Se especializó en temas tributarios y fiscales, luego en sistemas de seguridad social y en mercados laborales, en una lista que podría continuar pero que Biehl ayuda a resumir: el desarrollo de las instituciones y sus efectos en la sociedad. Ese es su tema.
A eso, exactamente, apunta el libro que publicó hace un año junto al economista Germán Vera: Contra la libertad. Por qué la ilusión de elegir dañó nuestra convivencia (Ariel). Se trata de una profunda crítica a las políticas sociales de los últimos 40 años, aunque no formulada desde la izquierda. Biehl y Vera, ambos doctorados en Oxford, diagnostican un exceso de liberalismo, antes que de mercado. En 2021 integraron el equipo económico de Mario Desbordes, experiencia que el sociólogo comenta así: “Sabíamos que no tenía chances de ganar, pero metimos algunas ideas interesantes, como hacer participar a los sindicatos en las decisiones de las empresas”. Se hace difícil poner las etiquetas.
Para alguien que se dedica a pensar la legitimidad institucional, este extraño proceso constituyente, mucho más proclive a agotarnos que a unirnos, debe ser motivo de algunas reflexiones.
Sí, es muy interesante lo que está pasando. Porque persiste esa ilusión –bien compartida en América Latina– de que la Constitución es una manera de ahorrarse problemas, ¡pese a que los está generando! Insistimos en creer que, si algo está escrito en alguna parte, ya, listo: nos vamos a dejar de lesear, vamos a sacar estos temas de la discusión política y nos podemos poner a trabajar. Y claro, eso nunca pasa. Los problemas sociales requieren una negociación constante, con acuerdos que puedan ir cambiando. Por eso una Constitución, mientras más amplia la hagas, más vulnerable va a ser al paso del tiempo. Ahora, esta ilusión acompaña a nuestro sistema político desde antes. Las reformas económicas de los 80, con otras herramientas, también pretendieron ahorrarnos la negociación de ciertas cuestiones. “Estos problemas son demasiado importantes para que estén ahí molestando todo el día”, esa es un poco la idea. “El país no puede funcionar si vive discutiendo sobre estas cosas”.
¿A qué atribuyes esa incomodidad? ¿Qué es lo que no se quiere negociar?
Yo creo que hay una tensión no resuelta, tanto en la izquierda como en la derecha, entre dos maneras de concebir el bienestar, aquello que es bueno para las personas. Por un lado, hay una tradición para la cual los bienes sociales e individuales se tienen que decidir y construir colectivamente. Esto lo encarnó sobre todo la socialdemocracia, pero también ciertas versiones del conservadurismo europeo y del viejo liberalismo, como el New Deal estadounidense. Es una tradición muy conservadora en cierto sentido, porque le pone fines a la política: el Estado sabe qué es bueno objetivamente para las personas. Pero hay otra tradición que dice: “No, nosotros no podemos definir eso, porque las personas son libres. Por lo tanto, el bienestar consiste en ofrecer medios para que cada cual decida sobre los fines que quiera”. O sea, de la necesidad pasamos al ámbito de la preferencia. Aquí entra obviamente toda la historia del neoliberalismo, pero hoy esta tensión atraviesa a la izquierda y a la derecha en Chile. Fue evidente en la pandemia, cuando había que decidir qué le damos a la gente, si cajas de alimentos o ingresos de emergencia. Las cajas de alimentos respondían a una visión más paternalista: yo decido por usted.
Yo sé lo que a usted le falta.
Exacto. Pero en una sociedad tan compleja, donde hay tantas preferencias posibles, ¿quién define qué alimentos tienen que ir en esa caja? Hay diabéticos, celiacos, intolerantes a la lactosa. Y la otra opción era “yo le doy plata y usted decide cómo la gasta”, pero altiro surge la idea de que van a gastársela en teles o en zapatillas. Ahora, ¿por qué se prefiere que esta tensión quede resuelta en la Constitución? Porque no se quiere asumir, creo yo, que en realidad nunca se va a resolver. Porque tiene la estructura de la tragedia: tú tienes que optar entre dos cosas que son buenas, pero que se contraponen. Y es imposible elegir una sin que te estallen los problemas de no tomar la otra. Si maximizas la libertad, siempre va a haber un residuo social que exige bienes colectivamente decididos. Si defines necesidades compartidas, vas a limitar la libertad subjetiva de cada cual. Pero en Chile estas opciones se promocionan como si no tuvieran costos. En el fondo, confiamos mucho en esquemas mentales que nos dicen que podemos ahorrarnos la negociación cotidiana de estos problemas.
¿Cuáles podrían ser esos esquemas?
Simplificando un poco, podríamos decir hay dos liberalismos con su propia ilusión: uno más económico, que quiere zanjar el tema por la vía de los incentivos, y otro más político que lo intenta por la vía de generar derechos y fijarlos en un cuerpo legal. Ojo, no digo que esas herramientas sean malas. Pero no resuelven el problema que se aspira a resolver con ellas. Estas discusiones vamos a tener que tenerlas siempre. Y las soluciones que encontremos, renegociarlas siempre.
Vamos a la tesis que plantean en el libro: “La ilusión de elegir dañó nuestra convivencia”. ¿Por qué la dañó?
Bueno, ahí entramos a otro ámbito de la tragedia. El problema de fondo es que nuestra seguridad social, al operar con incentivos, obliga a que la persona se haga responsable por lo que decidió. Es decir, pretende ser un contrato. Pero, de partida, no es verdad que el sistema ofrezca sólo los medios para que cada uno elija. Al final, alguien te hizo elegir de cierta manera, porque tú no eres experto. Hay cuadros técnicos que te dicen “este es el mejor mix de incentivos para ti, porque es más productivo”. Entonces, sí hay una determinación sobre el fin que hay detrás de tu elección.
“Paternalismo libertario”, le llaman en el libro.
Sí, citando a Cass Sunstein, que defiende la idea de un empujón que te obligue a elegir bien. El problema es que si tú tomas todas las decisiones adecuadas –te educaste, ahorraste en una AFP, tomaste el plan de salud que el experto te indicó– y al final te fue mal, no tienes a quién echarle la culpa. El experto te dice “no, poh, usted eligió”. “Sí, pero yo elegí según lo que usted me dijo”. “Bueno, pero las condiciones cambiaron y yo no tenía cómo saber que iban a cambiar”. ¿Cómo esa persona va a sentirse responsable y legitimar los resultados de sus decisiones? Además, el contractualismo es muy estático al pensar las decisiones, no tiene en cuenta que las circunstancias de una historia de vida cambian. Te obliga a una proyección de largo plazo que no asume, por ejemplo, la movilidad que existe hoy entre clases bajas y medias. O que asume, en muchos casos, una formalidad laboral que en Chile realmente no existe.
La bencina del Mercedes Benz, en términos de José Piñera.
Claro, pero la respuesta es “usted no le echó bencina”, era tu responsabilidad. Y si te dicen eso, obviamente tú tampoco puedes sentirte responsable por otra persona. ¿Por qué voy a pagar con mis impuestos el derecho de otros, si ya tengo que maximizar mis ingresos para hacerme responsable de las decisiones que he tomado?
En el ensayo plantean que el relato de los incentivos, así planteado, privó a la política pública de legitimidad para obligar. Un problema sensible, si lo enmarcamos en una crisis general de la autoridad.
El problema es que tú puedes consagrar la libertad en todos estos aspectos, pero el aterrizaje en la política pública siempre va a poner límites, va a poner coacción. Y esas coacciones tienen que ser entendidas como parte de un proceso político. Si no, no van a generar legitimidad. Más bien, se puede interpretar la libertad como “yo no le debo nada a nadie”. ¡Y no se trataba de eso! La idea es que tú aceptes ciertas decisiones vinculantes porque forman parte de tu ciudadanía. Es decir, porque eres parte de un colectivo que llegó a ese acuerdo, sea o no el que tú querías. Pero cuando te ponen a elegir entre incentivos que están fuera de esa negociación, como resguardados en un ámbito de técnicos y expertos, es imposible construir responsabilidad colectiva. Lo mismo si te ofrecen un conjunto de derechos de los cuales el Estado se va a hacer cargo.
¿Por qué?
Porque esa tradición socialdemócrata no calza muy bien con nuestra realidad. Aquí no hay confianza en el Estado como articulador de estos bienes sociales. Cuando tú dices “el Estado se va a encargar”, la gente desconfía, aunque también desconfíe del mercado. De hecho, el Estado hizo hecho mucho durante la pandemia en transferencias de recursos, o ahora con las pensiones universales, pero la confianza en él no sube. Y por otro lado, hay una baja disposición a reconocer que la redistribución mediada por el Estado es construida por todos. Muchas veces la política social se experimenta más como un regalo que llega de alguna parte, sin una conciencia de los sacrificios que eso implica. Y si la gente además cree que la plata de sus impuestos se la van a robar o la van a malgastar, proponerle que se haga cargo de otros por esa vía se vuelve un poco inútil. Por eso el problema de la legitimidad es tan grande.
¿El eslogan “Con mi plata no” sería un síntoma de eso?
Sí, pero es bien importante no leer ese fenómeno como pura adhesión al mercado. De repente nos embarcamos en debates liberales tan lejanos a nuestra realidad como cuando en el siglo XIX se discutía qué modelo educativo era mejor, si el prusiano o el francés u otro. Nuestro Estado y mercado no tienen la historia de sus equivalentes europeos, se han formado de otra manera. Y un factor muy importante en nuestra vida social es el aprecio por redes de convivencia muy cercanas, a la vez que una cierta desconfianza en el extraño. Uno confía en los más cercanos, incluso al conformar grupos de poder político. La adhesión que genera “Con mi plata no” obedece a ese aprecio por un orden más doméstico. Y eso vuelve aún más difícil generar, institucionalmente, obligaciones recíprocas con personas que están fuera de tu circuito. Tenemos que buscar nuestra manera de hacerlo, no va a funcionar algo acá porque funcionó en Europa.
¿Crees que para generar esa legitimidad institucional, esa noción de responsabilidades compartidas, necesitamos apelar a esa unidad común que es la nación?
No sé, porque un sentimiento nacional fuerte puede coexistir con instituciones desastrosas, algo que es frecuente en América Latina. La gente está muy orgullosa de ser chilena, se moviliza para la Teletón o los desastres naturales apelando a que el chileno es solidario. Pero es una solidaridad de circunstancias, más emotiva, que corre por debajo de las instituciones y hasta choca con ellas. Yo estoy dispuesto a donarle a esta gente que perdió la casa en un incendio, pero no a través de impuestos que administra el Estado para asegurar el techo a determinados grupos. No nos sentimos chilenos por la seguridad social que tenemos, ¿no? Pero esa unidad tampoco la puedes decretar constitucionalmente. ¿A qué apelas al final? Lamentablemente no tengo una respuesta y creo que las fuerzas políticas tampoco la tienen. De alguna manera, como la izquierda piensa hoy en derechos y la derecha en incentivos, ninguna piensa mucho en cómo construir obligaciones recíprocas.
Conforme crece el hastío con el proceso constituyente, se ha vuelto a decir que la respuesta al estallido debió ser un pacto social. ¿Dirías que la fórmula “Una que nos una”, para atacar el verdadero problema, debió aludir a la seguridad social?
Es difícil contestar eso, pero sí podemos decir que las instituciones de seguridad social son las únicas donde tú experimentas realmente la igualdad, es decir, la pertenencia a una ciudadanía común. Pero si tienes sistemas muy estratificados, es más difícil experimentar eso, ¿no? En los 80 te decían “esto se va a legitimar por sus resultados, el mercado da tanto rédito que la gente va a estar feliz”. Pero no es sólo una cuestión abstracta de costo y beneficio. Hay mucha inutilidad entremedio, muchas cosas que no se pueden medir o que parecen un despilfarro de recursos, pero que generan cohesión social y sentimientos de sacrificios compartidos. En los Estados de bienestar, las obligaciones que había detrás eran muy visibles, pero tú tenías razones para valorar que fuera así.
Los partidarios del modelo actual dicen que esas razones también existen hoy, pero nunca se destacan: las prestaciones llegan a mucha más gente y además empujaron el crecimiento económico.
Eso es muy cierto. Pero la socialdemocracia logró lo mismo en ciertos países. Que el Estado se hiciera cargo universalmente de la pensión, la salud y la educación fue un gran mecanismo para abaratar el costo laboral de las empresas. Antes había paternalismo industrial: la empresa, para mantener la lealtad de sus trabajadores, les proveía vivienda, salud, seguros, lo que fuera. Eso se rompió en los años 20 o 30 en los países escandinavos. ¿Por qué? Porque son países chicos y necesitaban exportar. Entonces, abaratemos el costo laboral y que el Estado haga todo ese paternalismo con impuestos a las personas. Eso fue muy productivo para la economía, pero funcionó porque codificó una pertenencia común a través de la seguridad social. En otros países, como Inglaterra o Francia, el sistema de bienestar estuvo muy vinculado a la experiencia de la guerra. O sea, sacrificio colectivo completo: total igualdad frente a la bomba que te está cayendo. Ahora, esta construcción de bienestar también tuvo caras oscuras. Estuvo muy atravesada por la ciencia social de la época, que era eugenésica y ponía mucho énfasis en la raza y la etnia. Los escandinavos regularon muy coercitivamente a poblaciones que se consideraban medio indeseables.
¿Como cuáles?
Como las personas con trastornos mentales, los locos. A esa gente la esterilizan, hay historias bien duras ahí. Incluso la entrada masiva de la mujer al mercado laboral, tú la puedes pensar desde la emancipación liberal, pero también fue una manera de prevenir la inmigración. Los suecos no querían llenarse de turcos como los alemanes, ¿no? O sea, proteger la cohesión social tiene de lo uno y de lo otro. Y también hay sociedades, como Estados Unidos, donde uno trata más bien de escapar de la seguridad social, porque tiene un estigma recibir ayuda. Y no por eso dejan de ser patrioteros.
Ser gringo es podérsela, pero eso también funciona mientras se tenga una economía como la de ellos.
Y eso está generando un problema que, en mi opinión, es otra dimensión clave de esta crisis de la responsabilidad: la mentalidad de suma cero. Es decir, esta creencia de que, para que a alguien le vaya bien, a otro le tiene que ir mal. Ahora salió un estudio en Harvard que muestra que eso está pasando en muchas sociedades occidentales, también en Estados Unidos. ¿Por qué? Porque al frenarse el crecimiento económico, el bienestar disponible vuelve a aparecer como limitado. Entonces la idea del mérito pierde fuerza, se percibe que alguien sólo puede enriquecerse a costa del resto. Incluso se piensa así la relación entre países.
¿Cómo?
En los estudios le preguntan a la gente: “Cuando un país comercia con otro, ¿uno gana y el otro pierde?”. Antes, en los países que se sumaron felices a la globalización, casi todo el mundo te decía: “No, poh, a todos les va bien, si hay comercio”. Pero esa percepción ha caído muchísimo. Y las nuevas condiciones geopolíticas –menos abundancia, más proteccionismo, guerras globales– evidentemente van a hacer que despertemos del sueño ligero que fueron estos 30 años de bonanza. La investigación también muestra que la mentalidad de suma cero está asociada a mayores tasas de desconfianza en personas extrañas, a ciertos niveles de conflictividad.
La derecha, cuando ocurrió el estallido, sintió que había pasado por alto los costos sociales del economicismo. Pero con los años esa reflexión cedió paso a otra: en realidad lo que pasó fue que dejamos de crecer. ¿Lo que acabas de decir le da razón a ese cambio de perspectiva?
Uno podría encuadrar esto en la famosa frase de Barros Luco: hay dos clases de problemas, los que se arreglan solos y los que no tienen solución. Durante la transición hubo una apuesta por la primera alternativa: el crecimiento económico nos iba a resolver por sí solo una serie de problemas sociales. Esto se enmarcaba en una discusión global, muy de Tercera Vía, que creía basarse en una evidencia causal: los países que más habían crecido tenían altas tasas de confianza social. Ahí se empezó a decir: “Ya, con crecimiento va a surgir una clase media fuerte que va a fiscalizar la política y va a generar una ideología del mérito social. Y vamos a poder invertir en educación para que en un tiempo seamos iguales, pero mientras tanto, el crecimiento y el mérito van a legitimar la estructura de desigualdades y esa confianza va a reducir los conflictos sociales”. Pero parece que la causalidad era al revés, porque el crecimiento no trajo más confianza social en los países donde no la había antes. Con esa evidencia a la mano, yo no volvería a hacer la misma apuesta.
Dado lo que venimos conversando, ¿cuáles serían tus sugerencias para que las reformas de pensiones y de salud sean socialmente productivas?
Podría decir dos o tres cosas. Primero, no podemos ignorar que hoy las personas aprecian mucho las opciones que les ofrece el mercado y el hecho de sentirse empoderadas sobre las decisiones que toman. O sea que, para algunas cosas, sí estamos jugando en un terreno de preferencias más que de necesidades. Segundo, es clave que estas instituciones dejen de pensar que las vicisitudes que enfrenta alguien son iguales a lo largo de su vida. Si te dio una enfermedad que no estaba cubierta, o tuviste que salir del mercado laboral por enfermedad o crianza de niños, hay que poner algún mínimo, tal vez un seguro, para que esas contingencias no te condenen a la ruina futura. Y tercero, deberíamos pensar muy en serio cómo vamos a amarrar el nuevo sistema a un sentido de pertenencia, de obligación recíproca que todos asumimos porque compartimos algo, formamos parte de algo. De manera que para ti sea razonable contribuir con recursos para beneficios que a lo mejor no vas a recibir, o no en este momento, tal vez en otro.
¿Consideras un problema, en ese sentido, que la oposición invoque la libertad de elección como línea roja para negociar esas reformas?
Es interesante ese tema, déjame pensar cómo lo digo… Creo que hay una suerte de infantilización en la discusión política. Pero no porque sea un circo o una fuente de memes. Lo infantil es la aspiración de zanjar temas de largo plazo en función de situaciones pasajeras. Un ejemplo muy claro han sido las reacciones a los resultados electorales. “Ah, mira, la gente quiere cambios muy radicales por la vía de una Constitución”. Un año después: “Ya, se acabaron los problemas, en verdad la gente quería volver a lo de antes, pero la mayoría silenciosa no lo decía”.
Del “Chile despertó” al estallido como un mal sueño.
Como una pesadilla, así es. Y esa jactancia te lleva a tomar decisiones que el destino –volvemos a la tragedia– termina por devolverte bajo la forma de la némesis. La última elección fue la némesis del proceso anterior y probablemente va a haber una némesis para la jactancia del actual. Y yo pondría esta apelación excesiva a la libertad en el marco de esa comprensión medio infantil de la vida política. Porque las necesidades compartidas siguen ahí, van a volver a aparecer. Pero además, parece no comprenderse algo que John Gray viene advirtiendo en sus libros, sobre todo en el último: la obsesión por la libertad siempre termina llevando a un control social extremo.
¿Por qué?
Porque cuando las cosas no funcionan pese a toda la libertad que estás entregando, la reacción instintiva es decir: ah, entonces hay ciertos males sociales, cierta estructura de injusticias, que impide a la persona ser realmente libre y expresar su individualidad. Y entonces hay que purificar ciertas cosas, ciertas intenciones. O purificar el lenguaje, meterse en la cabeza de la persona para que piense bien y se exprese de una manera que no dañe u ofenda a otro. Entonces, libertad, pero a la vuelta de la esquina, límites para esa libertad, porque hay que respetar ciertos consensos nacionales, ciertas identidades, hay que respetar no sé qué y garantizar como derechos esas cosas. Creo que ese es el riesgo de irnos convirtiendo en un país obsesionado con maximizar la libertad. Podemos terminar diseñando una sociedad muy controlada desde arriba.