La crisis de seguridad se acerca peligrosamente a la ministra del Interior. Hasta ahora, nadie culpa a Carolina Tohá del crecimiento del crimen. Pero culpa no es lo mismo que responsabilidad, y esta última es el instrumento que tiene la oposición para hacerse notar y aumentar las discrepancias dentro del propio gobierno. Renovación Nacional ha tomado el liderazgo, con su advertencia de que si no expulsa a los 12 mil inmigrantes irregulares ya identificados antes de fin de año, presentará una acusación constitucional contra ella.
De momento, esa amenaza parece poco viable. Pero el nerviosismo por la intensificación de la delincuencia ya ha alcanzado a parte del Socialismo Democrático, que está solicitando algo más descabellado, si esto es posible: la implantación de un estado de excepción nacional, con foco en las regiones con mayor presencia delictual. En verdad, ese estado ya existe: el Congreso acaba de prorrogar la ley que faculta a las Fuerzas Armadas para controlar las fronteras en el norte y la renovación de los estados de excepción se ha vuelto rutinaria en el sur. El gobierno actual batirá el récord en el uso de estados de excepción desde la restauración democrática.
En lo medular, el debate se centra en identificar inmigración ilegal con crimen organizado. A primera vista parece insensato, pero contiene un grado importante de verdad: la explosión migratoria de Venezuela, que se inició el 2015, se convirtió en un negocio delictivo controlado principalmente por el Tren de Aragua, una megabanda de alta capacidad adaptativa. Las cifras no son lineales, pero desde entonces la tasa de homicidios en Chile pasó de 3,3 a 6,7 por cada cien mil habitantes. En la Región de Arica y Parinacota la misma tasa llega a 17,1, que es más o menos la tasa promedio de América Latina, la región más violenta del mundo. La región más apacible del norte se ha convertido en el lugar más peligroso del país.
El Tren de Aragua se infiltró en Chile durante el período del Covid-19. Al salir de la sucesión de cuarentenas, la policía descubrió que se había instalado una enorme estructura criminal, especializada en delitos de segunda línea en comparación con el narcotráfico: tráfico de personas (en primerísimo lugar), prostitución, secuestro y chantaje. Se hallan trazas de esas actividades desde Arica hasta Puerto Montt. Un negocio de cola larga, que procura no competir con otros: o los ignora, o los extermina.
Dado que se trata de una banda montada desde algunas de las cárceles más violentas del continente, el estilo del Tren de Aragua también es agudamente violento. El ataque contra una carabinera mediante una granada es casi una firma del Tren. Los cadáveres que ha encontrado la policía en el cerro Chuño -delincuentes colombianos y chilenos a los que se buscó desplazar- dan muestras de una crueldad sin límites.
El caso es que la inmigración venezolana se está terminando, según los datos de observadores internacionales: la gente que podía huir de la tiranía de Maduro ya lo hizo. Eso significa que el Tren de Aragua cambiará de negocio en los lugares donde ya se hizo fuerte, como Ecuador y Perú. El caso de Chile parece ligeramente distinto: hay casi 200 integrantes presos y el propio debate público indica que la acción de la policía se endurecerá. El propio gobierno ya no muestra tanta repugnancia hacia las deportaciones colectivas. Es posible que Chile se vaya convirtiendo en un mal lugar para el negocio.
El gobierno peruano emitió hace unos días un decreto para facilitar la expulsión inmediata de inmigrantes ilegales. En un primer momento se creyó que ello aumentaría la presión sobre la Región de Arica y Parinacota, pero la información disponible indica que se intensificó más bien en la frontera con Ecuador. Perú está tratando de impedir que el crimen organizado llegue a los niveles que ha alcanzado en Ecuador, donde emergió sin que la dirigencia política se diese cuenta.
Pero todo esto puede ser el punto de vista del Tren de Aragua. Para el ciudadano chileno, lo que importa es la percepción de alta inseguridad, motivada por violencias cotidianas y verificables, que probablemente se originan en delincuentes de menores pretensiones, amparados por el enjambre de señales equívocas que produjo el oficialismo durante su instalación y por la ausencia de los símbolos de la autoridad.
Así hay que entender el anuncio del subsecretario del Interior, Manuel Monsalve, acerca de que el Presidente pedirá un plan específico de “control territorial”. Hasta donde se puede ver, ese es un mensaje dirigido a Carabineros, que abandonó las calles después de las disrupciones de octubre del 2019 y no las ha vuelto a recuperar.
Para la oposición, la presión sobre la ministra del Interior es un negocio redondo, táctica y estratégicamente. Primero, le permite situar el problema migratorio dentro de la agenda con que promueve el voto a favor del nuevo proyecto constitucional. Luego, crear el eje sobre el cual organizará la campaña municipal y de gobernadores para octubre del 2024. Y desde allí, naturalmente, hacia las elecciones parlamentarias y presidenciales del 2025.
En los 14 meses que Carolina Tohá lleva en el cargo, el problema de seguridad no ha hecho más que aumentar, aunque al menos hay un paquete de proyectos girando en el Parlamento. Es un cambio cualitativo respecto del primer año, completo, que perdió el gobierno con el más inadecuado nombramiento en Interior en lo que va del siglo.
Como ocurre a menudo, los políticos van atrasados respecto de lo que sucede en las vidas cotidianas de los ciudadanos, sobre todo cuando se trata de delito. La única encrucijada es la gravedad con que lo enfrentan.
“Yo encuentro que este país ya se volvió cualquier huevada”, dice la abogada Leonarda Villalobos, tras relatar que se enfrentó a unos rateros en la calle, mientras participa en el diseño de un delito multimillonario. Parece un sarcasmo. O tal vez es un sarcasmo.