Columna de Daniel Matamala: El que nada hace, nada teme

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El 10 de julio de 2013, el presidente Sebastián Piñera anunció un proyecto para instaurar el control preventivo de identidad.

Esos controles ya existían, cuando una persona estuviera encapuchada, o, a juicio del carabinero o detective que los realizara, hubiera “indicios” que la hicieran sospecha. Ahora, eso ya no sería necesario: se podría controlar, exigir su identificación y retener, si no la portara, a cualquier persona, arbitrariamente, sin justificación alguna.

“Lo que se pretende no es atentar contra la libertad, solo resguardar su seguridad”, explicó Piñera, para concluir con una frase tajante.

“El que nada hace, nada teme”, dijo Piñera.

La ley fue aprobada en 2016, con el gentil auspicio del gobierno de la presidenta Bachelet y votos de oficialismo y oposición, pese a la abrumadora oposición de los expertos en seguridad, desde Fundación Paz Ciudadana al CEP.

Los especialistas han seguido cuestionando la utilidad de estas medidas: dicen que son discriminatorias e inútiles. Según el Monitor de Seguridad, se han llegado a realizar más de 5 millones de controles en un solo año, el 98% de los cuales no derivó en una detención.

Pese a ello, el 11 de marzo de 2019, la vocera de gobierno, Cecilia Pérez, anunció un nuevo proyecto: esta vez, para que menores de edad, desde los 14 años, fueran sujetos a este control, y “permitir su registro sin necesidad de indicio”. Lo explicó con una frase.

“El que nada hace, nada teme”, dijo Pérez.

Al día siguiente, el ministro del Interior, Andrés Chadwick, justificó la medida. “Yo estoy seguro de que los delincuentes no quieren esto, que no les conviene esto, que les incomoda, que los perturba”, justificó Chadwick, antes de cerrar con un argumento ganador.

“El que nada hace, nada teme”, dijo Chadwick.

En los últimos días, la frase se ha vuelto a escuchar, ahora a propósito de otro tema: la alcaldesa y candidata presidencial Evelyn Matthei denunció que “hay bastante evidencia que hay políticos que se financian con platas del narco”. Hasta ahora no ha entregado esa evidencia. El gobierno emplazó entonces a la oposición a aprobar el levantamiento del secreto bancario, para indagar en esos vínculos. “El que nada hace, nada teme. Levantemos el secreto bancario”, dijo el diputado oficialista Vlado Mirosevic.

Bernardo Fontaine, ariete del poder económico en cualquier discusión que toque sus intereses, se burló de él: “otro ingenuo que cree que el narcotráfico opera con transferencias bancarias”, escribió, junto a tres emoticones de carcajadas. “El narco no hace transferencias bancarias. Hay que ser bastante ingenuo”, apoyó la secretaria general del Partido Republicano, Ruth Hurtado.

Contestó Carlos Gajardo, quien como fiscal investigó delitos económicos, hasta que debió salir por tener la audacia de indagar a políticos. Según un informe de la Unidad de Análisis Financiero (UAF) en más de la mitad de las sentencias por lavado de dinero se usaron los bancos para hacerlo. “Secreto bancario es clave”, señaló el exfiscal. No es raro: “lavar dinero” significa, precisamente, legalizar platas “sucias” introduciéndolas al sistema bancario formal.

“Hay que respetar la libertad y la propiedad privada de las personas”, agregó la republicana Hurtado.

Una frase que rima con otra del diputado UDI Jorge Alessandri, cuando se planteaba el control de identidad a menores en 2019: “hay que estar dispuestos a ceder algo de libertad a cambio de mayor seguridad”.

¿En qué quedamos? ¿Teme algo el que nada hace? ¿Es la libertad una moneda de cambio? ¿Por qué el doble discurso?

La razón es obvia: la probabilidad de que uno de estos políticos o sus hijos sean repetidamente controlados, revisados o retenidos, sin razón alguna, en controles callejeros, es ínfima.

Una cosa es lanzar ese despreocupado “nada hace, nada teme” contra otros. Una muy distinta, cuando esa lógica toca la puerta (o la cuenta bancaria) de la “gente como uno”.

Cuando ese es el caso, escuchamos joyas como las siguientes:

“El alzamiento del secreto bancario permitiría a este gobierno tener conocimiento de todos los movimientos económicos de sus opositores (funas, persecución tributaria). Es pieza fundamental para imponer en Chile un sistema de crédito social a la China”. (Johannes Kaiser, diputado).

“No queremos que un funcionario político, nombrado por el gobierno de turno, pueda saber la compra que hiciste en el supermercado”. (Javier Macaya, presidente de la UDI).

Estas frases son ridículas. Nadie propone permitir a burócratas husmear sin justificación en las cuentas de los honorables (aunque, francamente, ¿qué compran en el supermercado?).

Los proyectos que se discuten son dos. Uno permite a la UAF acceder a cuentas en casos de lavado de activos y financiamiento al terrorismo. La Corte Suprema considera que el proyecto es “acotado”, y “permite un balance adecuado” entre “el secreto o la reserva de la información” y “la lucha contra el crimen organizado”.

El segundo, que causa tanta ansiedad en los parlamentarios, facilita que el Servicio de Impuestos Internos (SII) pida información bancaria para investigar evasión tributaria. Hoy, según el director del SII, la autorización judicial demora en promedio dos años. Como los delitos tributarios prescriben en tres años, la impunidad reina.

El proyecto es bastante tímido: si la persona investigada se opone a abrir sus cuentas, seguirá siendo un juez el que decida.

Aun si se aprueba, el SII seguirá estando muy lejos de tener los “dientes” con que otros países persiguen la evasión. La OCDE, según destaca la presidenta de la Comisión de Probidad, María Jaraquemada, “nos ha instado a tener procedimientos más expeditos e, incluso, con resguardos sin autorización judicial previa” para “aplicar eficazmente las leyes tributarias”.

La industria de defensa de la riqueza, que tiene generoso apoyo en el Congreso chileno, siempre se ha opuesto a medidas que permitan combatir la evasión tributaria de las grandes fortunas. La plata en juego es demasiada: el exdirector del SII Michelle Jorratt calcula los impuestos corporativos no pagados en unos 15 mil millones de dólares anuales.

Por más que los políticos quieran dorar la píldora, ahí, en esa enorme cantidad de plata, está la madre del cordero.

Porque quienes lavan o evaden tales cantidades hacen mucho y, hasta ahora, temen muy poco.

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