla. El público cantó en inglés y coreano sin ningún problema. Pasadas algunas canciones enfriaron ligeramente el espectáculo intentando hablar un horroroso español. Más tarde, drama con todo. La chica de uno de ellos muere en un accidente, en un nuevo video introductorio al siguiente acto. Los suspiros se escuchan y después un ligero silencio. "A veces Dios nos da una tragedia cuando una persona está más feliz", dicen los subtítulos.
Se suceden otros actos, un colegio, un número de reggaetón a cargo de Leslie Grace. Super Junior vuelve y el escenario se transforma en sala de clases. La trama sigue, lo mismo la música, las coreografías, las canciones que se corean de memoria. Esto es mucho más macizo que cualquier número anglo para el mismo público. Es la calidad comprometida por una industria nacional que exporta entretenimiento a gran escala, conquistando inexorablemente el planeta.