Columna de Daniel Matamala: El Antiguo Régimen

TC


Algo se derrumbó esta semana. Lo que llega a su fin es el Antiguo Régimen, ese que estructuró a Chile por dos décadas, y languideció una década más, en lento derrumbe, entre 2011 y 2021.

El Antiguo Régimen fue un sistema de cortafuegos para dificultar o impedir que la voluntad popular provocara cambios. Para que, en palabras de Jaime Guzmán, “si llegan a gobernar los adversarios, se vean constreñidos a seguir una acción no tan distinta a la que uno mismo anhelaría”. Para lograrlo, Guzmán diseñó el Consejo de Seguridad Nacional, los senadores designados, el sistema binominal, los quórums calificados y el Tribunal Constitucional. A ellos se sumaron el poder de veto de la Iglesia Católica y la captura de la política por los grandes poderes económicos. El resultado fue una democracia lenta o incapaz de hacer su trabajo: convertir las demandas populares en políticas públicas.

Veamos algunos ejemplos.

Al comenzar el Antiguo Régimen, en 1990, el 56% de los chilenos estaba a favor de una ley de divorcio (encuesta CEP). En 1995, el 97% apoyaba el divorcio de común acuerdo entre los cónyuges, y el 83%, cuando estaban separados de hecho. Pese a ese acuerdo casi unánime de la población, los cortafuegos bloquearon la voluntad popular por 14 años, hasta la ley de 2004.

Según la misma encuesta, en 1991 ya había una mayoría (53%) a favor del aborto en ciertas circunstancias. Esta creció hasta convertirse en 67% en 2009 (Encuesta UDP). Sin embargo, el sistema político se negó siquiera a debatir el tema, dando por hecho que el veto de la Iglesia, un Congreso dominado por minorías y el Tribunal Constitucional lo impedirían. En 2006, el presidente de la Cámara de Diputados, el PPD Antonio Leal, decretó que discutir el tema en el Congreso era “inadmisible”. Los cortafuegos bloquearon la voluntad popular por más de un cuarto de siglo, hasta la ley de 2017.

Historias parecidas podemos contar sobre el sistema previsional, las leyes laborales, la defensa de los consumidores o los derechos de aguas.

Desde 2011, el ciclo de protestas masivas por la educación, las pensiones, el centralismo y los abusos, volvió evidente el desacople entre lo que los ciudadanos pedían al sistema político y lo que este les entregaba. Pero el Antiguo Régimen se empecinó en ocultar lo obvio. En pretender, en palabras del candidato presidencial de RN Mario Desbordes, “que está todo bien, que la protesta era falsa, que no se justificaba, que era todo un invento”.

Algunos cortafuegos, como los senadores designados, el binominal y el poder de la Iglesia Católica, fueron cayendo. Parte de la dirigencia política intentó conducir los cambios mediante un proceso constituyente y una reforma tributaria. Entre la indecisión de la Nueva Mayoría, el bloqueo de la derecha, la influencia del poder económico y la corrupción del sistema político, esa válvula de escape fracasó: el proceso constituyente fue boicoteado y la reforma tributaria fue cocinada hasta volverla insípida.

En sus estertores finales, tras el estallido social, el Antiguo Régimen se refugió en su último cortafuego: el Tribunal Constitucional. Frente a cualquier amenaza al status quo (impuestos a los más ricos, royalty minero, anulación de la ley de pesca) la respuesta del gobierno era la misma: el TC lo impediría. Los retiros de fondos de pensiones contaban con un inmenso apoyo ciudadano y fueron aprobados por abrumadora mayoría en el Congreso. Pero en vez de enfrentar el problema conversando, negociando y ofreciendo alternativas (o sea, haciendo política), el gobierno repitió el libreto: no importa lo que opine la gente, no importa lo que diga el Congreso. Que el cortafuegos opere.

Pero entonces el TC se rebela. Le dice que no al gobierno. El cortafuegos cae. La voluntad popular se convierte en ley. Y en ese acto, el Antiguo Régimen termina de derrumbarse.

Indignados, los porristas de la “democracia protegida” reclaman que el TC tomó una decisión política. Con tres décadas de retraso, se dan cuenta de que (¡oh, sorpresa!) un tribunal designado por cuoteo político no es un incólume foro de juristas fallando solo de acuerdo a derecho.

¿Hay salida? Sí, y afortunadamente está al alcance de la mano. A rey muerto, rey puesto. En dos semanas, elegiremos una Convención Constitucional para acordar un Nuevo Régimen. Y la historia reciente nos muestra que, en momentos de grandes crisis, los ciudadanos han votado con sabiduría.

En 1988, mientras la élite económica se refugiaba en el Sí a Pinochet, los chilenos votaron No a la dictadura. El 6 de octubre de 1988, el IPSA de la Bolsa de Santiago sufrió la peor caída de su historia. A ese pánico le siguió una década dorada para la economía chilena. ¿Quién tenía razón, la gente que votó No, o los mercados que votaron Sí?

En 2020, los chilenos votaron Apruebo a una nueva Constitución. Las comunas de la élite y el poder económico, en cambio, estuvieron por el Rechazo. ¿Quién tenía razón? Imagine en la situación en que estaría Chile hoy si no hubiese un proceso constituyente en curso. Si no hubiera una forma institucional, democrática y reglamentada para reemplazar al hoy derrumbado Antiguo Régimen.

Los mismos que intentaron bloquear esos cambios ahora se asombran al ver el liderazgo de la diputada Pamela Jiles en la encuesta CEP. ¿Cuál es la sorpresa? Como recuerda el doctor en ciencia política Javier Sajuria, el populismo es “una respuesta a élites que excluyen a la población de las decisiones políticas”. Cuando se niega a los ciudadanos el ejercicio de una democracia eficaz, entonces el pan y el circo resultan tentadores sucedáneos.

La respuesta a la demagogia no es aferrarse a un régimen caído, ni levantar nuevos cortafuegos.

La solución es más democracia, no menos.

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