“Era una máquina de matar”: Cómo los pandilleros de El Salvador se inician en la violencia
El mes pasado, la violencia de las maras volvió a estallar en El Salvador, con 87 homicidios en un solo fin de semana. El presidente Nayib Bukele decretó estado de excepción y anunció la detención de diez mil personas, mientras se aprobaba un controvertido paquete de reformas contra las pandillas y los medios que reproduzcan sus mensajes. Antes de la pandemia, un periodista chileno viajó a conocer un proyecto de intervención educativa para jóvenes "mareros", criados en una violencia a la que cada año se suman nuevas generaciones.
La lluvia que cae sobre El Espino golpea con furia sobre los techos de lata, tomándolo todo: las habitaciones oscuras, los pasillos por donde corre el barro. Es junio de 2019 y estoy sentado en un cuarto pequeño. La puerta de fierro permanece cerrada y sobre el escritorio hay algunos libros que hemos traído del taller de lectura que tuvimos por la mañana. Frente a mí está Raúl, de 20 años. Sus compañeros de la mara Barrio 18 revolucionarios lo eligieron coordinador de la biblioteca que se va a construir en el penal juvenil y él se ofreció para decorarla. Meses atrás, él mismo escribió un libro sobre la vida que intenta dejar atrás: Un camino, una oportunidad.
Su voz, que ha significado el final para otros, conmigo es suave: quiere contar su historia.
—Cuando me brinqué, me dijeron: tenés que tener cuidado con las cosas de la pandilla, porque si hacés algo malo o si te querés salir, nosotros te vamos a matar. Esto no es un juego, vos lo sabías.
Mientras habla, miro su camiseta que dice ELEGIDO, sus brazos, sus manos tatuadas.
—A mi edad de 13 o 14 años logré matar, incluyendo pistola y corvo, quizás unas siete veces. Maté mujeres, incluso personal de la justicia, personas de la pandilla contraria…
Después, algo en su voz se vuelve más hondo, distinto:
—Yo no sentía… no sentía nada. Solo sabía que mi deber era matar, era una máquina de matar.
Maras versus maras
El taxi que me lleva desde el aeropuerto lo conduce Israel, un hombre amable, que ya sabe a qué vengo: a conocer a los jóvenes pandilleros de la Mara Salvatrucha 13 y de Barrio 18, dos tribus callejeras que llevan décadas enfrentadas en un conflicto que ha desangrado al país. Cuando me deje en mi hostal, tendrá que cruzar, como todos los días, una colonia dominada por las maras. En muchos sectores de la ciudad, me cuenta, los camioneros no pueden entrar sin pagar dinero a los pandilleros y las personas deben mostrar su documento para llegar a sus casas.
Él los vio llegar desde principios de los 90, deportados desde Estados Unidos. Jóvenes que años antes habían huido de la sangrienta guerra civil salvadoreña —que en 12 años dejó más de 75 mil muertos— y regresaron siendo otros: con los cuerpos y los rostros tatuados, con otro lenguaje, otra forma de vestirse y, sobre todo, con otra guerra, una que había comenzado por la supervivencia en los barrios pobres de Los Ángeles y que caería sobre el país como una bomba de racimo.
—Acá las pandillas empezaron a atemorizar a la gente con la cuestión de “Ver, oír y callar” —dice Israel—. Ellos lo ponían en una pared de la colonia en donde estaban, para que si ellos robaban o asesinaban, nadie dijera. Si la policía llegaba a interrogar, nadie sabía nada, nadie había visto nada.
La extensión de la guerra entre la MS13 y B18 llevó a El Salvador a la cima en el ranking del horror: entre 2015 y 2016 fue el país más homicida del mundo. Según la ONU, un país con más de diez asesinatos cada 100.000 habitantes padece una “epidemia de muerte”. El Salvador llegó a tener 103. Esa cifra se fue reduciendo hasta llegar en 2021 a un mínimo de 18, en medio de investigaciones judiciales y periodísticas contra el gobierno de Nayib Bukele. El medio salvadoreño El Faro reveló que su administración habría negociado con las pandillas esa reducción a cambio de beneficios, una acusación que también ha hecho el gobierno de Estados Unidos. Pero en marzo de 2022 la violencia volvió a explotar: el sábado 26 fue el día con más homicidios del siglo en El Salvador, con 62 muertos, 87 durante ese fin de semana. Muchos de ellos, según las primeras informaciones, ciudadanos que no tenían nada que ver con las pandillas. No es la primera vez que sucede: en 2012, el gobierno del Frente Farabundo Martí Para la Liberación Nacional pactó un acuerdo secreto —conocido como “La Tregua”—, que bajó los asesinatos dos años, antes de romperse en un gran estallido de violencia.
¿Qué lleva a más de 64 mil hombres, que comparten patria y pobreza, a sumarse a las filas de dos pandillas que no tienen otro horizonte más que el crimen organizado y el exterminio mutuo? ¿Cómo opera la fuerza que empuja cada año a cientos de niños a sumarse a ese conflicto?
Para intentar comprenderlo tendré una oportunidad única: asistir a los centros de El Espino y Tonacatepeque, donde el Estado encierra a los mareros menores de edad de B18 y la MS–13, para participar con ellos en un taller de lectura, escritura y bibliotecología. Dos recintos en los que también las maras dictan la vida y la muerte. América Solidaria y la ONG ConTextos me han invitado para conocer el trabajo que hacen en Soy Autor, uno de los pocos programas de intervención educativa para miembros de las maras. En él, jóvenes que han cometido crímenes que van desde extorsión y porte de armamento de guerra, hasta homicidio múltiple, escriben libros autobiográficos. Lo que se busca es que resignifiquen algún hecho de sus breves y feroces vidas. Que puedan verse a sí mismos, por unas clases, como más que pandilleros.
Nombrar las emociones
Son las seis de la mañana de un lunes y la carretera frente a nosotros terminará en la puerta de El Espino, el centro de Barrio 18. En el auto, Jennifer, pedagoga y lingüista de Soy Autor, conversa con Patricia, psicóloga voluntaria de América Solidaria. Han pasado tres meses desde su última visita al penal juvenil, el día del lanzamiento de los libros que escribieron e ilustraron los jóvenes mareros. Esa mañana, varias madres ingresaron a recibir las obras, y se oyeron risas y llantos en El Espino. Todo lo que hacen, me explicó Jennifer, apunta a trabajar su desarrollo emocional. Muchos tenían 11 o 12 años la primera vez que participaron en un asesinato.
—En relación al desarrollo socioafectivo está la deuda más grande, porque no han sido personas que se hayan criado reconociendo emociones positivas o negativas, van de un extremo al otro. Cuando preguntamos cómo están, dicen: “bien”, y no sale nada más, porque no hay un desarrollo lingüístico para nombrar las emociones. En el camino van viendo que se sienten de otras maneras, no sólo por conocer las palabras, sino por estar en un ecosistema que permita decir estas cosas.
Antes de cada visita, William, encargado de seguridad, averigua qué tan peligroso está el ambiente. En El Espino conviven dos facciones de B18, separadas hace 17 años por una guerra interna, que se odian entre sí como también a la MS–13: los revolucionarios y los sureños. Una descoordinación, una puerta que se abra antes de que otra se cierre, bastaría para que la violencia estalle.
Pandilleros bibliotecarios
Los 350 libros que descargamos del auto son revisados en un vestíbulo cerrado. Ya son casi las 9, pero aquí parece como si fuera de noche. Dos gendarmes los hojean para asegurarse de que nada en ellos pueda ser usado para lastimar. Cuando terminan, alguien da una señal: la puerta se abre. Atravesamos un pasillo que da a un patio con piso de tierra, terminado en una estructura techada. Jennifer y Patricia pegan cartulinas en las paredes con tips para dialogar: yo opino que…, no estoy de acuerdo con… Un guardia, que nos ha estado observando, levanta su walkie talkie y dice:
—Déjenlos entrar.
Entonces veo emerger a una hilera de dieciocheros sureños. Algunos sonríen, otros llevan los ojos clavados al piso. Son 25 jóvenes con bermudas anchas, musculosas o camisetas de fútbol americano, que llevan el número 18 tatuado de todas las formas posibles —XVIII, X8, 99, 666— sobre sus brazos, sus cabezas, sus rostros: la marca que los vuelve parte de algo superior a sus vidas y les arrebata todo lo demás. Una vez que se forman alrededor de las cajas de libros, Jennifer empieza a hablar:
—A este taller lo hemos llamado Embajadores de la Lectura y la intención es aprender a trabajar con otros. Nuestro objetivo es lograr que la manera en que vivimos la lectura, otros puedan vivirla.
Muchos no pasaron los primeros cursos de primaria, pero el objetivo, sin embargo, es que se transformen en bibliotecarios. ConTextos construirá una biblioteca y la idea es que estos jóvenes la manejen, protejan y acerquen a sus pares. Para romper el silencio, les piden que cuenten cómo se sienten esta mañana y eso parece avergonzarlos. En las clases, suelen utilizar una cartulina con frases y emoticones para guiarse: me siento triste, me siento enojado, me siento feliz. Ahora, entre murmullos, responden: felices, dicen algunos, emocionados, ansiosos de conocer cosas nuevas.
—Pues vean lo que hemos traído para ustedes —dice Jennifer.
En ese momento, los jóvenes se acercan a las cajas y comienzan a sacar los libros. Lo hacen con cierta vehemencia, como si fueran objetos preciosos o extraños. Deben escoger su primera lectura, y varios se entusiasman con las portadas de guerreros o dragones. Uno dice que ni en su casa ni en su escuela había libros.
Me alejo con uno de los alumnos y le pregunto por qué terminó aquí. Me dice que por un homicidio que no cometió él y agrega una frase que escucharé varias veces:
—Uno paga las de otros y otros pagan las de uno.
Le pregunto, entonces, por qué todos terminaron aquí.
—Caminando por la calle, uno busca al enemigo y el enemigo lo busca a uno —me dice—Es odio el que se siente, porque en las calles hay amor y apoyo, y queda el odio cuando llegan a matar a uno. El odio queda y ya no se disuelve. Ya no se puede.
—¿Qué los diferencia a ustedes de ellos?
—Eso, el odio, que hemos agarrado desde años atrás, porque ya nada lo puede apagar.
La raíz del miedo
—La gente siempre pregunta: si ya saben que la vida en las pandillas implica muerte, destrucción, sufrimiento, ¿por qué siguen ingresando? Y yo la respuesta que les doy es que esos jóvenes ya estaban muertos. Si las pandillas fueran un caldero, las condiciones de vida son el fuego: la pobreza, el hacinamiento, la falta de educación, de trabajo.
La voz de Juan José Martínez rebota en un restaurante vacío. Las maras, dice, lo hicieron antropólogo. En 2009, investigando para su libro Ver, oír y callar, un año con la Mara Salvatrucha, vivió durante un año en la casa de un pandillero. Su objetivo era registrar un ciclo de violencia y éste terminó atrozmente: el 20 de junio de 2010, una clica clica —una célula territorial— de B18 revolucionarios, en venganza por el asesinato de uno de sus miembros, secuestró un microbús que pasaba por una zona MS–13 y lo prendió fuego. Murieron 17 personas calcinadas y acribilladas, entre ellas ancianos y niños. Una acción tan brutal como esa no evitó que las maras siguieran reclutando jóvenes cada año.
—Los chicos, al decidir meterse a una pandilla, están decidiendo ser alguien o no. Pueden ser Juancito, el niño que no tiene padre, a cuya madre le quitan todo el tiempo su puesto en la fila para llenar el agua. Nunca tener nada, estar muerto socialmente. O pueden ser el Danger, de la clica Los Guanacos Criminal. Al Danger se lo respeta, a su madre nadie le quita su puesto. Tiene mujeres, tiene comida y tiene, sobre todo, prestigio. Si muere Juancito, que es bien probable que corra la misma suerte de los pandilleros sin serlo, por compartir barrio, muere el niño pobre que nadie quería. Si muere el Danger, hay hombres que lo van a llevar tatuado y va a estar en las paredes del barrio para siempre. A los 11 años, el prestigio es más importante para él que la vida, porque ya estaba muerto de antes. La muerte no te quita nada, la muerte es la posibilidad, de hecho, de darte algo.
Ese magnetismo comenzó a gravitar a principios de los 90, cuando los fundadores de las maras volvieron deportados desde Estados Unidos. En las dos décadas anteriores, miles de salvadoreños habían emigrado escapando de la guerra civil, pero en los barrios pobres de Los Ángeles no les esperaba algo mejor: durante años, fueron agredidos y perseguidos por pandillas de ascendencia mexicana que dominaban el lugar. En ese odio se forjó la MS–13 y las clicas salvadoreñas de B18, una pandilla multiétnica que ya existía y los aceptó en sus filas. Una vez que entraron en escena, no tardaron en ganarse su sitio: la ferocidad de su violencia, de sus descuartizamientos y sus rituales sembró el terror en las calles angelinas, que empezaron a disputarse también entre ellas. Cuando comenzaron a ser deportados, El Salvador tardó en entender que lo que volvía era una guerra.
—Llegan estos jóvenes que traen una guerra ya empezada e invitaron a otros a formar parte de algo prestigioso, transnacional, de Estados Unidos —dice Martínez—. Y trajeron además una causa, un algo por qué vivir y matar, y eso aquí lo tenemos muy instalado.
El ingreso a la mara suele durar un año, desde que un niño empieza a cumplir misiones de vigilancia hasta que participa en su primer asesinato. Su bautizo consiste en una golpiza de 13 o 18 segundos. Desde ese momento, debe acatar órdenes o puede ser depurado. El sobrecogedor nivel de violencia sobre los cuerpos es, según el antropólogo, un medio para entregar mensajes simbólicos:
—Se escriben significados que tienen que ver con el otro grupo: te quitamos la cabeza, te arrancamos los tatuajes y te dejamos en el territorio de ellos. La MS–13 y B18 no tienen una diferencia profunda respecto a nada. Tienen el mismo conflicto que dos boxeadores: se pueden hacer mucho daño, pero se necesitan. No es un conflicto, es más parecido a un juego serio, donde necesitan mantener agresiones recíprocas y en el camino se generan ideas de status, respeto, solidaridad y poder.
Un juego que hace una década puso en riesgo su vida, luego de conseguirles un permiso de B18 a unos periodistas españoles para filmar a una clica. El trato era que las imágenes serían para el extranjero, pero estos vendieron el material a los medios locales. Iba subiendo a su moto, luego de ser convocado por los mareros, cuando una llamada de una joven que vivía en el sector le salvó la vida. Sus palabras, como es natural, aún puede recitarlas de memoria:
—No vengas, te van a matar, andan con una pala haciendo el hoyo.
El diablo lo deja a uno de lado
La voz que emana del parlante dice:
—El Diablo lo deja a uno de lado.
Es el locutor de la radio evangélica que por las mañanas suena en El Espino. Este patio está menos muerto que el anterior: hay algunos árboles, hay una escuela. Un gendarme y un profesor coordinan la llegada de 25 revolucionarios, con temor a que se crucen con los sureños.
La puerta de fierro se abre y una hilera de revolucionarios entra a clases. No se ven distintos a sus rivales: la misma ropa, los mismos tatuajes, los mismos rostros risueños o ensimismados.
—¿Alguna vez se han planteado la idea de ser profesores? —les pregunta Jennifer
La clase se va a tratar de eso: de imaginarse como personas capaces de educar. Al principio responden que no, pero después varios dicen que están ansiosos por aprender cosas que enseñar a sus compañeros. Tienen que escribir sobre el mejor maestro que tuvieron en sus vidas. Mientras lo hacen, camino detrás de ellos y leo lo que anotan: la mayoría escribe de sus madres o abuelas. O de sus hermanos mayores, reclutados primero y ya asesinados. Al fondo de la sala, uno mira su hoja en blanco. Jennifer le pregunta por qué no escribe.
—A mí nadie me enseñó nada —dice.
El resto de la mañana se va entre los planes para construir la biblioteca y el sistema de devolución de libros. Al final, les piden unas palabras sobre lo que han vivido en la jornada.
—Yo me voy feliz, porque han confiado en que podemos cambiar —dice uno de los alumnos—. Lo voy a saber aprovechar, porque no siempre se da que podamos cambiar nuestras expectativas.
Poco después, todos abandonan la sala excepto Danger, un joven que lleva tatuado un 666 sobre la frente. Los unos y ochos están grabados sobre sus pómulos, encima de su boca, en su barbilla. Más evidente que esas marcas es la mirada feroz y solitaria, de quien siente que ya no tiene salida.
“Mi vida ya la tengo arruinada, desgraciada la vida”
Danger, 19 años
Mi papá era de la pandilla de las letras [MS–13]. Mi mamá tenía seis meses de embarazo cuando lo mataron, la pandilla a la que yo pertenezco. Tenía unos cuatro años cuando me metieron al ISNA [el SENAME salvadoreño], y a los ocho, cuando me sacaron, yo no tenía memoria de quiénes eran mi familia. En la casa en que vivía con mi mamá y mi padrastro, el vato me golpeaba, entonces yo corría para afuera y me iba a encontrar con los miembros de la pandilla. Ellos me preguntaban por qué salía así. Me decían que el camino donde andaban no era bueno, pero que se ganaba respeto.
La primera vez que hice daño tenía unos 12 años. En el 2014 nos quitaron un montón de armas: 16 recortados, granadas. Todavía siento eso que no me deja tranquilo: un odio, un rencor por dentro. Aunque yo deje este camino y quiera pensar como una persona civilizada, toda la vida voy a recordar todo lo malo que he hecho, porque ando manchado en la cara. Yo sentía que no tenía remedio, mi vida ya la tengo arruinada, desgraciada la vida, porque no me puede ver la policía afuera. Entonces decidí plaquearme la cara, me plaqueara o no corría el mismo riesgo. Yo llegué hasta cuarto de primaria, pero me gusta leer, para dejar de pensar en cosas fuera del orden. La única manera en que uno puede rehacer su vida es yéndose a otro país. Si me dieran la oportunidad, entonces sí.
Su primera vez
Ya anochece cuando Raúl ingresa a la habitación y se sienta frente a mí. Un guardia me ha dicho que va a pasar muchos años encerrado. Sin embargo, en la clase ha sido uno de los más entusiastas. Desde que se hizo cristiano, asegura, su misión es contar todo el daño que hizo y cómo Dios lo sacó de ahí.
—Yo quería contar mi historia, que supieran cómo ha sido mi vida y que a otro lo ayudara mi experiencia: que la pandilla no es un juego y que no siempre hay salida —dice.
Empezó a los 11 años. Daba la alarma en las calles cuando entraba la policía y los mareros le hacían regalos. El día de su bautizo se sentía emocionado: pensaba que iba ser parte de una gran familia. Entonces vino el ritual: él al medio de todos, el conteo de 1 a 18, los golpes cayendo sobre su cuerpo. Una semana después, lo llevaron a demostrar su compromiso. La víctima, atacada entre varios, fue un viejo amigo suyo de la escuela, que no era pandillero pero vivía en territorio enemigo. Raúl dice que no quería, pero no se atrevió a negarse. Ese día comenzó su largo descenso en la violencia.
—Me dieron un corvo y yo me quedé viéndole Ia cara de afligido a mi amigo. Él no dijo nada, sólo se me quedó viendo. Recuerdo que agarré el corvo y empecé a metérselo. En ese momento mi corazón se endureció. Fue la primera vez que maté y nunca su mirada la he olvidado.
El odio fue un proceso: una fuerza que creció mientras veía morir a sus compañeros. Cuando la guerra contra las maras se volvió política de Estado, ese odio se fue redirigiendo, sobre todo, contra la policía. A veces iba hasta las delegaciones policiales a tirar granadas. Para entonces, hacía tiempo que no sentía nada al asesinar, pero hubo un crimen, contra un MS retirado, cristiano, que nunca pudo sacarse de la cabeza. O al menos eso dice, mientras la lluvia golpea sobre El Espino.
—ÉI venía con la biblia, saliendo de la iglesia. Nosotros sacamos las armas, empezó a gritar la gente y ese man nos quedó viendo así como… no le podría explicar el rostro, sólo dio dos pasos atrás, esperando lo que íbamos a hacer. En ese momento sentí que Dios me puso en el corazón: “Este es mi hijo”. Lo sentí. Y dije: ya no lo quiero matar. Fue cuestión de segundos, cuando empezó a disparar mi amigo y tuve que dispararle yo también. Desde ese día sentí que había firmado que me iban a matar. Seguí haciendo daño, pero no tenía tranquilidad, por ley tenía que pagar eso. Las demás personas, cuando mataba, se corrían. Pero él no se quejó, no se corrió y así cambió mi vida.
Cinco años después fue encarcelado.
—Me decían: no importa si has matado o violado, Dios te va a perdonar. Y yo sentía: ¿cómo me va a perdonar, si he matado a un hijo de él? Un día tocó mi corazón y me dijo: así como él no tuvo miedo de morir, ahora vos me vas a buscar y tampoco vas a tener miedo de morir.
—¿Qué piensas hacer al salir?
—Esto que le estoy diciendo, quiero decírselo a otros. Demostrar lo que Dios ha hecho en mí, decirles cómo fui y enseñarles cómo soy ahora. Ser papá, sacar adelante una familia. Yo sí creo que puedo tener una nueva vida.
Enseñar y resignificar
Cuando a Enrique le dijeron que comenzaría a hacer clases a jóvenes de la MS–13 y B18, los nervios lo enfermaron: sudaba, no podía dormir. De los seis niños con los que creció —en una casa donde vivían doce, sin agua ni luz—, tres estuvieron en la cárcel por vínculos con la pandilla y otro se hizo cristiano para salir de ella. Su hermano mayor vive prófugo: desde que se retiró de la mara, una condena de muerte sigue sus pasos. Él fantaseó con ser marero, pero no entró a la pandilla. Su dura infancia, similar a la de miles de mareros, no llegó a perderlo: con apoyo de algunos profesores, logró estudiar pedagogía. Luego de cinco años trabajando en una escuela ingresó a ConTextos.
—Cuando entré, fue encontrarme con un remolino de sentimientos hacia mi identidad. Yo lo único que quería era salir, no quería cosas de pandillas ni estigmas. Te sentís con la responsabilidad de haber salido, haber dejado atrás a los demás y nunca haber hecho nada por ellos.
Pese al temor, le gustó ayudar a jóvenes pandilleros a resignificar algún momento de sus vidas. Tuvo que aprender a manejar sus códigos: un alumno le dijo que estaba pensando matar a su novia y a su hija, que no le contara a nadie. Él se angustió, pero en la sesión siguiente el alumno le dijo que solo quería ver si podía confiar en él. Entonces le confesó que su hija era de otro hombre, pero él la quería y escribiría para ella. Para generar esa confianza, explica, hay que construir lazos entendiendo sus herramientas. Otro le dijo que quería escribir sobre la primera vez que cortó una cabeza.
—Yo le dije: ¿por qué quiere contar eso? Y me dijo: “como dijo que hay que poner sonidos”... Yo había agarrado más experiencia y mi reacción no fue de miedo, sino de hacerle pensar si era lo que quería contar, lo que iba a leer su mamá. Al final escribió sobre la novia. La tarea es que se vean como cosas distintas a un pandillero.
Saben que es difícil que sus alumnos abandonen las maras. Estas sólo permiten el retiro de algunos integrantes, por méritos o por fe: temerosas de Dios, un miembro puede cambiar la pandilla por servir a una iglesia, pero vigilan de cerca que lo cumpla. Los que tienen tatuajes visibles difícilmente logran conseguir trabajo y siguen viviendo con un blanco en la espalda. Aunque lo más probable es que sigan en las maras, en la ONG creen que aún así vale la pena sembrar algo en ellos.
—No van a salir de la pandilla por escribir un libro —dice Enrique—, pero sí podemos dejar una semilla de que en la escritura encuentren una manera de pensar más, de decir cosas que nunca han dicho. Dándoles esas pequeñas luces de humanidad, habremos hecho lo que queremos hacer.
Historias buenas o malas
—¿Qué pensó cuando le ofrecieron venir a El Salvador?
Estoy sentado en un salón de clases del centro penal de Tonacatepeque, donde cumplen sus condenas los miembros jóvenes de la Mara Salvatrucha 13, la pandilla más numerosa del país, enemiga de ambas facciones de Barrio 18. Doce de ellos me miran esperando a que responda.
—Me pareció una oportunidad muy interesante —digo.
—¿Y no le dio miedo?
Podría decir que sí, pero niego con la cabeza. Quieren saber a qué otros países he viajado, si alguna vez he escrito, como ellos, un libro. Una hora antes, caminé hasta la habitación en donde está la biblioteca. En un estante separado del resto, estaban los libros que escribieron en la primera etapa del taller: El último adiós; No está ella, pero estoy yo; Flores para mamá; Tú, mi razón de vivir.
Cuando la clase comienza, los escucho decir cosas parecidas a las que días antes he oído en boca de sus enemigos: que se sienten motivados por la lectura, que agradecen poder aprender cosas nuevas. Discuten qué es ser un buen profesor: una figura de autoridad, dice uno; alguien que trate bien a sus alumnos, dice otro. Un espejo para nosotros, dice un tercero. Jennifer va anotando sus respuestas en la pizarra. En un momento, uno de los jóvenes mareros le pregunta por qué decidió hacerle clases a ellos, en vez de estar afuera, en un lugar distinto.
—Para mí venir acá es el único lugar donde encuentro esperanza de verdad, y yo creo mucho en ustedes, sé que tienen un pasado complicado pero también creo en sus ganas de seguir adelante —les responde—. Si puedo hacer algo para apoyarlos, eso me motiva todos los días.
Después, les pregunta por qué creen que han pensado en ellos como docentes.
—Quiérase o no, todo lo que yo he vivido hasta esta fecha, cosas buenas y cosas malas, he tenido muchas experiencias y no me quedaría mal enseñarle algo bueno a alguien —dice uno.
—Queremos que sean ustedes mismos y usen su experiencia para enseñarle a otros —sigue Jennifer—. Ustedes saben qué se siente, a ustedes los van a escuchar, a mí no.
La clase termina con ese diálogo y les deja de tarea reunir a cuatro compañeros e invitarlos a escribir una experiencia significativa. “¿Historias buenas o malas?”, pregunta un alumno. Antes de que se vayan, anoto el nombre y la edad de varios, para que luego conversemos.
—Poneme 19 —me dice uno, que tiene un año menos—. No quiero que salga el número 18.
“Ellos son el enemigo, no puedo decir por qué”
Jonatan, 20 años
Yo te voy a decir algo: a nadie lo meten a la fuerza a la pandilla. Si vos no querés, nadie te obliga. Yo me metí porque me gustaba. Cuando empecé, no sabía qué eran los contrarios. En mi vida ellos son el enemigo, no te puedo decir por qué, porque la neta ni yo sé, pero lo que sé es que si me miran me van a matar. Obvio que yo no me puedo dejar matar.
El cambio [de empezar a matar] fue normal, como pasar un grado de la escuela. De lo que me arrepiento es de involucrar a mi familia. Mi madre está detenida por culpa mía. Le encontraron marihuana en mi casa, tres libras. Yo quería llegar y decir: “yo soy”, pero no podía, porque podía tener problemas. Diez años le dieron. Pienso en eso todo el tiempo, no me lo puedo quitar. Si pudiera, le diría que me perdone, que es la única que quiero. En mi libro cuento cómo se llevaron y todo el amor que le tengo. Ahí le pido perdón. Si ella lo llega a ver, me va a comprender.
La falla estructural
Sentada en el salón central del ISNA, la institución encargada de la protección de la infancia y las cárceles juveniles de El Salvador, Elda Tobar, su directora ejecutiva, intenta explicarme la dificultad de trabajar la reinserción social en centros específicos para cada pandilla. Una medida que fue tomada en 2004, en medio de una escalada de violencia en las cárceles de todo el país.
—Fue un error separarlos, nosotros fortalecimos su pensamiento y su ideología de grupo —dice la trabajadora social, que tres meses después sería removida por el presidente Nayib Bukele.
Sentado a su derecha, el jefe de los centros, Fernando Méndez, asegura que para lograr un cambio primero sería necesario romper los vínculos pandilleriles adentro. Agrupados por pertenencia a la mara y no por nivel delictual, viven sometidos a relaciones de poder más fuertes que en la calle.
—Si se va el líder, inmediatamente dejan otra persona sustituta. Hemos aprendido a manejar un nivel de comunicación con ellos —dice—. Hay cosas que no son negociables, asistir a la escuela y a talleres, y ellos lo entienden, porque es algo que les ayuda en los procesos legales.
Esa falla estructural para generar programas de rehabilitación se suma una total desvinculación con otras iniciativas que permitan darles un horizonte afuera. No existen programas estatales para trasladarlos a territorios que no estén dominados por las pandillas, y las empresas privadas muestran una fuerte resistencia a contratarlos, por miedo de verse involucradas con las maras.
—Si vuelven a su entorno, siempre va a existir el temor de que los contrarios o su grupo los depuren —dice Tobar—. Si el papá, la mamá, el hermano están en la cárcel, lo más seguro es que van a buscar a su grupo. La cultura acá, desde un funcionario hasta un diputado, es que es la lacra de la sociedad y hay que eliminarlos. Para los políticos, a los jóvenes de 14 años hay que darles 30 o 40 años.
“La vida no es sólo venir y morir, sino saberla vivir”
William, 17 años
Tenía seis meses de nacido cuando mataron a mi padre y tres años cuando mataron a mi madre. Me crio mi abuela, un tío, luego unas vecinas. Un hermano perteneció a esto y me dijo que nunca me metiera, porque no me iba a lograr salir. Éramos tranquilos donde yo vivía, pero luego empezaron a llegar los mareros, a agarrar cipote [dinero], y la mayoría de mis amigos empezaron a meterse. Me decían que puta, que agarraban bichas [mujeres], andaban con su dinero, sus teléfonos. Ellos todo lo tenían más fácil, entonces tomé la opción de decirles que me quería activar.
Durante un tiempo decidí morir en la pandilla, pero cuando conocí a mi mujer comprendí que la vida no es sólo venir y morir, sino saberla vivir, pues, con alguien que te ama. Ella me tocó el corazón y opté por salirme. Supe que podía tener una vida mejor y comencé a trabajar y a estudiar. A principios del 17 caí preso las primeras veces. Gracias a Dios quedé libre, firmando por 11 años, pero el año pasado tuve un problema en la escuela con una persona, porque él andaba activo y ya no, entonces quería tratarme mal. Para que no tengas problemas salite, me dijeron, y me salí. Eso me trajo problemas con los juzgados y me metieron preso. Yo no expliqué nada, son cosas que no puedo andar contando. Me quedan nueve años y medio, me tienen que decir cuántos voy a estar. Si tuviera un niño, no quisiera que pasara lo que yo he vivido, es una vida que solo te lleva a la muerte.
El presente
Tiempo después de esta visita, Soy Autor cumplirá un hito: por primera vez, un exmarero y exalumno del programa entrará a trabajar como parte del equipo de profesores. El número de asesinatos tendrá su mayor descenso en El Salvador, mientras una pandemia detiene el mundo, y la fiscalía y los medios investigarán al gobierno por estar negociando esa reducción con las pandillas.
En marzo de 2022 habrá una nueva explosión de homicidios y el presidente decretará régimen de excepción: se cortará la libertad de reunión y nueve mil sospechosos serán detenidos. El Parlamento aprobará un controvertido paquete de reformas para enfrentar a las maras, y las penas por ser parte de ellas subirán a un máximo de 45 años. Se empezará a juzgar como adultos a mayores de 12 años, con condenas de hasta una década, y los periodistas que reproduzcan mensajes de las pandillas arriesgarán 15 años. El presidente hablará de guerra y amenazará con dejar de dar comida en las cárceles. La violencia se desplegará otra vez sobre El Salvador, como un fuerza que siempre regresa.
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