Columna de Daniel Matamala: La democracia enferma
Para el cientista político Francis Fukuyama, “una medida básica de la salud de una democracia moderna es su capacidad para extraer legítimamente impuestos de sus élites”. Bajo ese parámetro, nuestra democracia está enferma. Y hay quienes pretenden subirle aún más la fiebre.
Hoy Chile recolecta apenas el 21,1% de su PIB en impuestos; cuando los países de la OCDE tenían nuestro mismo nivel de desarrollo, recaudaban en promedio el 34%. Es una brecha insostenible, que obligará a subir impuestos para financiar los gastos que vienen en pensiones, programas sociales y el endeudamiento por la pandemia.
La pregunta es quién pagará esa cuenta. Desde el CEP y Horizontal se plantea una respuesta: aumentar el IVA. Ministros y algunos parlamentarios la valoran, y la idea crece como bola de nieve.
Eso sería cargarles de nuevo la mano a los más vulnerables, e impedir que la discusión tributaria se centre en los impuestos que paga (o, mejor dicho, no paga) la élite que concentra el poder económico y político.
Porque ese chancho está muy mal pelado en Chile.
Veamos: el IVA castiga más a las familias más pobres, que deben consumir todo lo que ganan (o más, vía endeudamiento). Según el SII, el 10% más pobre de Chile gasta un cuarto de sus escasos ingresos en pagar IVA: el 25,4%. Los hogares más acomodados, en cambio, pueden ahorrar o invertir buena parte de sus ingresos: el 10% más rico sólo destina el 7,2% a IVA.
Según el doctor en Derecho y experto en tributación Francisco Saffie, el sistema tributario chileno “está diseñado para privilegiar a unos pocos, así de simple”. Es cosa de compararlo con los países de la OCDE para ver su anomalía.
Chile recauda por IVA el 41,6% de sus impuestos. En la OCDE es menos de la mitad: 20,2% en promedio. En cambio, el impuesto a la renta que pagan los sueldos más altos recauda el 23,9% en la OCDE y apenas el 9,7% en Chile. Sí, en algo sí somos líderes en la OCDE: en impuestos que castigan más a los que menos tienen, y apenas tocan a los que están arriba de la pirámide económica.
Como dice el ex director del SII Javier Etcheberry, en materia tributaria “a la élite le gusta mantener sus privilegios”. Y estos son enormes.
En Chile, si usted compra un kilo de pan o arroz, debe pagar religiosamente el 19% de IVA. Si compra un pasaje aéreo a Miami o al Caribe, en cambio, está exento: paga cero. Ahora piense: ¿a quién beneficia y a quién perjudica esa diferencia?
En Chile, un ciudadano común debe pagar completo el impuesto específico a los combustibles. Excepto que sea dueño de camiones, en cuyo caso, vía menor impuesto al diésel y devolución de lo gastado, puede terminar pagando la vigésima parte (sí 1/20) de lo que pagó usted. Ahora, si es dueño de una minera o una industria, la cosa es aun más simple: no paga un solo peso. ¿A quién beneficia y a quién perjudica esa diferencia?
En Chile, si usted gana un sueldo de $ 700 mil por su trabajo, debe pagar impuesto a la renta. En cambio, si un inversionista se embolsa millones especulando en la Bolsa, no paga un peso, gracias a una exención concordada por el gobierno de Lagos y el gran empresariado. ¿A quién beneficia y a quién perjudica esa diferencia?
El SII tiene dientes de león para perseguir a los ciudadanos que mienten para recibir el bono de clase media (lo que está muy bien), pero no ha sido más que un gatito ronroneador en gigantescos esquemas elusivos como las empresas zombie (US$ 1.453 millones). Según cálculos del propio SII, el 1% más rico del país evade unos US$ 9.300 millones al año sólo en impuesto a la renta. Países desarrollados lo combaten con severas normas antielusión y el levantamiento del secreto bancario. Todo ello ha sido bloqueado en Chile. Cuando se destaparon Penta y SQM, el poder político intervino al SII para que volviera a lo suyo: clausurar almacenes por vender dulces sin boleta y fiscalizar rifas de colegios, mientras Délano y Lavín pagaban con clases de ética tras evadir, cada uno, $ 857.084.267.
La consecuencia de estas evasiones, elusiones y privilegios, sumada a la ineficiencia del Estado, es clara. Mientras los países de la OCDE reducen su desigualdad en 0,15 puntos después de cobrar impuestos y hacer transferencias a sus ciudadanos, en Chile esa baja es de apenas 0,03 puntos.
No es un misterio cómo hacer más justo el sistema tributario: atacar en serio la evasión y la elusión; acabar con exenciones injustas (lo que, en una buena noticia, el gobierno está estudiando); aplicar impuestos verdes; gravar las estructuras piramidales (como lo hace Estados Unidos), y cobrar por la concentración de los mercados. Pero todo ello significa enfrentar una tupida barrera de intereses.
Los gobiernos de Aylwin y Lagos ya subieron el IVA, tras negociaciones con el empresariado, de 16% a 18%, y luego de 18% a 19%. Ahora, se propone una tercera alza, disfrazada bajo nombres ingeniosos (“cotización a través del consumo”) y fines nobles (“mejorar las pensiones”).
Pero aunque lo vistan de seda, IVA queda. Subirlo otra vez significa hacer pagar de nuevo la cuenta a las familias que ganan el mínimo: que un jubilado pague más impuestos por sus remedios; o que un cesante deba gastar más al comprar comida para su familia. Claro, ellos no tienen poderosos lobistas, bufetes de abogados ni “expertos” complacientes de su lado.
Sólo tienen a la democracia para defenderlos. Y este debate entre los privilegios de unos pocos y los intereses de la gran mayoría, será un termómetro de si ese paciente es un enfermo terminal, o si tiene esperanzas de recuperarse.
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