Tengo siete hermanos, todos menores que yo. Estoy oficialmente peleado con tres de ellos. Cuando digo oficialmente, quiero decir públicamente. Cuando digo públicamente, quiero decir por periódico.
Hace 5 horas
Tengo siete hermanos, todos menores que yo. Estoy oficialmente peleado con tres de ellos. Cuando digo oficialmente, quiero decir públicamente. Cuando digo públicamente, quiero decir por periódico.
Estos días de diciembre son espléndidos para salir a caminar porque desaparecen los mosquitos, las lluvias se hacen infrecuentes y las casas se iluminan con graciosas decoraciones por las fiestas de fin de año. Sin embargo, son también días tristes para mí, porque no consigo olvidar a mi gata amada, que ahora reposa para siempre bajo el jardín de nuestra casa, y porque el canal de televisión en que trabajo ha despedido a decenas de empleados, unos compañeros de trabajo que son también mis amigos, unos colegas con quienes he compartido estudio durante años.
Nunca había llorado tanto. No lloré cuando murió mi padre. Pero ahora que murió mi gata amada, lloré como si hubiera perdido a una hija.
Nuestra hija miraba su celular durante la cena y sonreía para sí misma. Mi esposa le dijo en términos severos que dejase su teléfono. Nuestra hija se negó y le pidió más tiempo de uso en alguna red social. Mi esposa le negó el tiempo. Nuestra hija se enfureció y comenzó a comer con la mano.
Los hijos de Gisèle Pelicot y Dominique Pelicot dudan de que su padre los haya abusado a ellos y a sus nietos sin que se enteraran, y es que el hombre tenía un modus operandi con el que usaba drogas para dejar inconscientes a sus víctimas por horas.
Ahora que la confrontación parece conducirnos al borde mismo del apocalipsis, tal vez sea momento de rescatar el viejo arte de las palabras. Como escribió Marco Aurelio en sus Meditaciones, “la amabilidad, si es genuina y no burlona ni hipócrita, es invencible; porque ¿qué te va a hacer el más insolente si continúas benévolo con él?”.
A las doce en punto de la medianoche, ambos en ropa de dormir, abracé a mi esposa, la besé y le dije feliz cumpleaños. Ella estaba sospechosamente seria. Poco después, tendidos en la cama, quise besarla, acariciarla, amarla, pero ella me frenó en seco, me miró con desusada seriedad y me dijo que estaba cansada y prefería irse a dormir a su habitación. Se marchó, ofuscada. Quedé sorprendido, preocupado. Recién entonces comprendí que mi esposa estaba enojada conmigo.
Voté por primera vez en este país en las elecciones presidenciales a principios del milenio. Mi voto no fue irrelevante. Bush ganó el estado de la Florida, y por consiguiente la presidencia de la nación, porque obtuvo quinientos treinta y siete votos más que Gore. Yo voté por Bush. Mi voto fue uno de esos quinientos treinta y siete que le dieron la victoria. No me enorgullezco de ello.
Una buena persona tiene amigos y se reúne con ellos los fines de semana. Yo no tengo amigos y no deseo tenerlos. Una buena persona se lleva bien con sus amantes del pasado, con sus exesposas y sus exnovias. Yo me llevo fatal con todas mis antiguas parejas y me arrepiento de haberlas conocido y siento que perdí el tiempo malamente estando con ellas.
Todas las noches, al hundirme en un sueño profundo, bien entrada la madrugada, despierto con frecuencia, cada dos horas, cada hora y media. A continuación, súbdito de las órdenes que dicta mi estómago, que es un tirano gritón, me levanto, abro la refrigeradora al lado de la cama y dejo que mi apetito improvise y decida libremente por mí
Le anuncié a mi esposa que me había puesto a dieta y que mi propósito era bajar diez kilos en tres meses y que no desmayaría en la cruzada de perder grasa hasta pesar menos de cien kilos. Quiero que mi peso aparezca siempre en dos dígitos, nunca en tres, le dije. Puedo pesar noventa y nueve kilos, nunca cien, me armé de valor. Ya verás que en un mes pesaré menos de cien, le prometí.
De todos modos, lo bueno de esquiar, venciendo la modorra, es que, cuando estoy deslizándome en la nieve, haciendo zigzags al descender por la montaña, de pronto me olvido de que soy un gordo a punto de cumplir sesenta años y súbitamente me siento un hombre joven, liviano, esbelto, feliz, que vuela maravillado sobre aquella superficie nívea, como si de súbito hubiera perdido los veinte kilos de grasa pura que no sabe cómo diablos bajar y fuese una mariposa grácil que aletea allá arriba, donde se derrite la nieve.
Mi madre quiere dar un golpe de Estado. Dice que la presidenta de la república, Tina Duarte, es una comunista encubierta. Afirma que la presidenta obedece las órdenes que le dictan por teléfono el jefe de su partido, Amir Terrón, un comunista ortodoxo educado en La Habana, y el embajador cubano Cayo Alzamora, a quien mi madre llama El Gallo.
Cada guerra necesita su urdimbre de justificaciones, un cáñamo de agravios anudados. Todos los bandos reclaman justicia, y es cierto que la historia reciente o remota suministra un amplio surtido de atropellos y agresiones aún en carne viva. Pero, en una paradoja radical, los conflictos bélicos se construyen como castigo colectivo, una condena esencialmente injusta, simiente de nuevos rencores.
Me pregunto cuándo vendrán por mi cabeza. Llevo dieciocho años trabajando en ese canal de televisión. Sé que mis días están contados. Hace dos años trabajo sin un contrato vigente. Me echarán cuando quieran echarme, sin pagarme un dinero suplementario que mitigue la tristeza.