Anna Donise, filósofa: “La palabra empatía nos sigue sirviendo, pero tenemos que entender mejor su significado”

Anna Donise
La académica italiana es profesora de Filosofía Moral y Teoría Ética en la Universidad de Nápoles, Federico II.

La empatía es menos una capacidad que nos define como seres morales que una especie de zoom capaz de acercarnos a los demás, piensa la académica italiana, autora de Crítica de la razón empática, libro que propone una visión estratificada de esa habilidad humana que les es útil a los seres bienintencionados y también a los más crueles.


En 2006, las palabras del senador por Illinois Barack Obama no pararon las prensas ni tuvieron por qué. Con los años y con la fama planetaria de quien las profirió, sin embargo, adquirieron otro tenor. Un discurso del futuro Presidente subrayaba entonces la importancia de “ver el mundo a través de los ojos de quienes son diferentes a nosotros: el niño con hambre, el trabajador del acero que ha sido despedido, la familia que perdió toda la vida construida juntos cuando la tormenta llegó a la ciudad. Cuando piensas así -cuando decides ampliar tu ámbito de preocupación y empatizar con la situación de los demás, sean amigos cercanos o desconocidos lejanos- se hace más difícil no actuar, no ayudar”.

Empatía era la palabra, y lo ha seguido siendo. Ha habido quienes afirman, como el primatólogo Frans de Waal, que el mundo, o buena parte de él, transitó de la Era de la Razón a la Era de la Empatía, mientras el “mal” puede entenderse como una “erosión empática” para el sicólogo Simon Baron-Cohen, autor de un modelo para medir el “coeficiente empático”, suerte de coeficiente ético personal. En tanto, Karla McLaren la considera la habilidad esencial de la vida en su libro The Art of Empathy (2013).

El término se ha impuesto en lenguaje de los medios, en la política, en distintas capas de la experiencia individual y social, normalmente como la necesaria y deseable capacidad de ponerse “en los zapatos del otro”. Y localmente su uso ha sido transversal, sea para defender posturas o atacar otras, o bien para pedirles a los jóvenes que se vacunen: he ahí el origen del Movimiento Empatía, creado para apoyar la batalla contra el coronavirus entre los estudiantes y demás miembros de la U. de Chile. Su lema: “Empatía es vida”.

No todo el mundo concuerda, eso sí. El sicólogo Paul Bloom, autor de Contra la empatía. Argumentos para una compasión racional (2018), piensa que la empatía “tiene sus méritos”, que puede ser una fuente de placer en las artes o el deporte, así como un aspecto valioso de las relaciones íntimas. Que puede, incluso, “impulsarnos a hacer el bien”, pero que es “una pobre guía moral”. ¿Y cómo lo ve Anna Donise? Como un entramado complejo al que ha dedicado varios años de investigación y que dieron lugar a un libro aún no traducido al castellano: Critica della ragione empatica (2020), que se presenta como una “antropología del altruismo y de la crueldad”.

“La empatía nos permite mirar de cerca la realidad y comprender sus características. Es una forma de conocer el mundo”, dice a La Tercera esta profesora de Filosofía Moral y de Teoría Ética en la U. de Nápoles Federico II. “Gracias a la empatía tenemos conocimiento de los demás, de su estado de ánimo. En mi libro propongo una versión estratificada de este conocimiento: en los primeros niveles, siento inmediatamente el miedo o la alegría del otro, pero en un nivel superior, en el que también interviene la imaginación, puedo ponerme en su lugar y comprender sus esperanzas, sus deseos o sus metas. Ahora, la verdadera cuestión ética sería ¿qué hacemos con este conocimiento empático, complejo y estratificado? ¿Cómo lo usamos? Y ahí es donde entra la razón”.

En último término, si el historiador chileno Pablo Toro nos ha recordado la empatía de los agentes de la DINA (que “sabían dónde le duele al otro”), Donise es de quienes creen que “las personas muy crueles son también bastante empáticas”.

¿En qué sentido la empatía define el espíritu de la época?

La empatía se puso muy “de moda” en los primeros años del nuevo milenio, y así lo demuestran Jeremy Rifkin [La civilización empática, 2010], que habla del “homo empaticus”; Frans de Waal [La edad de la empatía, 2009], cuyo libro se abre diciendo: “La codicia ya fue, es el momento de la empatía”, y el psicólogo Steven Pinker, que en 2011 argumenta que gracias al desarrollo de la empatía ha disminuido el gusto por la crueldad, y por eso estamos viviendo la época más pacífica de nuestra historia.

Ahora, es razonable pensar que un impulso a esta trend empática lo dio la neurociencia con el descubrimiento, a principios de los 90, de las “neuronas espejo”, que muchos han considerado “el órgano de la empatía”. Mi interés proviene más bien de la lectura de Karl Jaspers y del uso que los fenomenólogos han hecho del término einfühlung, considerado como una herramienta cognitiva y no inmediatamente ética.

En el libro dice que quería preguntarse “si tiene sentido utilizar una sola palabra para decir cosas muy diferentes, o si el término einfühlung, y con él el neologismo ‘empatía’, no debería ser repensado o incluso archivado definitivamente”. ¿Qué concluyó?

Llevo unos 10 años trabajando el tema y la conclusión a la que he llegado es que la empatía no debe entenderse como una capacidad que nos define como seres morales, sino como una capacidad que nos permite conocer emocionalmente un aspecto del mundo que nos rodea: el sufrimiento, las alegrías, los miedos; también los contextos en los que actúa el otro, las expectativas que guían sus decisiones. Una especie de zoom (como el de la cámara fotográfica) que nos acerca a los demás. La palabra empatía nos sigue sirviendo, pero tenemos que entender mejor su significado.

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Lo que hoy es ampliamente considerado como empatía, ha dicho usted, es la dimensión ética del término. Sin embargo, agrega, hay en ella una “duplicidad”…

No tengo nada en contra de ese uso del término, es sólo que lo encuentro un poco innecesario: es un llamado genérico a la bondad. Decir “sé empático” es como decir “sé bueno, piensa en los demás”. Está bien como campaña publicitaria, pero tengo la sensación de que no va más allá de un “¡vacúnate, salvarás tu vida y las de los demás!”. Distinto es reconocer los mecanismos de la empatía y saber que en algunos contextos sentir las emociones del otro puede empujarnos a distanciarnos o puede incluso gatillar dinámicas agresivas.

Para seguir en el tema de las vacunas, el caso de la joven que murió de trombosis tras inocularse con AstraZeneca, propuesto de una manera determinada por los medios de comunicación, desencadena fortísimas reacciones de empatía que pueden dificultar un razonamiento equilibrado: la muerte de una persona pasa a ser tan significativa como la de 120.000 personas por el Covid, sólo en Italia. La empatía nos acerca a la vivencia del individuo singular, provocando inevitablemente un sesgo cognitivo que dificulta analizar la situación de forma razonable.

Plantea también que la empatía “no se puede asociar automáticamente ni al bien ni al mal”. ¿Hasta qué punto el bien y el mal son decisivos? ¿Qué tan relevante se ha hecho ver la realidad en términos morales?

Hay autores contemporáneos que establecen una fuerte conexión entre el mal y la falta de empatía. Pero, ¿cree usted que un sádico es incapaz de sentir las emociones de los demás? Al contrario: diría que las siente muy bien y que se complace en el sufrimiento del otro, en particular cuando es él quien lo provoca. Muchas veces, las personas que más nos hacen sufrir son precisamente aquellas que comprenden bien nuestros sentimientos.

En el libro doy un ejemplo tomado de 1984, la novela de George Orwell. La peor violencia que sufre el protagonista, Winston, es la tortura en la habitación 101, donde se personaliza la tortura: es el mayor miedo que tiene cada uno de nosotros y que el torturador -el terrible O’Brien- conoce, porque es capaz de sentir y de entender a su víctima. Este episodio novelesco muestra el lado oscuro de la aspiración humana a la comprensión del otro y de sus intenciones. La distopía de Orwell es una puesta en escena de un mundo en el que el control no se refiere a las acciones y comportamientos, sino a los pensamientos y sentimientos de los demás. Sentir y comprender al otro, interesarse por sus experiencias, no significa necesariamente tener un comportamiento ético con él. Sin embargo, esto no significa que la empatía no juegue un papel en la ética: gracias a nuestra capacidad empática comprendemos las intenciones de los demás, el valor de sus gestos, sus virtudes y sus vicios, amamos u odiamos sus fragilidades, miedos y alegrías.

“Simpatía” es una palabra que entra también al ruedo. ¿Cómo puede ayudar a entender la empatía y sus límites?

Cuando decimos que simpatizamos con alguien, queremos decir que entendemos su punto de vista, que participamos de sus sentimientos y que podemos compadecernos de él y alegrarnos en conjunto, para plantearlo a la manera al fenomenólogo alemán Max Scheler. La empatía, por el contrario, es una capacidad que no implica necesariamente este compartir: sentimos a la otra persona y su estado de ánimo, pero este sentimiento no tiene por qué llevar a la coparticipación. Las emociones del otro, como he dicho, pueden asustarnos, producir reacciones sádicas o un deseo de control.

Por último, la empatía tiene un valor cognitivo fundamental que no tiene la simpatía. Más, bien, la simpatía puede cegarnos al momento de valorar las acciones de los demás porque estamos dispuestos a justificar a las personas con quienes tenemos este vínculo: la simpatía es la base de la ética familiarista o de grupo.

¿Qué tan próximo está su enfoque del de Paul Bloom cuando dice que los problemas sociales e individuales rara vez se deben a la falta de empatía, sino a su exceso?

Paul Bloom considera -con razón- que una ética empática corre el riesgo de ser una ética “familista” en que las decisiones no se toman pensando en que todos estamos al mismo nivel, sino más bien en función de las relaciones que nos unen: relaciones familiares o de amistad, también territoriales. Sin embargo, se equivoca al no reconocer la importancia de la empatía como instrumento cognitivo: sin la empatía no estaríamos en condiciones de entender el sufrimiento de los demás ni su punto de vista sobre las cosas, que puede ser muy diferente al nuestro. Podríamos decir que la empatía nos permite ver cosas que de otro modo no podríamos ver. Insisto en que es una fuente de conocimiento de la que no podemos prescindir, ni siquiera en la ética.

¿En qué sentido propone una aproximación kantiana al tema, partiendo por el título del libro?

Mi libro se titula Crítica de la razón empática porque creo -kantianamente- que no es posible pensar la ética sin dar importancia a la razón, pero al mismo tiempo me parece necesario reconocer la importancia de la esfera emocional en la propia constitución del proceso racional. Si las emociones nos dicen algo sobre el mundo (y, por tanto, tienen un valor cognitivo), entonces un proceso racional incluye también este conocimiento emocional. El reto es precisamente dejar de pensar en términos dicotómicos -por un lado las emociones, como la empatía, y por otro la racionalidad- y reconocer que la razón tiene sus raíces, precisamente, en la dimensión emocional y que no sería posible sin ella.

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