Alejandro Aravena: “Nuestra crisis más profunda es de sentido y en la ciudad hay herramientas para enfrentarla”
Ayudar a organizar la discusión en clave de propuesta, cree Aravena, es el aporte que hoy puede hacer la arquitectura al momento del país. Aquí desarrolla algunas de esas claves a propósito de su participación en el Consejo Programático de Paula Narváez, al que se integró en marzo pasado.
“No hay nada peor que responder bien la pregunta equivocada”, ha dicho Aravena en incontables ocasiones, y conversar con él es seguirle el paso a una mente que cree obsesivamente en su método: organizar la información. No buscar la solución de un problema sino hasta encontrar la verdadera pregunta que conduce a resolverlo. Quizás la fórmula, charlas TED mediante, ya no suena original, pero los arquitectos que han trabajado con Aravena aseguran que hace genialidades con ella. Y que por eso el premio Pritzker y todo lo demás.
Al mismo sentido del orden apela ahora para explicar, a propósito de su primera incursión en una campaña presidencial, por qué su disciplina tiene algo que aportar a una política desbordada, precisamente, por nuevas preguntas:
“Si trabajas en vivienda social, lo que hagas puede mejorarles o arruinarles la vida a demasiadas personas. Y algo que hemos aprendido en Elemental es que, para que ocurra más bien lo primero, a veces la respuesta no pasa por controlar las fuerzas en juego, sino por canalizarlas. Creo que el éxito de una política pública va a depender, cada vez más, de que logre insertarse en conversaciones que están allá afuera, en la sociedad. Pero esto implica un desafío enorme: crear una capacidad de escucha mutua entre las instituciones y las personas que hoy no está. Peor aún, parece que nos escuchamos cada vez menos”.
Castillo Velasco decía que el elemento primigenio de la arquitectura es la palabra.
No sabía que dijo eso, estoy totalmente de acuerdo. Y es la palabra inespecífica, sin lenguaje de arquitecto. Porque el trabajo del arquitecto es darle forma al lugar donde la gente vive y de eso puede hablar cualquiera, no hay que ser experto ni autoridad. Y un segundo elemento es el mono: tu manera de entrar en esa conversación es haciendo monos. Esto tiene una cosa medio peyorativa, “oye, hazte un monito”. ¿Pero qué tiene el mono? Poder de síntesis. El mono no es un diagnóstico, no es un paper, es “bueno, ¿qué hacemos?”. Después el mono se corrige, pero la discusión ya es en torno a una propuesta y esa propuesta es sintética: distingue las variables prioritarias de un problema y desde ahí ordena el conjunto. Porque si todo es igual de importante, te paralizas, y aquí hay que poder moverse. Creo que ese debería ser el aporte de la arquitectura en este momento: hacer proyectos que ayuden a organizar la discusión en clave de propuesta.
En esa línea, ¿qué propuestas estás tratando de instalar en el programa de Narváez?
En realidad, mi posible aporte se reduce a dos o tres ideas. La primera es que podemos usar la ciudad como un atajo hacia la equidad. Porque la redistribución del ingreso, que es casi la única solución que se plantea, puede avanzar vía impuestos, pero su núcleo duro está en la educación y los empleos y eso es de plazos largos. En cambio, con proyectos muy bien elegidos de espacio público, de transporte público, de infraestructura y de vivienda, podemos corregir inequidades muy significativas en plazos más breves. Ahora, esto supone dos condiciones que hoy no se dan: que la identificación de esos proyectos estratégicos sea muy eficiente y que los recursos públicos destinados a la ciudad se distribuyan en proporción inversa a la concentración de la riqueza.
La pandemia terminó de evidenciar que nuestras grandes ciudades son mapas físicos de la mala distribución.
La reproducen en el espacio de una manera brutal y, lo peor, la convierten en experiencia diaria. Cuando tu día normal es salir de tu departamento de 45 m2 en la periferia, subirte a un bus para ir a trabajar en otro Chile, donde todo tiene otro estándar, y volver al final del día a tu barrio donde todo es deficitario, es muy difícil que no acumules rabia y escepticismo. La crisis más profunda que tenemos en Chile, creo yo, es de sentido: ¿para qué me voy a esforzar si con esfuerzo no llego? ¿Para qué me sirve todo este esquema? Y en la ciudad hay algunas herramientas para enfrentar esa crisis. Por lo mismo, y esta podría ser otra idea, es el momento de buscar proyectos públicos cuya manera de resolver problemas concretos nos ayude también a recuperar el sentido de lo colectivo. Un criterio que hemos propuesto, por ejemplo, es que una ciudad debiera medirse por lo que uno puede hacer gratis en ella.
Y hasta podría decirse que una buena ciudad produce bienes que el dinero no puede comprar.
Exactamente. Tendemos a asociar a la ciudad con problemas: contaminación, congestión, segregación. Porque entendemos la ciudad como una acumulación de casas, pero una ciudad, en esencia, es una concentración de oportunidades. ¿Por qué vivimos en ciudades? Porque cualquier indicador que tú tomes de bien común −acceso a servicios básicos, a sanidad pública, a educación, creación de riqueza, de conocimiento, de masa crítica− mejora si la gente está concentrada en el espacio. El problema es cuando la escasez del suelo empieza a segregar a la gente de esas oportunidades.
Un problema más mundial que nacional, en todo caso.
De hecho, frente al problema más grave, que es la vivienda informal y los campamentos, Chile avanzó muchísimo. Pero en otros lugares, los barrios que concentran las oportunidades están más distribuidos en el espacio, no están todos juntos en un oasis. Y algo muy importante: tienen espacios públicos que funcionan como un momento igualador. Siempre me ha impactado ver lo que pasa en ciudades como Río, donde la playa crea un momento en el cual, con chalas y traje de baño, es bien difícil saber quién viene de dónde, si alguien viene del penthouse de Ipanema o de la favela de Vidigal. Probablemente la fricción sería mucho peor en Río si no hubiera esta especie de fusible, de momento diario en que no hay ciudadanos de primera y de segunda. Nuestras ciudades, en general, no tienen esos momentos.
Si en Santiago nos preocupara más la integración, dijiste alguna vez, no tendríamos tan olvidado al río Maipo.
Claro, en el Mapocho tenemos de todo: parques, ciclovías, hasta río navegable se quiso hacer, idea que siempre me pareció muy mala porque era ir contra la naturaleza de un valle que todavía es joven, que trae material desde la cordillera. Pero todos los recursos, todo el pensamiento, casi la fuerza de gravedad atrae la mirada pública hacia el río norte del valle. Y en el lado sur tenemos un río con un caudal más constante, donde además vive mucha gente que no se puede tomar vacaciones, pero ni se nos ocurre poner ahí un balneario del mejor estándar posible. ¡Cómo cambiaría la perspectiva para tanta gente! Mira, los barrios ricos de Santiago tienen en torno a 18-20 m2 de área verde por habitante. La Pintana tiene 1. Entonces, si en el proceso constituyente vamos a hablar del “derecho a la ciudad”, creo que es muy importante plantearlo así: que la ciudad garantice el acceso a las oportunidades que ella misma concentra. Ese es el debate que podría tener un mayor impacto en el bien común. Y el más profundo, porque es lo que justifica que vivamos concentrados en el territorio.
Decías que las políticas públicas tendrán que escuchar más a las personas, asunto que también se ha vinculado a la demanda por dignidad pero que ha costado llevar a la práctica. ¿Qué aprendiste al respecto en los proyectos de vivienda social?
En nuestro caso, ese aprendizaje surgió de un problema puramente pragmático: con los recursos públicos que había para hacer viviendas sociales, no las podías hacer de 80 o 90 m2, el tamaño que una familia necesita, sino de 40 o 50 m2. ¿Qué pasaba entonces? La gente terminaba ampliando esas viviendas hasta duplicar o triplicar el tamaño inicial. Entonces se rompían muros y se debilitaban estructuras. Algo dramático que aprendimos del terremoto fue que los blocks no colapsaban por estar mal construidos, sino porque la ampliación los debilitó. A eso súmale muros medianeros que generan mil conflictos entre vecinos y que no son resistentes al fuego, techos muy difíciles de impermeabilizar… Fue ante ese problema que se nos ocurrió la idea de la vivienda incremental: en vez de entregarla terminada con un estándar que no va a servir, diseñemos la vivienda que sí sirve, con un ADN de clase media, y hacemos con los fondos públicos todo lo que las familias no van a poder hacer bien por cuenta propia. Entonces, sentémonos con las familias desde el día uno y nos repartimos las tareas para adelante. De esa división de tareas salió la necesidad de participación. No fue un “sería bueno que”, fue que no nos quedaba otra.
Es curioso, porque la razón para no dar ese paso suele ser la inversa: “Sería bueno, pero ineficiente”.
Claro, “la participación me va a hacer que los proyectos sean todavía más caros y más lentos”. Pero ocurrió exactamente lo contrario y no es para extrañarse, porque si alguien sabe cómo darle un uso eficiente a recursos escasos son las familias que han vivido en campamentos o de allegadas. Además, ¡la participación iba a ocurrir sí o sí! Al no asumir que la vivienda iba a crecer, la expansión se hacía a pesar del diseño y no gracias a él. Y eso tenía otro costo que no mencioné: esa vivienda se desvaloriza. Estas políticas de vivienda son la transferencia de fondos públicos más importante que una familia recibe en su vida, y por una sola vez, con el objetivo de darles un techo pero también un patrimonio que aumente de valor en el tiempo. Pero la vivienda social perdía valor, se parecía más a tener un auto. Entonces, era mejor gastar la plata pública en construir la estructura para el tamaño final y en un suelo bien localizado, que es lejos lo más importante. Por lo tanto, el proceso de participación partía por comunicar las restricciones que íbamos a enfrentar. No esconderlas.
Y pensando en los temores de un ministro que va a comunicar restricciones, ¿nunca te sacaron la madre cuando llegabas con ese discurso?
En todas las primeras reuniones, sí. No hubo una sola en que no. Y hay que entenderlo, porque en la primera reunión se produce una cuestión catártica. Cuando llegas a hablar con gente que nunca ha sido escuchada, que ha sido prácticamente invisible, lo primero que aparece no es el agradecimiento, como la caridad o la filantropía podrían esperar. Al revés: al primero que sea visible ahí al frente, le cobran todas esas carencias. Y con un escepticismo muy fuerte. “Aquí viene otra promesa incumplida”, piensan de entrada. Por eso, si pones las restricciones al frente como el desafío común, empiezas a ganar una cierta credibilidad y a construir una relación horizontal, entre adultos. O sea, en esto no hay que ser paternalista ni culposo.
¿Cómo piensa el culposo?
“Pucha, si la gente me pide tal cosa, yo se la tengo que dar...”. Y después no tienes plata ni tiempo para manejar las expectativas que creaste. Y el paternalista dice “no, mire, yo sé cómo es esto, tranquilo ahí, yo me encargo”. Cuando la verdad es que la capacidad orientadora te ayuda muchísimo a establecer prioridades. Porque efectivamente sabe cosas que tú no.
¿Recuerdas algún ejemplo?
A ver, uno muy gráfico. La vivienda social tiene en general un receptáculo de ducha, no alcanza para la tina. Y en algunos de los primeros talleres de participación se nos ocurrió preguntar en qué sería mejor gastarnos la plata, si hubiera que optar: calefont o tina. ¿Qué habrías priorizado tú?
El calefont.
El 99% de las familias decía tina. Y lo que más me impactó fue la razón que dieron: como tenían que ahorrar 10 UF para acceder al subsidio, al recibir la casa ya no tenían plata para el gas, por lo tanto agarraban el calefont y lo vendían. En cambio la tina, como hay una política pública que te entrega agua, la podían usar desde el día uno. En los blocks de esa época, además, el 95% de los conflictos entre vecinos eran por baños que filtraban agua de un piso al otro. Porque convengamos que ducharse en un receptáculo sin inundar el baño es altamente improbable…
Un arte marcial.
¡No se puede, si estás apurado es imposible! Y mira cómo los grandes temas caen en detalles tan pequeños: sólo al poner tina en vez de receptáculo le pegabas al principal conflicto entre vecinos. Y la gente nos seguía explicando: “Además, yo en una tina puedo lavar ropa, en un receptáculo no”, “además puedo bañar a un niño, calentando el agua en otro lado”. A eso me refiero con que la gente sabe cosas. Y tú sabes otras, ante ciertas peticiones decíamos que no, por muy votadas que fueran. Y ya que antes nombraste la palabra dignidad, en estos procesos apareció una cuestión que tampoco es lo que se espera. Hubo un par de proyectos donde había plata para terminar la vivienda con un estándar de clase media, por una donación o por lo que fuera, pero la gente decía: “Ya, ¿pero sabe qué? ¿Me la podría no terminar completa?”.
¿Por qué?
Bueno, ahí salía la palabra dignidad. “Es que por una cuestión de dignidad, de autoestima, yo necesito sentir que si no hubiera sido por mí esta cosa no sale”. A mí esos casos me hacían pensar cuánto tiene de simbólico el problema social de Chile. Un dirigente de Renca, Mario Orellana, dijo una vez en un seminario muy sesudo: “Aquí se habla mucho de la efectividad, pero a mí me preocupa la afectividad de la política pública”. En un proyecto que estábamos entregando en Yungay, en una ventana había un dibujito que había hecho un niño, con la forma de la casa. Y en la mitad que todavía no había sido completada, decía: “Esta parte la va a hacer mi papá”. Y las familias nos decían “no sabe lo importante que es que mis hijos se puedan sentir orgullosos de mí, porque esta no es otra cuestión que ‘me dieron’”. O sea, la participación permite que las personas tengan voz y se sientan visibles, pero también tiene esta otra dimensión: poder demostrar que eres parte de la solución y no del problema, que no eres una carga, eres un aporte.
Pero eso también plantea un conflicto sobre la manera en que hemos interpretado la dignidad, que no se aviene mucho con la idea de entregar casas sin terminar.
Claro, quizás todo esto va en contra de lo que un político querría hacer, que es entregar una casa que se vea lo más terminada posible. Pero ahí está invisible el problema que te dejan para el día siguiente de entregarte la llave. El año 2008, o por ahí, la presidenta Bachelet fue a inaugurar un proyecto en Lo Espejo y antes de la ceremonia se dio una vuelta por el conjunto, con una dirigenta que se llama Johanna Vera. Al ver los interiores sin pintar, la presidenta le dice a la Johanna: “Oiga, disculpe, a mí me habría gustado entregar las casas pintadas…”. “No se equivoque, presidenta –le dijo la Johanna−, esto fue un acuerdo que nosotros tomamos para que nos construyan una estructura para 80 m2. Además, esto le permite a cada vecino elegir la pintura que le guste”. También les importaba ese detalle. O sea, las personas pueden valorar su dignidad desde muchos lados distintos, eso no lo sabes hasta que hablas con ellas. Y claro, la crítica histórica a la vivienda social es que las economías de escala obligan a hacer todo uniforme.
Con todo, habrá quienes piensen que este modelo de vivienda incremental y de participación legitima la pobreza del Estado. ¿Te ha tocado responder a esa crítica?
Sí, “esta es una nueva expresión del neoliberalismo”. Pero nosotros, con las restricciones existentes, tenemos que hacer algo. Desde que partimos con Elemental, el año 2001, se han entregado dos millones de subsidios en Chile. Y uno quisiera que cambien las reglas del juego, sí, pero habría sido inaceptable quedarnos esperando que cambien para empezar a hacerlo bien. Esa me parece una complicidad mucho peor con la escasez de recursos. Además, no es incompatible mejorar la vivienda con las condiciones actuales y usar esa experiencia para empujar un cambio de política. Ese cambio se hace con calle, no con escritorio. Dicho eso, la incrementalidad no es sólo una respuesta a la escasez, aunque en nuestro caso partió siéndolo. El urbanismo poroso, abierto, es lo que viene pidiendo gente tan poco neoliberal como Richard Sennett y Saskia Sassen, que dicen: “Aunque usted tenga toda la plata del mundo, por favor no haga sistemas cerrados, porque la ciudad es un sistema dinámico que necesita estar abierto para que las fuerzas positivas puedan seguir actuando”. ¿Y cuál fue siempre el gran problema de la vivienda social? Ser un sistema cerrado: no se podía hacer nada más ahí.
Y si uno visita los primeros proyectos que diseñó Elemental bajo esta modalidad, ¿se parece la foto de hoy al resultado que ustedes proyectaron?
Es que nunca pensamos “esto tendría que quedar así”. De hecho, tuvimos que desaprender el entrenamiento del arquitecto que piensa el diseño desde el control sobre la forma. El desafío era al revés: diseñar un conjunto que aguantara esos niveles de incerteza. Y ahí la monotonía pasó a ser algo deseable. Porque mientras más parco y neutro es lo que uno entrega, si la otra parte termina siendo barroca o provisoria el conjunto aguanta, porque hay estos silencios entremedio. Lo importante es calibrar muy bien ese espacio a ser completado, para que sea más difícil y más caro hacerlo mal. Hay gente que dice “pero estéticamente eso puede ser un fracaso”. Hace poco una revista inglesa fue a ver el primer proyecto que hicimos, Quinta Monroy, en Iquique, para decir “miren, en esto terminó”. ¿Pero comparado con qué? Si tú giras la cámara, al frente hay viviendas formales de clase media y el nivel de construcción es muy precario. Y nuestra gran batalla en este caso no era la estética, era estar en el centro de Iquique –donde el terreno costaba tres veces lo que pagaba la vivienda social− y no en Alto Hospicio. Porque en Iquique estaban los trabajos, el consultorio al que la gente iba, la playa, todo lo vinculado a un buen vivir. En un video que hicieron hace poco, un beneficiario del proyecto cuenta que hoy podría vender su casa en $70 millones. Y esa casa costó 300 UF, de las cuales él pagó 10. Eso me parece que es entender la vivienda como inversión social y no como gasto.
La política habitacional de los 90, con el tiempo, se transformó en un arquetipo del Estado insensible, que confundió desarrollo con crecimiento. ¿Lo ves así?
Es que ser generales después de la batalla… En los 90 había poca plata y no podías dejar a millones de personas esperando mucho tiempo por una vivienda. Su incentivo iba a ser tomarse un terreno −algo fácil de evitar en dictadura, pero no en democracia− y una vez que entras en la informalidad, salir de ese mundo sí que es complicado. Siempre se crítica: “Esta gente ve la pura cantidad, lo que importa aquí es la calidad”. Oye, la cantidad importa mucho. Es el drama de las ciudades latinoamericanas, que tienen 30 y hasta 50% de informalidad y a ese mundo sí que el Estado no llega. Así que en ese momento se priorizó bien, pero con un estándar que ya no es aceptable y eso explica que el déficit actual del país sea de 500 mil viviendas, porque incluye ese enorme stock que quedó obsoleto y que habría que demoler. Y no habría que escandalizarse por demolerlo. Más que decir “oye, reconoce que lo hiciste mal”, esto es corregir algo que en su momento sirvió, pero cambiamos como país y ya no sirve.
Dicen los urbanistas que la explosión de los campamentos y los precios de las propiedades están dando forma a una bomba de tiempo. ¿Hay que darle un giro radical a la política de vivienda o meterle más plata a la actual?
No, haciendo más de lo mismo no vamos a llegar. Aquí nos vamos a tener que pegar un salto de conocimiento significativo. Y va a ser muy difícil, pero yo no lamentaría esa dificultad, porque nos obliga a concebir un desafío colectivo, un proyecto común. Hoy tenemos una triple brecha: deberíamos estar construyendo unas 90 mil viviendas al año y hacemos 60 mil; las viviendas deberían tener entre 80 y 90 m2 y hoy construimos entre 40 y 50; y deberíamos demorarnos dos o tres años en entregar el proyecto y nos estamos demorando ocho o más. Y no puedes corregir sólo una arista de ese triángulo, porque lo harías a costa de las otras dos. Entonces, vamos al problema mayor: el suelo.
Dónde construir 500 mil viviendas.
Claro, para que en esta segunda vuelta no queden segregadas. Mientras sigamos buscando ese suelo en los sitios eriazos, o donde todavía a Bienes Nacionales le queda algo, o donde un privado tiene un sitio guardado, no vamos a llegar nunca. Entonces, una idea que se nos ocurrió hace poco es que el suelo no está donde lo estamos buscando: el suelo está en el aire. Es decir, sobre los techos de esos miles de propietarios que recibieron viviendas sociales en las últimas dos décadas, en lugares que ya no están a dos horas del trabajo, sino a 30 minutos. Nosotros vimos esto diseñando un proyecto en Lo Hermida que se está por construir: sobre las 140 hectáreas que hay en Lo Hermida con viviendas sociales de uno o dos pisos, se podrían construir 20 mil viviendas de 70 u 80 m2, muy bien localizadas y sin crear hacinamiento. La idea es transformar los lotes individuales, que son de 9 x 18 m, en tres o cuatro viviendas. Y usar la vivienda típica del Minvu como domicilio de transición para el propietario actual, mientras se construye. Pero además de encontrar suelo donde parecía no haberlo −en Santiago hay 200 mil lotes de 9 x 18 m−, esto implicaría que los fondos públicos no van a los inmobiliarios, sino a miles de propietarios que recibirían una vivienda mejor que la actual e incluso podrían transformar su lote en una fuente de ingresos.
¿Cómo?
Porque estamos estudiando dos modalidades: 1) tres viviendas para tres propietarios, donde cada uno aporta su subsidio y el dueño del lote regulariza la situación de allegamiento que pueda tener, con lo cual corregimos el hacinamiento; 2) cuatro viviendas 80 m2 o cinco de 64 m2 que transforman al propietario del lote en un pequeño inmobiliario −la verdadera inmobiliaria popular−, porque arrienda las que no habita y con parte de ese ingreso va devolviendo una parte de la inversión pública. Piensa que el 70% de los subsidios de arriendo no se están ejecutando porque no hay dónde arrendar. Esto va a requerir muchas cabezas, repensar normativas, recalcular presupuestos, pero hemos tanteado el terreno y hasta ahora la cosa vuela, gente de distintas áreas se ha entusiasmado. Y uno dice “pero esto sí que es difícil”. Por lo mismo, si llegamos a resolverlo, puede ser de esas cosas que nos devuelvan una especie de orgullo colectivo.
El año pasado, Elemental tuvo un pequeño traspié por tratar de convocar el orgullo colectivo: iluminaron con la palabra “Aprobemos” las ventanas de su oficina (ubicada en la Torre Santa María), pero se arrepintieron a los pocos días.
Sí, porque no nos resultó la idea. En la oficina no estamos todos en una misma línea política, pero hicimos una discusión y concluimos que la opción Apruebo incluía un segundo mensaje: vamos a tener que conversar. Tal como en esa primera reunión de un proyecto de vivienda, teníamos que pasar de una catarsis inicial, donde nadie quiere escuchar nada, sólo descargarse, a una conversación entre todos. Por eso lo conjugamos en plural: Aprobemos. Y jurábamos que esto les iba a hablar a los del Rechazo: “Oye, si esta cuestión no es grave, al revés, es lo que habría que hacer para que el país no siga explotando”. Pero pasó todo lo contrario. Produjo desde llamados de comandos del Rechazo, algunos bastante menos amistosos que otros, hasta amenazas. Pero el problema, para nosotros, fue que al interior de la torre se armó la misma polarización que invitábamos a superar. Y un viernes que estábamos en la plaza, dijimos “oye, en verdad no se cumplió el objetivo”. Y pasó algo insólito: a las 8.01 de la noche alguien pasó por la oficina y desenchufó el letrero, y a las 8.02 la gente del Rechazo de la torre prendió un “No” en la oficina de al lado, que estaba desocupada. Por un minuto, nunca alcanzó a existir el “No Aprobemos”.
La invitación a “conversar sin polarizar” también tiene mala prensa en la izquierda, porque respondería a la vocación de desactivar los conflictos.
Para mí es una manera de darles curso. Constanza Michelson, que también participa en este consejo asesor de Paula Narváez, decía que ahí donde no hay lugar para el conflicto, surge la violencia. Este es un momento para darles lugar a los conflictos de una manera virtuosa, y eso hace, creo yo, que también sea un buen momento para el liderazgo de una mujer en Chile. En el caso de Paula Narváez, al menos, veo esa capacidad de integrar a la ecuación la dimensión simbólica de los conflictos que tenemos, lo cual no significa ser más blando ni menos racional. También representa un liderazgo progresista, y difícilmente sean tiempos para respuestas conservadoras. Va a haber que adentrarse en ámbitos que no hemos explorado hasta ahora, y lo propio del progresismo es estar dispuesto a salir de la zona de lo que ya te funcionó.
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