Aníbal Pérez, historiador: “Los alcaldes se han acostumbrado a ser patrones de fundo”
Académico de la UPLA, el autor de Clientelismo en Chile aborda el modo en que el rol alcaldicio ha modelado la política de los últimos años, así como el peso que la política nacional tiene aún en los municipios. Los casos de corrupción municipal y los reacomodos de cara a las elecciones de octubre próximo fueron también parte de la conversación con La Tercera.
Para el historiador Aníbal Pérez Contreras (38), profesor del Departamento de Género, Política y Cultura de la U. de Playa Ancha, los 200 y más años de historia republicana “en parte se explican por la demanda de autonomía de las subdivisiones administrativas, lo que tiene que ver con la construcción histórica centralista del Estado, de corte más bien autoritario en ciertos ciclos”. Y esa demanda, expresada en hitos como la Ley de Comuna Autónoma (1891), “siempre estuvo presente: hay una antigua queja contra el centralismo de nuestra estructura política”.
De ahí que los municipios pesen lo que pesan y que tengan las singularidades que tienen. Pérez lo dejó de manifiesto en su libro Clientelismo en Chile. Historia presente de una costumbre política (1992-2012). Tres años más tarde, no ha soltado la hebra de las costumbres formales e informales de la política. Y en conversación con La Tercera las pone en perspectiva histórica, tal como lo hace con el rol alcaldicio, con las prácticas municipales opacas y con los “populismos territoriales”, en virtud de los cuales “los alcaldes mueven su maquinaria para contener toda intromisión de candidatos que vengan designados por los partidos desde Santiago”.
La figura del alcalde como el solucionador de problemas, la persona “en terreno”, ¿cómo ha modelado la política local y nacional?
El alcalde como solucionador de problemas siempre ha estado. Lo relativamente nuevo es la cantidad de atribuciones que le entregó la dictadura y que potenció su capacidad clientelar, de mediaciones personalizadas, de favores. Y esto se entronca en la actualidad con dos cosas. Primero, vivimos en un proceso de aceleración del tiempo con las redes sociales, la tecnología, la información, etc., y eso significa que es al alcalde a quien más se exige tener las soluciones concretas más rápidas, porque para la gente el Estado está muy lejos. El alcalde es la persona que veo todos los días, y sé que si voy a la municipalidad y lo espero, me va a terminar atendiendo o me va a mandar un asesor. Es el rostro humano del Estado. Esta temporalidad acelerada potencia su figura política, y los alcaldes, como todos los políticos, necesitan reelegirse. Entonces, es una tentación muy grande estar siempre solucionándoles los problemas a todos.
Lo segundo es invertir la forma de análisis, bajar la vista y observar a los mediadores políticos y a las clientelas electorales: cómo son ellos quienes acuden al solucionador de problemas y presionan para solucionarlos y al mismo tiempo negocian su apoyo. Ha sido muy clásica una lectura vertical en que está el cacique que usa a la pobre gente ignorante que vende su voto. Pero es una mirada muy elitista: los estudios recientes en Chile y Latinoamérica demuestran que no es así; que ahí funciona una economía moral en que la gente articula sus demandas, soluciona sus problemas y negocia su apoyo. Hay elementos racionales, por cierto. Hay cálculo. Pero también hay amistad, hay afecto y, nuevamente, está la cara del solucionador de problemas.
¿Cómo afecta esto la política?
Los alcaldes están hoy mejor evaluados que las otras áreas de las burocracias políticas: revientan las redes sociales con todo lo que hacen, se visibilizan mucho más, y eso ayuda a que la gente vea que puede haber soluciones articulándose con él. Y lo último, a más largo plazo: el alcalde y los concejales humanizan la idea del Estado. Si preguntas en Valparaíso por el emblemático alcalde [Hernán] Pinto, un cacique territorial clásico, mucha gente te va a decir que fue él quien le puso caseta sanitaria, quien le trajo agua potable, quien puso la escalera, etc. O sea, no es el Estado, es la persona, o bien “el Estado soy yo”. El alcalde humaniza la utopía de modernidad del Estado.
Si tras el estallido los alcaldes se confirmaron mucho más populares que los demás políticos, hasta hoy parecía no ser tema que hubiera tanta opacidad en varios municipios, tan pocos controles internos, además de lo que se hace y no se dice. ¿Qué problemas se plantean?
Los casos de corrupción, que están bajo investigación, develan nuestra cultura política. Nos muestran que, para comprender cómo funciona la democracia, no basta con centrarse en los discursos o solo ver las buenas intenciones. Hay que bajar el lente del análisis y ver cómo se hacen las cosas a contraluz.
Ahora, no soy cientista político y no tengo recetas para mejorar nuestra democracia, pero soy un convencido de que los mecanismos de control, las oposiciones, son absolutamente necesarios para la democracia. Y mientras más mecanismos de control tengamos, mejor, porque esto evita que un grupo controle mucho poder. Permite que el poder se regule. Hoy existen mecanismos de control en las municipalidades, pero son insuficientes. No hay la burocracia municipal con la densidad, con los contratos, con el personal suficiente para estar controlando todas las decisiones, todas las compras. Los recursos de las municipalidades, salvo cuatro o cinco, siempre son escasos. Si en algún momento se discute una nueva reforma de rentas municipales, podría hacerse una indicación para que un porcentaje de esos recursos vaya al fortalecimiento de las contralorías internas, de las contralorías regionales, de mayores controles. Y me parece que es un consenso transversal.
Lo otro es, nuevamente, el peso de la costumbre: los alcaldes han estado acostumbrados, durante 30, 40 años a ser patrones de fundo. Piensa cuánto poder tenían los alcaldes en los 90, cuánto personal tenía que nombrar un alcalde. En ese sentido, es mucho más tentador traspasar el límite de la corrupción. Y, por último, están las licitaciones: todas las empresas que trabajan para el municipio y que se desarrollan ahí. Son miles de millones de pesos en juego. Ahora, imagínate que ganas un municipio y que tienes mayoría en el concejo municipal. Los mecanismos de control disminuyen brutalmente.
Parece instalada la idea de que la corrupción municipal se da a todo lo ancho del espectro político...
Si tienes un alcalde con mayoría en el concejo municipal, hay un potencial peligro, lo que es una paradoja, porque en términos democráticos debería estar muy bien que un alcalde logre esa mayoría, porque eso le va a permitir llevar adelante su gestión sin problema y lograr las transformaciones planteadas en su programa. Pero aquí ocurre que, si hay esa mayoría, inmediatamente los mecanismos de contrapeso desaparecen. Y entonces tenemos este peligro latente de corrupción.
Ahora, hay una zona bien porosa entre lo político y moralmente incorrecto, y la corrupción. Por ejemplo, el clientelismo no es corrupción: son vínculos personalizados, formas de establecer relaciones de reciprocidad para la resolución de problemas, y al mismo tiempo, de construir capital social para la movilización electoral. ¿Cuándo hay corrupción municipal? Cuando se contraviene la ley.
¿Pueden hoy los alcaldes refrendar su carácter “apolítico”, como lo hacían tras la fundación de la Asociación Chilena de Municipalidades (1993), y salir airosos?
El primer factor es la crisis de legitimidad de los partidos. Se da mucho en el ámbito local que la gente vota por la persona más que por el partido. Hoy tienes un debilitamiento de los partidos y un fortalecimiento de los liderazgos carismáticos: estructura versus personalismo, siendo esquemáticos. En segundo lugar, es cierto que los partidos han sido históricamente fuertes, más fuertes que en otros países de Latinoamérica. Y siguen siendo fuertes, pero quizás menos de lo que eran en los 90. O sea, el alcalde que logró ser candidato presidencial en los 90 fue Lavín; a Ravinet lo bajaron rápidamente. Está siempre esta idea del cursus honorum, el escalafón romano: hay que ser concejal, alcalde, diputado, senador, Presidente de la República. Históricamente, el alcalde estaba para construir la máquina ahí abajo, y ser senador de la República es otra cosa. Hoy eso no es tan así.
Si los alcaldes aparecen normalmente entre las figuras mejor evaluadas, ¿por qué ninguno ha llegado a La Moneda?
Porque el sistema de partidos sigue teniendo, en última instancia, el control del proceso. Los partidos siguen siendo relevantes, incluso cuando su evaluación en las encuestas es de las más bajas de la historia. Siguen teniendo el monopolio de inscripción de los candidatos, así que los caciques están dentro de los partidos: no pueden llegar y rebelarse contra ellos. ¿Y dónde se toman las decisiones? En Santiago, donde están los dirigentes más importantes. Los alcaldes controlan muy bien los territorios, pero siempre a mediano alcance.
Lo que hay en Chile, en el fondo, es un sistema híbrido: no el sistema clásico de partidos duros, pero tampoco el mexicano o argentino de la época dorada del populismo latinoamericano, donde los partidos están absolutamente sobrepasados. En este sistema los partidos siguen teniendo un control importante, pero siempre enfrentan embestidas de estos caciques territoriales. Y no se ha dado la situación para que un cacique territorial pegue ese salto nacional: para eso necesitaría una estructura que sobrepase el sistema de partidos, y hasta ahora no hemos tenido esa característica. De hecho, en el momento más duro del sistema de partidos, que era precisamente el momento para que emergiera un liderazgo populista, eso no fraguó. En ese sentido, el electorado chileno sigue siendo tradicional.
Si la alcaldización de la política benefició a los caciques locales, ¿en qué pie está hoy el caciquismo municipal, considerando el tope impuesto a las reelecciones?
Los historiadores somos malos para las predicciones, pero basta ver algunos ejemplos. En México, cuando se establecieron esos límites, inmediatamente se produjo el fenómeno del “Chapulín”, o de los saltamontes, que iban saltando de un cargo a otro. Lo que va a ocurrir acá es que, cuando no pueda tener más reelecciones como alcalde, el político va a buscar otro cargo donde seguir creciendo: gobernador, diputado, senador. Las figuras políticas tienen que reinventarse constantemente, y lo que eso va a hacer, probablemente, es que se requiera de renovaciones de los lotes, de los grupos, y por lo tanto va a generar un sistema de mediadores en competencia. En el fondo, se va a fragmentar más el sistema, y eso también es un riesgo.
¿Cómo se inscribe acá el caso de Las Condes?
El caso de Las Condes demuestra que en los momentos decisivos y en municipios altamente emblemáticos, los partidos sí tienen atribuciones y logran poner límites. Sobre todo con Marcela Cubillos, que es parte del ADN de la derecha, fruto de la derecha clásica posdictatorial. En ese contexto, cuando hay caciques que empiezan a generar conflicto en una coalición, aún queda la fortaleza del sistema y los partidos pueden intervenir. Si Jorge Sharp muestra un extremo del sistema, en términos de sobrepasar las estructuras partidarias en una lógica de populismos territoriales, la posición de Cubillos va a terminar representando la fortaleza del sistema. ¿Cuál será su desafío? Ver si puede constituirse como cacique territorial. Por de pronto, ya tiene el apoyo de los partidos.
¿Cómo ve la situación en Santiago, donde la reelección de Irací Hassler parece menos cuesta arriba que hace un tiempo?
Lo que hace Hassler, al conseguir el apoyo de todo el oficialismo más la DC, es consolidar su posición. Tiene detrás suyo al bloque histórico reformista, y eso es determinante para las elecciones, porque permite a los estrategas de su campaña concentrarse en ganar, más que en las rencillas internas. Pero lo difícil para cualquier político que gana con el apoyo de una alianza amplia es la regla del cuoteo, porque se deben repartir los cargos según el peso político de cada actor. Hoy, la candidatura de Hassler está consolidada, pero si gana, lo difícil va a venir después, en el cogobierno.
Ahora, en sentido contrario de los mitos sobre un PC compacto, Hassler encarna un liderazgo muy distinto al de Jadue: femenino, comunicacionalmente menos frontal, más de consenso, como ha demostrado en su gestión de la delincuencia. Y es un liderazgo más flexible: sabe ser de consenso cuando lo necesita, y luego pasar a una fase más ofensiva, mientras el estilo comunicacional de Jadue tiene un molde ya creado. Hassler representa otra cara del PC, evidenciando que es un partido complejo.
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