Las ruinas de La Moneda aún humeaban cuando, 13 días después del golpe, la Comisión Ortúzar comenzó a diseñar una nueva

Constitución. Y un principio ya estaba claro. "Será menester fortalecer el derecho de propiedad, base esencial de las libertades, ya que el control económico es el medio de ejercer el control político", reza el acta.

Desde entonces, se entiende que la propiedad es uno de los derechos más absolutos de nuestra legislación. Por eso es tan interesante que en estos días, en distintos temas (agua, pensiones, pesca…), la sacrosanta propiedad vuelva al centro de la discusión.

Y es que en la práctica esta protección es relativa. Relativa, claro, a la posición de sus beneficiarios en la pirámide social. Ya lo dijo el líder de la comisión, Enrique Ortúzar, en la primera sesión, cuando destacó "la necesidad de afianzar el régimen de propiedad en general y, en forma especial, el de la agricultura, industria y minería".

Como en la sátira de Orwell, algunos son más iguales (más "especiales") que otros.

Los monopolios de pesca de las grandes empresas, por ejemplo, son absolutos. No importa que, violando los principios más básicos del libre mercado, los hayan obtenido sin licitación ni competencia alguna. Tampoco que los adquirieran sobornando a parlamentarios, como en el caso Corpesca. Su propiedad no se toca.

También los derechos de agua fueron regalados por el Estado a ciertos privados, que ahora los transan en cifras cada vez más suculentas. En portales on line, el litro por segundo ya se vende hasta en $ 70 millones, y subiendo. La demanda aumenta y la oferta, gracias a la sobreexplotación y el cambio climático, baja y baja. Este año por primera vez el Estado debió comprar derechos: $ 66 millones para abastecer de agua potable a 5.200 habitantes de Petorca.

Primera escena: el Estado regala el agua. Segunda escena: el agua se acaba. Tercera escena: el Estado (o sea, la plata de todos nosotros) compra lo que había regalado. Negocio redondo se llama la película.

Pero cuando bajamos en la pirámide social, la propiedad se vuelve más relativa.

Cada día, los pequeños agricultores y crianceros de lugares como Putaendo o Cabildo ven cómo la falta de agua se lleva sus escasas posesiones: muere su ganado, desaparecen sus cultivos. Esta semana, reporteando al interior de Petorca, varios de ellos me contaban cómo se han visto forzados a vender o dejar morir sus animales, y emplearse en las grandes agrícolas que acaparan la escasa agua disponible.

Pasan de propietarios a proletarios.

Lo mismo ocurrió con los mapuches, dueños de extensos territorios de los que fueron despojados por el Estado. Después de todo, como decía El Mercurio en 1859, no eran "más que una horda de fieras que es urgente encadenar o destruir en el interés de la humanidad y en bien de la civilización".

Las tierras que se salvaron del despojo fueron reconocidas por títulos de merced. Pero ni siquiera esas migajas de propiedad se respetaron. En 2003, la Comisión Verdad Histórica y Nuevo Trato estableció que el 31,6% de esas tierras se perdieron en las décadas siguientes.

Pensemos ahora en la mayor propiedad de Chile, muy superior al patrimonio de cualquier grupo económico: nuestros fondos previsionales. Por 38 años, el discurso oficial ha sido monolítico: nosotros somos los dueños de esos ahorros. Pero ahora que algunos piden a la justicia acceder a ellos, aparecen los matices. "Los ahorrantes del sistema no son dueños de los dineros acumulados en los fondos, sino sobre cuotas de esos fondos", advierte Rodrigo Pablo Pérez, profesor de Derecho de la Universidad Católica.

No solo es el límite (razonable) a sacar fondos destinados a la jubilación. También es la negación constante a que los chilenos podamos ejercer el poder asociado a ese dinero, fijando normas de conducta mínimas para las empresas de las que somos parcialmente propietarios, y que hoy pueden usar nuestro dinero para coludirse contra sus clientes, abusar de sus trabajadores y contaminar comunidades. La suprema paradoja es que esos clientes, trabajadores y comunidades somos, a través de nuestros fondos, parcialmente dueños de esas empresas (o al menos, ese es el discurso oficial).

Pero esa teórica propiedad económica no nos da control alguno.

Revisemos de nuevo las palabras con que en 1973 la Comisión Ortúzar ponía el derecho de propiedad como su norte: "El control económico es el medio de ejercer el control político", decía.

¿Se entiende ahora por qué ese control es negado? ¿Por qué unos derechos son más "especiales" que otros? ¿Y por qué en la práctica, como en la canción del Puma Rodríguez, el chileno común y corriente termina siendo "dueño de nada"?