La historia puede variar en algunos matices, pero el libreto lo sabemos de memoria. Alegando temas atendibles, como la seguridad, dueños de camiones anuncian un paro. Bloquean las principales rutas del país. Pronto queda claro que lo relevante del petitorio es el dinero: demandan mantener y extender sus privilegios. Camioneros disidentes son agredidos, automovilistas inmovilizados, el comercio queda desabastecido. El gobierno de turno anuncia querellas y desalojos, pero en la práctica deja hacer. Finalmente, tras varios días de asados en la ruta, ambulancias obstaculizadas y otros incidentes, los dueños de camiones se salen con la suya.
Impiden la libre circulación, comprometen el suministro de productos básicos, dañan la economía y libran no sólo impunes, sino con más privilegios que nunca.
Solo en este gobierno ya van dos bloqueos de los dueños de camiones: abril y ahora noviembre. Por eso, más allá de los pormenores de cada movilización, hay que analizar el fondo. Y este es siempre el mismo: quieren dinero.
Más y más dinero, a través de privilegios pagados por todos los chilenos.
Los transportistas comenzaron a acumularlos en 1984, cuando la dictadura decidió que, junto a mineros y agricultores, ellos podrían tributar por “renta presunta”, una martingala que les permitiría pagar en promedio la mitad de lo que les corresponde. En 1990, el primer gobierno democrático intentó derogar este beneficio, pero debió echar pie atrás.
En 1988, la dictadura les había otorgado otro privilegio: mientras el impuesto específico a la bencina se mantenía en 3 UTM por metro cúbico, el impuesto al diésel, que usan los camiones, se rebajó a la mitad: 1,5 UTM. Ya en democracia, la reforma tributaria de Aylwin preveía aumentar los impuestos a los combustibles, pero los camioneros se opusieron, y el gobierno de turno acató. El tributo se aumentó para los automovilistas que usan bencina (de 3 a 4,5 UTM), pero no para el diésel que utilizan los camioneros (quedó en 1,5 UTM).
En 2001, el que cedió fue Lagos. El impuesto a la bencina aumentó a 6 UTM, pero sin tocar el diésel: sin justificación económica ni ambiental alguna, solo por su poder de presión, los transportistas pagarían la cuarta parte que los automovilistas. Además, lograron otra regalía aberrante: el Fisco devolvería, a los camioneros y solamente a los camioneros, el 25% de lo que pagaran por impuesto específico.
En 2008 fueron por más. Un bloqueo nacional de cuatro días paralizó las exportaciones y provocó desabastecimiento de bencina, alimentos y oxígeno para los hospitales. El gobierno de Bachelet se rindió: ahora el Fisco devolvería a los camioneros el 80% del impuesto específico
Supuestamente ese beneficio sería transitorio, por los altos precios del petróleo, pero el Congreso lo ha ampliado una y otra vez, en un rango entre 31% y 80%. Cada vez que la regalía está por vencer, la amenaza regresa. “Las personas que tienen autos en bencina pagan $300 por litro por impuesto, el camionero paga $18, ese es el privilegio que tienen, y cuando se acercan las fechas de negociaciones vemos este tipo de presiones”, dice el exministro de Hacienda Ignacio Briones. “No podemos vivir bajo el chantaje”, agrega.
Así ocurrió en 2014, cuando se discutía una reforma tributaria, y en 2020, cuando se revisaban las exenciones de impuestos.
Y de nuevo en 2022: esta semana, el gobierno de Boric cedió rápidamente, aceptando fijar el precio del diésel por tres meses. Para algunos dirigentes, eso no fue suficiente: mantuvieron los bloqueos, exigiendo rebajar 30% el precio del combustible: el equivalente al presupuesto anual de la salud primaria en Chile.
Es el chantaje permanente. Los gobiernos no se atreven a hacer cumplir la ley, y permiten los bloqueos ilegales de carreteras. Estos delitos quedan en la impunidad, porque las querellas por ley de seguridad del Estado terminan retirándose, como ocurrió en el último paro, de abril.
Y los privilegios suman y siguen. Por el menor impuesto al diésel comparado con la bencina, el Fisco deja de recaudar U$ 1.500 millones cada año. Si este se aumentara para compensar sus externalidades en congestión y polución, se sumarían U$ 2.600 millones anuales. Y el beneficio de devolución del impuesto nos cuesta U$ 88 millones cada año.
Además, pagan un peaje muy inferior al que deberían por el desgaste que provocan en las carreteras; expertos calculan que debería ser entre 4 y 16 veces más.
Los camioneros justifican estos privilegios diciendo que eliminarlos encarecería el costo de los productos. Pero eso no tiene sentido: ¿por qué, con el mismo argumento, no deberíamos subsidiar también a productores y comerciantes? La verdad es que los únicos beneficiados son ellos, y los perjudicados, todos los demás chilenos.
¿Hasta cuándo? Esta vez, hay una oportunidad. Los dueños de camiones están divididos, y los gremios empresariales afectados por el bloqueo se han desmarcado. La CPC, que agrupa a los grandes empresarios, habla de un “paro ilegal” y pide al gobierno usar la fuerza pública. Fedefruta califica las demandas de “totalmente desmedidas” y advierte que “colapsan el país”. Y la SNA amenaza con tomar “medidas drásticas” contra los camioneros.
Este gobierno, que cada vez mira con menos distancia a la Concertación, podría tomar nota del momento estelar del gobierno de Lagos. Los dueños de las micros amarillas se habían acostumbrado a acumular privilegios a punta de paros. Pero el 12 de agosto de 2002, cuando bloquearon las calles de Santiago, Lagos no cedió al chantaje. Entendió que tenía la opinión pública de su lado y dobló la apuesta: en vez de ceder, ordenó a la fuerza pública actuar. La jornada terminó con los dirigentes micreros entrando esposados a Capuchinos, con su poder destruido para siempre, y con la popularidad del Presidente por las nubes.
Un camino es imitar a Lagos. El otro, ceder una vez más a este chantaje permanente, que convierte a los chilenos en rehenes de los privilegios de un pequeño grupo de interés.