Ya va más de medio millón de vacunas. Con más de 150 mil pinchazos por día, entre miércoles, jueves y viernes, cerca de la mitad de los chilenos mayores de 85 años recibió la primera dosis. Pese a problemas logísticos puntuales, la esperanza de dejar atrás la pandemia avanza. Mérito del gobierno que apostó por una estrategia diversificada, sin poner todos los huevos en la misma canasta. Mérito del esfuerzo del personal de salud y municipal. Mérito del Colegio Médico y los expertos, que han hecho pedagogía contra la estupidez antivacunas. Y también de esos adultos mayores que están poniendo el brazo a la esperanza.
Pero lo más importante es algo que, por obvio, se omite: en esta campaña, todos son iguales. El principio es universal. Las vacunas se entregan por orden de necesidad, priorizando a los grupos de riesgo, sin importar su plan de salud ni su bolsillo. ¿Lógico, no? ¿Se imaginan si el calendario hubiera puesto primero en la fila a los afiliados a isapres y sólo después a los de Fonasa? ¿O si hubiera prioridad para vecinos de comunas adineradas? ¿O si el énfasis fuera el “derecho a elegir” qué vacuna quieren ponerse los que pudieran pagar por esa elección? ¿O si se hubiera dejado todo a la mano invisible del mercado, de modo que el que pagara más se llevara las primeras dosis?
Habría sido, con toda razón, un escándalo.
Y, sin embargo, esos son los criterios con que se decide todos los días en Chile quién recibe atención de salud oportuna y quién debe esperar meses o años por una consulta. Quién puede costear caros tratamientos para enfermedades catastróficas, y quién muere porque los bingos no recaudaron lo suficiente. Quién tiene acceso a educación de calidad, alimentación balanceada, áreas verdes o vida sana, factores que alargan o acortan la vida de los chilenos.
La consecuencia es que, según un estudio publicado por la revista científica The Lancet, una mujer de una comuna vulnerable de Santiago vive en promedio 17,7 años menos que una mujer de una comuna acomodada. Una cifra récord incluso dentro de la muy desigual América Latina (en Panamá son 11 años, en Ciudad de México, nueve; en Buenos Aires, seis; en San José de Costa Rica, tres).
La pandemia agravó aun más esta desigualdad. En 2020, el exceso de muertes gatillado por el Covid fue de 48% en Alto Hospicio, 47% en San Ramón y 46% en La Pintana. En Providencia, en cambio, fue sólo 9% y en Vitacura, 16%.
Sí, los adultos mayores de Vitacura y La Pintana tienen acceso a la misma vacuna. Pero en La Pintana muchos no llegarán a inocularse, porque ya fallecieron; nuestra sociedad los condenó a morir antes de tiempo.
Cuando la amenaza es evidente, como en esta pandemia, es también evidente que debemos enfrentarla todos juntos: viejos y jóvenes, ricos y pobres, nacidos en Chile e inmigrantes. Aquí no hay “otros”. Hay sólo “nosotros”. Una lección valiosa cuando algunos intentan reflotar el arma favorita del fascismo: el miedo y el odio a ese “otro”.
Tras el plebiscito, el abogado Hermógenes Pérez de Arce llamó a Las Condes, Vitacura y Lo Barnechea a separarse del resto del país para fundar “el país del Rechazo”, un “Chile libre” con “los dueños del grueso del patrimonio económico de Chile y los que financian el 80% de la inversión nacional”.
Pareció una broma, pero algunos se lo toman muy en serio. Un candidato a alcalde de Vitacura propone un “Plan Frontera” para aislar a la comuna más adinerada de Chile del peligro que representan sus compatriotas. “Un control total. (...) Blindar los accesos y salidas de la comuna, mediante un control permanente con puntos fijos, cámaras de seguridad, lectores de patente y pinchaneumáticos”, detalla.
No es nada nuevo. En Lo Barnechea se llegó a construir un muro de tres metros de alto y 300 de largo para separar a los habitantes de Escrivá de Balaguer de sus vecinos de escasos recursos de Lo Ermita. “A mí me dijeron que había muchos delincuentes y tenía que hacer algo”, justificó la entonces alcaldesa Marta Ehlers.
Son propuestas que aparentan hablar de delincuencia, pero en la realidad son clasismo puro. Se deshumaniza al “otro” y se le presenta como un peligro: hay que levantar muros y fronteras contra el de otra nacionalidad, otra condición social u otra comuna.
Es la misma lógica del control de identidad, la nefasta ley aprobada por el gobierno de Michelle Bachelet con votos de la derecha y la Nueva Mayoría, pese a la oposición de expertos de todos los colores políticos. Una ley clasista que no ayuda a combatir la delincuencia, y que convierte a los más vulnerables en potenciales víctimas del abuso policial, como en el caso del carabinero que mató al malabarista Francisco Martínez tras un control de identidad, este viernes en Panguipulli.
“Quien nada hace, nada teme”, dicen a coro políticos como Andrés Chadwick y Claudio Orrego sobre leyes abusivas como esta. Pero cuando un congresista o empresario es el investigado, entonces el discurso es otro: su derecho a la privacidad es intocable y sus correos y cuentas corrientes son sacrosantas.
Las grandes crisis sacan a la luz lo mejor y lo peor de las sociedades. En la crisis de entreguerras, el fascismo logró inocular el odio al “otro” y llevar al mundo al borde de la destrucción. Pero después de la Segunda Guerra Mundial, los británicos entendieron que sólo la cohesión social les permitiría sobrevivir. Crearon el Servicio Nacional de Salud (NHS), pionero en entregar salud gratuita, de calidad e igualitaria, y orgullo de ese país hasta hoy. Lo mismo han hecho todos los países que lideran los rankings de desarrollo humano y calidad de la democracia.
Entonces, ¿qué Chile saldrá de esta gran crisis? ¿Nos resignaremos a un país de muros y fronteras, guiado por el miedo a los “otros”? ¿O construiremos un Chile para todos, que extienda la lógica virtuosa del “nosotros”, desde la vacunación a los demás aspectos de nuestra vida social?