A comienzos de los 2000, Alexis Sánchez, Charles Aránguiz y Eduardo Vargas apenas soñaban con convertirse en estrellas del fútbol. Lo hacían con la camiseta de Cobreloa. En plena adolescencia, la PlayStation era el medio para reflejar esos anhelos, que parecían quiméricos, de ser parte de los principales equipos del mundo. En la casa de los Astorga Tapia, en la villa Kamac Mayu, en Calama, el mismo escenario que recibirá el duelo de la Roja ante Argentina, los tres se peleaban por ser el mejor con el control en las manos. El tocopillano, por ejemplo, se aseguraba con la elección. Optaba por el Manchester United y el Barcelona, dos de los equipos más potentes del videojuego, probablemente sin siquiera sospechar que, años después, cualquier niño en el mundo pudiera optar por ocupar su personaje virtual favorito en las mismas escuadras como garantía de éxito. El puentealtino, en tanto, prefería los equipos italianos, principalmente la Juventus. La elección tampoco era casual: tenía que ver con su forma de concebir el fútbol, menos vistosa y más racional que la de su compañero. Y, naturalmente, con el deseo de llegar alguna vez a vestir la camiseta de la Vecchia Signora. Aunque su trayectoria deportiva ha sido distinta y lo ha llevado por caminos diferentes, aunque igualmente relevantes, el nivel le sobra y tiempo le queda para transformarse en una estrella del equipo turinés.
Fue en esa casa donde todos empezaron a trazar sus futuros. Ahí, en la intimidad, los futuros astros confesaron el deseo común de vestir alguna vez la camiseta de Universidad de Chile, pero también fueron testigos de la felicidad y el nerviosismo con que Sánchez y Aránguiz recibieron la noticia de que habían sido traspasados a Colo Colo. Y es ahí donde aún los consideran parte del núcleo familiar que encabezan Luis y Gladys y donde Rodrigo y Bárbara aún se refieren a ellos como ‘hermanos’. En ese sitio esperan ansiosamente el arribo de la delegación de la Roja a Calama, donde enfrentará a Argentina y preparará el ascenso a La Paz para el duelo ante Bolivia, simplemente con el anhelo de abrazarlos. Fueron ellos quienes los escucharon hablar de metas y objetivos y quienes más de alguna vez les prestaron el hombro para llorar alguna pena. Ahí los vieron amurrarse cada vez que perdían con Cobreloa y la fiesta que armaban si el triunfo había favorecido al equipo loíno. “Si perdían, llegaban, se duchaban y a la pieza hasta el otro día. No hablaban con nadie”, recuerdan.
Vargas era un visitante ocasional, como casi todos los cadetes de Cobreloa de la época. No es casual, pues la condición de dirigente del equipo de minero que ostentaba el jefe de familia era la excusa perfecta para sentir ese hogar como propio. Ahí, por ejemplo, el oriundo de Renca solía fijarse el pelo con gel y ponerse los lentes oscuros que luego luciría quizás como ensayo de una futura condición de jugador top. Pero fue ahí, también, donde escuchó las primeras bromas por el vistoso look. “Le decían el Car’e burro”, recuerda el mayor de los hermanos, quien destaca especialmente su timidez y su especial predilección por vestirse bien. O, al menos, por intentarlo. “Qué iba a hacer, se la tenía que aguantar nomás”, añade.
Aránguiz y Sánchez, en tanto, eran verdaderos dueños de casa. El único trámite que faltaba para que adquirieran la condición en plenitud era, en rigor, registrarlos en la respectiva libreta de familia. Todas las demás regalías las disfrutaban. Ahí, de hecho, no existen el Niño Maravilla ni el Príncipe: siguen siendo ‘el Ale’ y ‘el Charly’. “Con el Ale vivimos cinco años. Cuando se fue a Colo Colo dejamos de vivir juntos. En su momento, pese a que Cobreloa le dio casa, se iba a dormir a la nuestra. Con Charles, fueron seis. Fue una relación más de hermanos. Cuando Charly se fue a El Salvador a préstamo fue la única vez que nos separamos. Y nos costó bastante. Nos extrañábamos. Sabíamos las necesidades de afecto que tenían, porque también eran muy cercanos a sus familias, como se ve ahora. Mi papá fue la figura paterna de varios. Entre ellos, del Ale y del Charly”, recuerda Bárbara, a quien, por sus estudios de Obstetricia, los entonces futuros cracks de la Roja apodaban La Doctora. Un apelativo similar recibía Rodrigo, quien había optado por la carrera de Enfermería. Ambos aprovechaban sus conocimientos académicos para ayudarles a los nóveles futbolistas en sus tareas de educación media. Y siempre les aconsejaban que estudiaran, sobre todo frente a la incertidumbre respecto del futuro, una constante en la carrera de cualquier deportista, incluso de las privilegiadas condiciones que ya lucían ambos.
Huevos y camisetas
En la casa de los Astorga Tapia recuerdan cada detalle de las personalidades de sus parientes no oficiales. Que Sánchez era el revoltoso y Aránguiz era el más ordenado, dos características que incluso reflejan en el campo de juego. “Cuando viene a Calama, Alexis sigue siendo el ‘hinchapelotas’ de siempre. El que se le cuelga en el cuello a mi viejo. Charles era súper querendón con mis padres y lo sigue siendo. Más de alguna vez, se acostaron en la cama matrimonial con ellos, como los hijos que eran”, destaca Rodrigo. También expone que la personalidad de Vargas era un poco más volátil. A todos los une una coincidencia: el respeto absoluto e irrestricto por el hogar y la familia que los cobijaba. Y, también, el cariño genuino, de piel. Ahora, de hecho, el deseo manifiesto es que las restricciones sanitarias que impone el Covid-19, que mantendrán a la Roja bajo el estricto régimen de burbuja sanitaria, no impida al menos un breve reencuentro, tal como se ha producido en cada visita anterior a la ciudad minera.
En el grupo familiar no olvidan, por ejemplo, que en cada cumpleaños familiar los futuros referentes de la Generación Dorada llegaban con regalos y tortas y que la celebración comenzaba, puntualmente, a la medianoche. El rito, aparte de apagar las velas, incluía una costumbre especial. “Nos lanzábamos huevos. Les tocó dar y recibir. Lo disfrutábamos demasiado. Pasaron cinco cumpleaños con nosotros, siempre como familia. Para el día de la mamá, llegaban con rosas. Y para el día del padre, con regalos. Hasta hoy nos mandamos saludos de cumpleaños”, dice Bárbara, emocionada.
Otro significativo obsequio suele llegar cada diciembre, como si se tratara de un presente navideño. Es parte de un acuerdo con Luis, el padre. “Lo único que les pidió fue que le enviaran las camisetas de los equipos en que han jugado”, revela Rodrigo. Cada uno ha cumplido religiosamente con el pacto. Hoy, la colección, que ya se empina por unas 250 piezas que cualquier hincha chileno y del mundo soñaría con tener, ocupa un lugar privilegiado del hogar. Varias de ellas tienen un valor añadido: la firma de quien las ocupó. “Hay camisetas de todos, pero no se venden, no se regalan, ni se prestan. Nada. A lo sumo, se les permite a algunos amigos que las pasen a ver. Casi todas están firmadas”, explica. Hay una curiosidad: el equipo con menos presencia en el pequeño museo es el loíno. “Ese tremendo tesoro es lo que hemos ganado. El día en que Alexis o Charles dejen de ser lo que son, en mi casa estarán sus vidas. Y será mi herencia. No hay cómo pagarlo. La recompensa es que ellos reconozcan que nuestra familia fue el sustento y el apoyo que necesitaban en ese momento de sus vidas. Yo, cuando los veo, vibro. Siento cada uno de sus triunfos como mío. Como nuestros”, dice el retoño, a quien nunca el complicó compartir el cariño parental.
El refrigerador sufría
Lo que pasaba susto por esos días era el refrigerador familiar. Sánchez arrasaba con todo lo que encontraba y, en su condición de regalón de doña Gladys, disfrutaba de todos los permisos y también de consideraciones especiales. “Si algo no le gustaba, se le notaba. Mi mamá siempre le preparaba algo distinto”, explica Rodrigo. Bárbara apunta que el delantero disfrutaba especialmente con un plato: las lentejas. Eso sí, el acompañamiento puede considerarse poco ortodoxo. Además de las cebollas en escabeche, que pueden considerarse un complemento habitual en cualquier mesa familiar chilena, solía consumirlas bebiendo un vaso de leche con plátano, una bebida que nunca podía faltarle. De hecho, en la última visita de la Roja a la ciudad minera, Sánchez llamó a su madre postiza para pedirle que le llevara la preparación al hotel en que estaba concentrado. Obviamente, siempre en la condición de ‘hijo’ preferido, el pedido no tardó en llegarle
“Por esos días, para ellos una pizza era algo especial. Ahora podrían ser dueños de una cadena de pizzerías, pero entonces les brillaban los ojos cuando les preparaban una. Para qué decir con un asado. Alexis era un ‘traga-traga’. Y a Charles le encantaba la carne. Sigue igual”, recuerda Rodrigo respecto de las preferencias, pero sobre todo de los íntimos momentos que vivieron junto a ambos futbolistas.
Luego, la confesión se torna más reflexiva. “A uno se le eriza la piel recordar esos momentos, cómo eran y lo que llegaron a ser. Y sobre todo, darse cuenta de que ni el éxito ni el dinero les ha hecho cambiar la esencia”, agrega. “Jamás he escuchado una mala referencia de Charles o de Alexis. De Eduardo, tampoco. Seguramente, en algo tuvo que ver que encontraran una familia dispuesta siempre a darles una mano y un buen consejo”, luce, orgulloso. La confianza siempre fue absoluta. Si había dinero sobre la mesa, el único cambio que podía esperarse era que se moviera un par de centímetros, en función del orden.
Son esas experiencias las que animan a Bárbara, quien confiesa que su hijo de ocho años no le cree cuando le explica la estrecha relación que ella y familia mantiene con los ídolos de miles de chilenos, a una sentida reflexión. “Para nosotros, no son las superestrellas que ve la gente. Son parte de nuestra familia, nuestros hermanos. Nos queremos mucho”, enfatiza. Y, finalmente, a ensayar una suerte de slogan para referirse al hogar que compartieron durante tanto tiempo y de los efectos que produce para quienes pasan por ahí. Lo suelta con naturalidad y convicción. “El que pisa esta casa, sale como crack”, afirma. Los hechos le conceden la razón.