Una de las cosas llamativas de la incipiente campaña presidencial es que ninguno de los precandidatos habla sobre el Covid-19. En el carnaval de bonos, alzas de salarios y pensiones, subsidios y becas y otras granjerías no figura todavía la respuesta más sencilla: qué hará usted con la pandemia.
Es probable que en la imaginación de los candidatos -como ha ocurrido repetidamente en el caso del gobierno- se haya asentado la idea de que para el 2022, cuando Sebastián Piñera se despida de La Moneda, ya no habrá contagios, la ciudadanía hormigueará por calles y comercios y miríadas de familias en los parques serán bañadas por el tibio sol de marzo. La economía, desde luego, iría como avión: de otra manera sería difícil concebir tanta munificencia.
¿Será así? El Banco Central compartía ese optimismo en su IPoM de marzo, debido a la reactivación parcial del comercio y los servicios, el aumento del gasto y el ahorro (retiros previsionales más subsidios) y un cierto aumento de la oferta de empleos. Suponía, por cierto, una “apertura avanzada de la economía” para el segundo semestre del año.
Esto fue antes de que viniera la segunda (¿o tercera, o cuarta?) ola de cuarentenas emprendida por el Ministerio de Salud. El rastro que están dejando estas nuevas series de restricciones sobre el empleo y la inversión ya no es el mismo. Como en las guerras, cada nueva campaña es más costosa y más dañina, incluso cuando se está ganando -que no parece ser el caso. El país del 2021 es más pobre que el del 2020.
Hace dos semanas, el primer ministro británico Boris Johnson le informó al Presidente Piñera que la nueva variante del Covid-19, la llamada delta o B.1.617.2, se estaba expandiendo en el Reino Unido con una velocidad casi tres veces mayor que la anterior (alfa) y que se necesitaría una nueva vacuna, aún inexistente. En el programa de Piñera para su gira por Europa figuraban encuentros con los laboratorios que producirían esta vacuna. Aunque el viaje fue cancelado, el gobierno dice que el Ministerio de Salud ya ha comprometido la adquisición de nuevas vacunas.
En síntesis: sobreviene un nuevo ciclo viral. Cuando el exministro Mañalich habló de esto el año pasado -entonces parecía pura imaginación apocalíptica-, dijo que sería como una nueva epidemia. La investigación internacional sugiere algo un poco menos pavoroso. Por ejemplo, las vacunas actuales funcionan, aunque con menos porcentaje de efectividad; y las nuevas, que serían un refuerzo, están cerca de entrar en producción. Un poco menos, pero nada para celebrar.
La primera persona contagiada con la variante delta llegó esta semana a Chile. Pero esto es un decir, porque no existe en Chile un seguimiento genómico intensivo que permita asegurar que no ha llegado antes. Una cosa es segura: la variante se expandirá por encima de las anteriores, simplemente porque es más poderosa, como está ocurriendo en todo el mundo.
Nadie entiende muy bien la estrategia que sigue el gobierno. Lo único visible es que ha estado constantemente sometido a la presión de la comunidad médica, que hasta ahora no ha visualizado una forma distinta de encarar la pandemia que el cierre de actividades, las cuarentenas y el toque de queda. Por primera vez después de 15 meses, el ministro Paris ha admitido que todo esto produce “fatiga pandémica” tras 90 días de confinamiento (¿por qué ese plazo?) y ha relajado las medidas en comunas donde no se produjo disminución significativa de los contagios. Ergo, no fueron eficaces.
El debate entre el confinamiento y la reactivación de la vida productiva se ha producido en todo el mundo, quizás con características menos expresionistas y con más templanza de lo que ha tenido en Chile, pero con la misma presión moral sobre los gobiernos. Entrevistado por la BBC, el profesor de Ética Médica de la Universidad de Oxford Dominic Wilkinson decía hace unos días que nadie puede asegurar hoy qué es “lo correcto”, porque los resultados finales de las medidas sólo se conocerán en bastante tiempo más. No hay forma de sostener que existe una sola manera de combatir la epidemia, ni siquiera una manera mejor. Y advertía: “La ciencia no nos puede decir qué hacer. Tiene que estar en el centro de la toma de decisiones, pero no te puede decir, por sí sola, qué decisión tomar. Eso se debe hacer sobre la base de la ética”.
La ética de la que habla Wilkinson es el bien común: el equilibrio entre una enfermedad con potencial mortal y una terapia cuyas consecuencias también pueden ser mortales, aunque de otra manera. El confinamiento no podrá ser la única forma de enfrentar el peligro sanitario si es que éste se sigue resistiendo a una erradicación perfecta. En Estados Unidos, los sistemas de educación media y superior -una de las actividades más destructivamente afectadas por las estrategias de clausura- han optado por aplicar testeos frecuentes a sus alumnos (cada dos, tres o siete días), con lo que dejan de ser necesarias las pruebas de síntomas y el seguimiento de contactos.
La variante delta ha venido a introducir, por decirlo de alguna manera, un nuevo realismo en la situación sanitaria y política. Quizás el juramento del nuevo gobierno deba hacerse con mascarilla. El alfabeto griego no se ha agotado.
Ningún candidato ha dicho cómo encararía estos dilemas.