Alan Knight, historiador: “La idea de un Estado de bienestar no es antagónica con una política liberal”
De visita en Chile para presentar su último libro, en el que ofrece una visión inhabitual de la historia latinoamericana (Bandidos y Liberales, Rebeldes y Santos, aún no traducido), el académico inglés abordó en conversación con La Tercera el pasado y el presente de la región.
La palabra “crisis” es severa y sostenidamente popular, en Chile y en el mundo. Lo tiene claro Alan Knight, profesor emérito en Oxford y reciente autor de Bandidos y liberales, rebeldes y santos. América Latina desde la Independencia (aún a la espera de traducción). Pero eso no significa, a su juicio, obligación alguna de desenvainar a cada rato la palabreja. De encontrar una crisis en cada esquina.
Invitado a presentar el mencionado libro días atrás en el CEP, piensa este latinoamericanista británico que la palabra “crisis” se usa “demasiado a la ligera”. Una crisis, plantea, es “algo relativamente breve, es un momento. Hay un libro muy conocido del historiador E.H. Carr, (La crisis de 20 años, 1919-1939, pero eso es demasiado. Hay cierta tendencia, entonces, a usar la palabra sin pensarlo mucho.
“Y hay otro problema”, remata el también y sobre todo especialista en historia de la Revolución mexicana (1910-1917): “Si la gente piensa que hay una crisis, quizá la hay, dados los sentimientos de las personas; pero si siguen con su vida más o menos normal, entonces no hay crisis. Por eso pienso que es un concepto un poco flojo, un poco intangible. No lo uso mucho y no creo que tenga mucho poder analítico. Claro, 30 años, 50 años después, podemos saber si hubo una crisis”.
¿Hay más bien un montón de cosas que están ocurriendo y que no necesariamente marcan alguna tendencia?
Diría que es un montón de cosas. Y siempre es difícil en el propio momento entender lo que está pasando, para un historiador o para cualquier persona. Obviamente, los historiadores tenemos la gran ventaja de escribir años, décadas, incluso siglos después, y así distinguir ciclos o patrones que para los actores contemporáneos es imposible ver.
Ahora, no creo que los historiadores tengan una gran capacidad para entender la actualidad mejor que cualquier otra persona, aunque obviamente hay cierto conocimiento histórico que ayuda. Por ejemplo, en Chile hay actualmente muchos debates sobre una nueva Constitución, y para eso ayuda entender un poco las constituciones del pasado, cómo fueron constituidas, cuál fue su impacto [minutos antes de esta entrevista, en las alturas de un hotel de Providencia, figuraba hojeando un ejemplar de Chile constitucional, de su extesista doctoral Juan Luis Ossa].
¿Ve una particularidad latinoamericana en este punto, una fe en las constituciones y lo que pueden hacer?
Depende. En el país que conozco mejor, México, todavía rige la Constitución promulgada para la Revolución, hace 106 años, aunque obviamente cada Constitución se reforma con el tiempo, porque son documentos vivos. Ahora, no sé si en América Latina las constituciones son mucho más cambiantes que en otros lugares, pero es interesante que haya una historia de hacer constituciones, de organizar la política con sistemas representativos en un proceso que ya lleva dos siglos.
John F. Kennedy dijo una vez que América Latina era “la región más peligrosa del mundo”, y muchos le han atribuido esas u otras características. ¿Qué quiso plantear al respecto en su libro?
Creo que necesitamos ciertas etiquetas, aunque no sean muy precisas: nos ayudan a definir de qué estamos hablando, incluso para puestos académicos (uno es historiador de tal período, de tal región de Europa, África, etc.). En un área hay muchos países muy distintos, y pensar en una cultura europea o un comportamiento político europeo unificado no sirve para nada. Con América Latina pasa que es una región enorme y muy diversa, aunque tiene algo de unidad en el sentido que fueron colonias ibéricas; hay semejanzas en cuanto al idioma, a la presencia de la Iglesia católica, y las divisiones coloniales, las audiencias establecidas por los españoles, más o menos determinan el tamaño y el patrón de varios países. Hay tendencias históricas que se remontan a la Colonia y hay una herencia compartida. Dicho eso, es obvio que hay diferencias enormes: hay quienes han propuesto una suerte de alma de América Latina, pero me parecen nociones esencialistas que no nos sirven.
Asimismo, cuando se mencionan atributos, son negativos: los latinoamericanos serían violentos, corruptos, flojos y cosas por el estilo. Puros prejuicios. Obviamente, hay latinoamericanos violentos y hay muchos que no lo son, como en Europa y en otros lugares.
Dice usted que si se toman los números, Latinoamérica no es más violenta que otras regiones, pero tiene esa fama. ¿Qué la singulariza?
Hay violencias muy diferentes. La violencia doméstica muestra tasas bastante altas, por ejemplo en México. Aunque no es un tema que haya trabajado, tiene una larga historia, y no veo una norma de violencia doméstica repartida de la misma manera. En cuanto a otras formas de violencia, si pensamos en violencia política, hay muchos ciclos diferentes. México ha pasado por periodos de gran violencia política -la Revolución, obviamente-, pero después de la Segunda guerra, en los años 50 y 60, no fue un país notoriamente violento. Recientemente, hemos tenido en México y otros países violencia más criminal, que tiene que ver con los carteles, los narcos, etc., y este es obviamente un problema, pero hay que entender todo esto como una serie de diferentes formas de violencia.
Ahora bien, en términos de violencia entre naciones, como las guerras, América Latina ha tenido realmente muy poca. Comparado con Europa, si pensamos que ahí hubo dos guerras mundiales, en América Latina hubo la Guerra del Chaco, pequeñas guerras fronterizas, pero realmente muy poco. Ha habido guerras civiles, algunas muy costosas en vidas, como la Revolución mexicana, pero en general las pérdidas no fueron tan grandes.
Entrevistado por La Tercera en 2014, decía que la idea del populismo “tiene algo de valor, pero tampoco es un término de gran utilidad para entender la trayectoria de América Latina”. Al día de hoy, se sigue usando para denostar, pero también como una reivindicación, como fuerza democratizadora. ¿Qué utilidad tiene hoy el término?
Quizás no he cambiado de opinión en los últimos nueve años. El populismo es un concepto útil, porque reúne ciertas características de individuos, líderes, movimientos, incluso gobiernos, en cuanto a una manera de gobernar, un discurso, unas tácticas políticas ligadas a la movilización masiva -si se tiene éxito, porque hay populistas que no lo tienen-, un discurso de confrontación de “ellos” contra otros, a veces un discurso bastante agresivo. Pero en esto hay límites.
El populismo, a mi entender, no es una ideología, sino más bien es un estilo, una manera de hacer la política. Ha habido populistas de izquierda, como Fidel Castro, y de derecha (en el caso de Perón, pasaba de la izquierda a la derecha). Se puede entender el populismo como una manera de apelar a la gente, de tratar de conquistar la opinión, etc., pero es algo que se ve a través de todo el espectro político.
El socialismo, el anarquismo o el liberalismo tienen al menos algo de ideología: nos dicen cuáles son los principios o las metas de estos grupos. El populismo, como definición, no nos dice mucho sobre lo que se está buscando. Yo lo veo como una forma de hacer política que se ha vuelto más común, y eso sí es interesante. Eso tiene que ver, en parte, otra vez, con la idea de crisis. Normalmente, el populismo tiene más impacto cuando hay un desangramiento, cuando las élites políticas, los sistemas políticos entran en crisis, o al menos se están debilitando, cuando los partidos establecidos comienzan a perder apoyo.
Se dice que Chile ha tenido menos movimientos o líderes populistas, por ejemplo, que Argentina. Y una explicación, quizá, es que en Chile hubo partidos más definidos, a veces fluidos y cambiantes, pero sin duda hubo un sistema más establecido. Quizá hoy, con los medios electrónicos, hay más posibilidades de que líderes populistas den un mensaje que en el pasado, cuando [Arturo] Alessandri convocaba grupos enormes, tenía un impacto limitado. Hoy, hay más oportunidades para populistas al estilo de Trump, que obviamente es un populista en todo el sentido de la expresión.
Plantea su libro que el liberalismo económico no fue, como tanto se ha afirmado, un movimiento de inspiración extranjera resistido por una población católico-conservadora y difundido por minorías educadas del siglo XIX. ¿Subsiste una incomprensión del fenómeno liberal en América Latina?
El liberalismo es una filosofía con principios bien definidos que tienen que ver con la protección de los derechos individuales, de los derechos civiles y políticos; con el Estado de derecho. Es una filosofía enfocada en el bien del individuo, dejándole bastante margen para desarrollarse sin la intervención del gobierno. Eso se ve tanto en lo político como en lo económico, y en América Latina hay una larga historia en que el liberalismo fue un factor en la formación de los nuevos Estados tras las independencias. Y hubo ciertos esfuerzos por establecer nuevas naciones con derechos de ciudadanía, lo que quiere decir, en cierto sentido, constituciones liberales, donde hay representación. Después, ha habido mucho debate sobre la democracia.
Hoy, hablamos siempre de democracia liberal, pero muchos de los liberales decimonónicos no fueron democráticos: querían derechos para todos, pero el voto era para los hombres (las mujeres no lo consiguieron hasta muy entrado el siglo XX en muchos casos), sin mencionar que no podían votar los analfabetos ni la gente sin propiedad. Había liberales en pro de la expansión del voto y liberales en contra.
Hay una lógica en eso, como puede verse en la evolución política en Europa Occidental: inicialmente, hay derechos cívicos (frente a la ley somos iguales), después hay derechos políticos, con cierto control sobre quién va a gobernar, y por último hay derechos sociales. Hubo liberales que dijeron no vale mucho dar a un pobre campesino derechos civiles si no tiene qué comer: hay que pensar en cierta protección por parte del Estado para actualizar los otros derechos. Para estos liberales sociales, había que introducir medidas de protección del obrero, ayuda a los desempleados. Así fue como llegamos al Estado de bienestar, como el que tuvimos en Inglaterra y que hoy está en juego, muy debilitado. Pero la idea de un Estado de bienestar no es antagónica con una política liberal.
En el anteproyecto que presentó la Comisión de Expertos figura la noción de “Estado social y democrático de derecho”...
Actualmente hay discusiones sobre derechos de los animales, del medioambiente, de las generaciones futuras. Hay siempre una cierta amplificación de los derechos: quién los tiene y cuáles son, y si acaso una Constitución podría protegerlos. Es lógico tener estas discusiones. Ahora, dentro del liberalismo, dado su principio fundamental de protección del individuo, hay muchas ramificaciones.
¿Quiere decir algo para usted cuando se encuentra con un Partido Liberal (como el que hay en Chile)?
Las etiquetas partidistas a veces son muy engañosas. Por ejemplo, el Partido Demócrata en Estados Unidos, durante la segunda mitad del siglo XIX, fue racista, quería eliminar el voto de los exesclavos y eso siguió en el siglo XX. Ahora, sin conocer detalles sobre el Partido Liberal en Chile, el hecho de tener esa etiqueta no quiere decir nada.
Una etiqueta más usada localmente, con frecuencia para denostar, es la de “neoliberal”. ¿Qué validez le asigna?
Para mí es una etiqueta válida, pero sólo cuando nos referimos a una manera de ver y organizar la economía. Esto nos remite a la llamada “Escuela de Manchester”, porque esta ciudad fue el centro de la idea del libre cambio, es decir, no necesitamos ninguna intervención del gobierno: producimos, vendemos libremente por todo el mundo, sin aranceles. Eso fue liberal en el sentido económico, y “neoliberal” apunta a una ideología librecambista, con ninguna o muy poca intervención estatal, donde los emprendedores hacen lo que les parece, con ideólogos como Milton Friedman y Ayn Rand. El problema, en realidad, es que muchos neoliberales no son tan liberales en muchos otros aspectos: quieren un mercado totalmente libre, pero también quieren un ejército enorme, por ejemplo, o quieren protección de las industrias, o aranceles cuando les es conveniente.
El neoliberalismo, entonces, a veces es un poco contradictorio. En Chile, en México y en algunos otros países, la introducción de políticas neoliberales (adelgazar el Estado, acabar con programas sociales) involucró bastante uso de la fuerza, represión y otras medidas muy iliberales. Económicamente, fueron liberales, pero en lo político, con Pinochet y los Chicago Boys, la política fue muy represiva. Es un liberalismo muy selectivo.
¿Qué tan sostenibles en el tiempo son esas inconsistencias?
Son muy frecuentes y quizá, por ese lado, son sostenibles. Lo que pasa es que las sociedades y los seres humanos no somos muy racionales y somos muy buenos para compartimentalizar: en ciertas situaciones nos comportamos de forma muy diferente que en otras, con reglas muy diferentes.
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