“No me acuerdo, pero no es cierto. No es cierto, y si fue cierto, no me acuerdo”. Esa fue la respuesta de Augusto Pinochet cuando el juez Víctor Montiglio le preguntó por su relación con Manuel Contreras y los crímenes de la Dina. En ese interrogatorio, el exdictador respondió 26 veces “no me acuerdo”, además de algunos más dramáticos “estoy perdido” o “no recuerdo nada”.
En el más literal sentido de la palabra, Pinochet se hizo el loco. Primero acusó una enfermedad terminal para huir de la justicia internacional, de la cual se recuperó de milagro al volver al país. Luego, inventó una demencia senil para evitar la justicia chilena, aunque recobró súbitamente la lucidez en una entrevista con la TV de Miami. Cuando Montiglio lo enfrentó, de nuevo no se acordaba de nada. Sumó así el rótulo de cobarde a los que ya se había ganado con sus crímenes: traidor, asesino y ladrón.
Esa conveniente mala memoria sigue viva en la clase política chilena. Esta semana tuvimos dos nuevos ejemplos de una historia oficial en que los protagonistas de los destinos de Chile rehúyen enfrentar la responsabilidad por sus acciones.
Según la historia oficial, Sebastián Piñera no se enteró de que su sociedad familiar en las Islas Vírgenes había vendido su participación en Minera Dominga a su más íntimo amigo, en un negocio que en total sumó 152 millones de dólares. “El Presidente se enteró de la venta de Dominga una vez terminado su primer mandato”, dice Nicolás Noguera, encargado de administrar su patrimonio. Esa es la historia oficial. Por más de tres años, Piñera, conocido por gestionar hasta el más mínimo detalle de sus decisiones empresariales, al punto de tener un terminal del medio bursátil en línea Bloomberg en su escritorio de La Moneda, permaneció en la ignorancia respecto de una operación de esa magnitud.
En esos años, Carlos Alberto Délano se paseaba por La Moneda como Pedro por su casa. “¿Dónde está el Chato?”, preguntó alguna vez en voz alta al entrar al palacio, llamando por su apodo familiar a su amigo. Chato y Choclo compartieron jornadas íntimas y vacaciones juntos, pero, según la historia oficial, jamás tocaron este tema. Es más: mientras Piñera tomaba decisiones que afectaban directamente a Dominga, como su gestión para bajar la termoeléctrica Barrancones, al parecer aún creía ser el dueño de la minera.
¿Inverosímil? No importa. Esa es la historia oficial.
Según la historia oficial, Sebastián Sichel nunca se enteró de que su primera campaña a diputado fue financiada, usando en parte boletas irregulares, por las empresas pesqueras. Treinta millones de pesos entraron por esa vía, una cantidad decisiva en una candidatura a diputado, pero él no lo supo. Su más íntimo amigo, Cristóbal “Beto” Acevedo, estaba a cargo de las platas de esa campaña, pero el candidato jamás se enteró. Acevedo incluso dio una boleta personal, por tres millones de pesos, a una pesquera, pero Sichel (o Iglesias, como se apellidaba entonces), tampoco tuvo la menor idea.
Acevedo y Sichel trabajaron juntos, codo a codo, en una candidatura a la Feuc y en la Comunidad Bernardo Leighton, y el primero heredó al segundo su cargo al dejar el Ministerio de Economía. En esta candidatura presidencial, Sichel volvió a confiar a su amigo la coordinación general de su campaña. Pero “nunca tuve conocimiento de ninguno de los hechos denunciados”, dijo Sichel. No tuvo tiempo para explicar nada más al respecto. Tampoco para responder más preguntas.
En cambio, hizo un video. “Soy Sebastián Sichel, tengo 44 años, me titulé de abogado”, parte diciendo en él. “Soy abogado de la Universidad Católica, magíster en ingeniería industrial de la misma universidad, y máster en economía aplicada de la UCL en Londres”, parte otro video, del ahora excoordinador Acevedo. Al parecer, en ciertos círculos de poder los títulos profesionales te hacen inmune a dar explicaciones a la ciudadanía, y el currículum académico es un desmentido suficiente ante la evidencia de irregularidades.
“Me equivoqué y hago un mea culpa”, dijo Sichel. Pero un segundo de sinceridad era demasiado pedir. “Mi error ha sido enfrascarme en las discusiones con los viejos políticos de la oposición”.
En vez de responsabilidad, victimización. Una y otra vez, en discursos, videos y vocerías de sus incondicionales, Sichel culpa a “la izquierda”, “la DC”, “los operadores políticos”, “directivos de Junaeb”, “los cómplices pasivos”. Al parecer, todos son culpables de que 30 millones de pesos de las pesqueras, 19 millones de ellos a través de boletas, hayan financiado su campaña a diputado.
Todos, menos él.
“Quien tiene que investigar son los organismos competentes, no son los periodistas ni los parlamentarios”, concluyó el ministro de Economía, Lucas Palacios. Claro, si la prensa no hubiera investigado, nunca habríamos sabido que Piñera fue uno de los dueños de Dominga, ni que la vendió a su mejor amigo. Nunca habríamos sabido del detalle de las cláusulas y contratos que conocimos ahora. Nunca habríamos sabido de los 30 millones de las pesqueras a Sichel. Tampoco habríamos sabido de Exalmar, ni de las empresas zombis que grandes grupos económicos usaron para eludir impuestos. Ni de Caval, ni del Milicogate, ni de tantos otros casos de corrupción.
En todos ellos, el poder político y económico intentó mantener la información lejos de la luz pública, y los “organismos competentes”, como la fiscalía e Impuestos Internos, convenientemente miraron al techo.
En ese sentido, la frustración del ministro es comprensible.
Si la prensa no hubiera investigado y publicado, la ciudadanía habría seguido en la ignorancia. Ministros y voceros no habrían tenido que dar explicaciones ridículas. Y la historia oficial, esa donde los políticos son ejemplos de virtud, esa donde no hay negocios ocultos ni platas irregulares, habría sido la única verdad.