Columna de Ascanio Cavallo: Castillo, el payaseo tenebroso
El intento de golpe de Estado del Presidente peruano Pedro Castillo pasará a la historia de las mayores payasadas de América Latina. Parece inverosímil que un político de cualquier latitud intente resolver la embestida de otro poder del Estado sin asegurar el apoyo de sus partidarios, de sus partidos, de los militares, de la policía, de la judicatura, o cualquier otro. Es inverosímil que hasta el plan B del presidente -buscar asilo en alguna embajada- fracase en pleno centro de la ciudad, abandonado incluso por su escolta. Parece una broma.
Para los peruanos, esta será una nueva confirmación, después de muchas otras, de que habían elegido como presidente a una de las personas más incompetentes de su repertorio político. Y por esa razón es probable que Castillo pase rápidamente al olvido, excepto en las sedes judiciales, donde se acumulan causas en su contra.
Castillo fue mucho más lejos de lo que sus resultados indican. Trató de que la OEA resolviera el problema interno mediante la aplicación de su Carta Democrática; buscó el respaldo de otros líderes regionales; trató de ampararse en la Alianza del Pacífico, y hasta quiso echar mano de la fenecida Unasur. Trató de regionalizar su problema y aún no se sabe cuánto apoyo privado recibió en este esfuerzo.
Esto ya es un indicio inquietante. Pero hay también otros elementos en la asonada de Castillo que merecen atención.
El primero es su motivación. Castillo actuó en la hora nona de lo que iba a ser una tercera votación por su destitución en el Congreso. Al margen de la calidad de esta acusación (hay muchos que, sin embargo, consideran que ese elemento no se puede dejar de lado, porque los actos de corrupción de Castillo serían inéditos), ella sería la culminación de una larga lucha entre el Poder Ejecutivo y el Congreso, que ha significado el desfile de seis presidentes en cinco años. Esto tiene cierto parecido, con la exageración necesaria, de lo que pasa en diversas democracias de la región: el Congreso se enfrenta con el presidente y obstaculiza sus principales iniciativas.
En la base de este fenómeno repetido está la fragmentación política. En Perú se han multiplicado los partidos llamados “vientres de alquiler”, que sirven para hospedar a candidatos aventureros y para negociar por fuera de las fronteras ideológicas. Este fue el largo resultado de la dictadura de Fujimori, que demolió a los partidos tradicionales, sin que estos pudieran recomponerse, como si hubiesen quedado tocados por la varita mágica del caudillismo y las disputas de grupúsculos. En otros países es el resultado de fenómenos diferentes.
En Perú, como en el resto de América Latina, los partidos “de alquiler” han florecido con la reducción de las barreras legales, propiciada por una comprensión primitiva del papel de las minorías, una rendición ante las presiones “identitarias” de ciertos grupos de interés y los cálculos autofavorables de los propios reformadores. Como ya supo Arturo Alessandri en los años 20, un Congreso fragmentado es una garantía de inestabilidad, incluso para los que alcanzan el gobierno sobre esas innovaciones en el régimen electoral.
No es todo. En su único y tembloroso discurso de la mañana del miércoles, Castillo anunció dos cosas más: la elaboración de una nueva Constitución y la reorganización del Poder Judicial. Quería tocar dos claves de las instituciones: las reglas del juego y el poder para cautelarlas. Conviene a estas alturas preguntarse por qué cada nuevo grupo que accede al poder se propone cambiar la Constitución, ya no sólo en Perú. La respuesta, en este cuadro, sólo puede ser una sola: para crear los mecanismos que le permitan mantenerse en el poder.
Este es el nudo del populismo moderno. La primera finalidad es ganar el gobierno mediante los mecanismos tradicionales. Luego viene la segunda: alterar esos mecanismos de modo de asegurar nuevos triunfos. Uno de los exponentes excelsos de esta lógica fue Evo Morales, que diseñó una Constitución para su partido, el MAS, y luego quiso rediseñarla para sí mismo. Hubo un momento, por supuesto, en que el pueblo boliviano se dio cuenta y lo expulsó de la Casa Grande del Pueblo, ese artefacto pomposo con que reemplazó al tradicional Palacio Quemado.
Excelso, no único. Un vistazo sencillo a América Latina revela que la Constitución se ha convertido de una obsesión compartida por los proyectos populistas de izquierda y de derecha. Si Castillo hubiese tenido el apoyo de las Fuerzas Armadas en su autogolpe, parece más probable que se hubiese inclinado hacia un proyecto nacional-autoritario (una experiencia que Perú ya conoció con Velasco Alvarado), sólo que más inclinado hacia la derecha que a la izquierda que lo eligió. Las divisiones de su propio partido, Perú Libre, sugieren eso. También lo sugiere el extraño párrafo en que daba la certeza de que no tocaría el modelo económico. ¿Esperaba tener la alianza de los empresarios?
De modo que, con el fiasco histórico, en realidad Perú se salvó de una dictadura encabezada por un sujeto que tenía muchos motivos para gobernar con mano dura. Castillo puede terminar de esculpir su imagen de víctima con el destino que tuvo su asonada, porque la victimización goza de un excelente ranking en la política latinoamericana de hoy. Pero, en verdad, estuvo a un tris de convertirse en un victimario de Perú y casi es mejor no imaginar todo lo que habría sucedido en ese caso.
La advertencia es clara: si Castillo quiso intentarlo, cualquiera puede quererlo. Las democracias de la región necesitan más alertas que nunca.
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