De esta pandemia saldremos más tontos, ha escrito el arquitecto y pintor catalán Óscar Tusquets Blanca. No es tan raro que diga una cosa así en un libro que se titula Vivir no es tan divertido, y envejecer, un coñazo (Alfaguara, 2021). Tusquets Blanca es un iconoclasta español de la vieja cepa y, ya cerca de convertirse en un octogenario, le concede a su inteligencia la libertad para decir lo que ve sin el filtro de ninguna corrección política. Más tontos y más pobres, agrega en una entrevista con El País. Y no acepta que se diga que el Covid-19 es un producto de la modernidad: “A ver, no me fastidies, comer murciélagos vivos es bastante medieval”.
Tusquets Blanca ve lo mismo que advierten numerosos intelectuales europeos: una tendencia a la supersimplificación de los problemas más complejos (especialmente los sociales) y una polarización artificial, como producto de un estado de encierro espiritual en el que ya no se habla con nadie más que entre los grupitos de las redes sociales. En esas casas de espejos se repiten ciertas ideas: una pérdida del aprecio por la libertad, unas formas de discriminación invertidas, un altísimo grado de intolerancia y una inclinación a describir el orden social en términos de tragedia.
El debate público chileno no sólo no escapa a estas descripciones, sino que está agravado por la presión neurótica que le imprime el más grande paquete de elecciones jamás planteado. Las propuestas políticas están en su nivel más bajo, han perdido densidad y están viviendo de la necesidad de la estridencia, la provocación y hasta la ofensa.
El hecho psicológico que parece estar detrás -y lo mismo ocurre en Europa- es que la pandemia ha multiplicado la incertidumbre respecto de los electores. Quienes son candidatos a algo están desconcertados y actúan con esa rara forma de ceguera que es la notoriedad forzada, fingida, performativa.
Si se mira el principal instrumento disponible, las encuestas, el escenario de precandidatos presidenciales es de puros perdedores. Nadie gana una elección importante, incluso con altas abstenciones, ni con un 20% de popularidad ni con 50 mil seguidores en una red digital. Pero eso es lo que dan las mediciones más generosas. Y todas coinciden en que, a sólo siete meses de la presidencial, 60% o más no tiene ninguna decisión.
El otro instrumento, algo más sofisticado, eran las elecciones previas, que permitían realizar algunas proyecciones encadenadas. La más resonante llegó a ser la municipal, que desde el 2004 ha venido anticipando el triunfo en la presidencial. Quien ganaba en alcaldes, ganaba La Moneda. Y quien ganaba en concejales, pasaba a ser la principal fuerza política.
Esto se ha vuelto dudoso ahora que se agrega una elección de gobernadores junto con la municipal. Peor aún, parece bastante probable que los resultados de gobernadores sean contradictorios con los de alcaldes.
La campaña municipal se está llevando sin referencia a los candidatos a otros cargos. Cada uno para sí mismo, y Dios contra todos. Las de gobernadores y de constituyentes son aún peores: incluyen facultades que no tienen, promesas incumplibles y una desproporcionada carga de consignas. La teoría dice que el sistema proporcional incentiva la formación de partidos grandes. Pero eso ocurriría a mediano plazo. Lo que ha sucedido hasta aquí es lo contrario: ha anarquizado el panorama con partidos menores y ha estimulado las subcoaliciones, como las que tienen diversos fragmentos del Frente Amplio o la que el PS ha intentado forzar con el PPD.
En breve, la política está convertida en un campo caótico.
Pero no hay que equivocarse. Este estado de cosas no es producto únicamente de la pandemia ni del 18-O, sino de una discusión más amplia, no siempre consciente, acerca de la evolución que ha seguido Chile en las últimas décadas. No es sólo sobre sus errores evidentes -el Transantiago, la educación, las brechas de desigualdad- ni tampoco sobre los temas de alta complejidad -el agua, la pobreza, los recursos naturales-, ni menos sobre un ethos público -rectitud, honradez-, sino esencialmente sobre un pathos: una sentimentalización de la forma de mirar el proceso histórico.
Como toda fuerza emocional, la dirige un impulso para identificar víctimas, culpas y culpables y, sobre todo, a imaginar enemigos. La forma de hermenéutica predominante es la tragedia; el curso narrativo sigue un arco con un final aciago, miserable, sombrío. La historia se describe como un gran racconto que parte en el estado actual para revisar el pasado bajo esa luz y terminar de regreso en el presente, por cierto, desgraciado. No importa si la explicación es coherente: lo que importa es que sea conmovedora.
Nuevamente, la teoría dice que un debate constitucional como el que se planteará en estos dos años, con toda la ingeniería electoral empleada para elegir a la convención, tendría que disminuir la emocionalidad y privilegiar el problema ético de la convivencia en un espacio común. Pero eso depende, como tal vez diría Tusquets Blanca, de que de esto no salgamos ni muy tontos ni muy pobres.