Columna de Daniel Matamala: Ultraderecha



Suele decirse que “la historia no se repite, pero rima”. Sin embargo, a veces la repetición es exactamente eso: un calco, una imitación trágica.

Es lo que sucede en Brasil. Dos años y dos días después del asalto al Capitolio, hordas de bolsonaristas imitaron la acción vandálica de sus pares trumpistas. Invadieron las sedes de los tres poderes del Estado, copiando la forma de actuar, y, sobre todo, el objetivo: impedir el cambio de mando pacífico, desde su candidato derrotado al nuevo Presidente elegido por el pueblo.

Ni en Washington ni en Brasilia estos fueron hechos espontáneos. Ambos son el resultado directo de las acciones y la retórica de la ultraderecha. Una que usa los métodos democráticos para tomar el poder, y luego deshacerse de la democracia si esta estorba.

El libreto parte por la deslegitimación de las fuentes de conocimiento: la ciencia, la academia, los medios de comunicación, el sistema electoral. Usando el poder de las redes sociales, convencen a sus seguidores de que todo es una gigantesca conspiración: la crisis climática es un invento, la pandemia es un plan siniestro, las elecciones son un fraude.

Todo es mentira, solo la palabra del líder es verdad. Y contra esta amenaza, solo un líder fuerte puede prevalecer. De ahí el desprecio a las formas democráticas y los derechos humanos, y la admiración por los dictadores.

Al mismo tiempo, se atiza el miedo y el odio al que sea percibido como diferente: inmigrantes, homosexuales, minorías raciales. Y, nuevamente, es el líder quien protegerá al pueblo de tales peligros, sin que importe la racionalidad ni la eficacia de las medidas. Basta con que suenen muy severas. (¿Se acuerdan de la promesa del muro para atajar a los “violadores y narcos” mexicanos?)

¿Y en Chile? Este manual ha sido imitado en varios puntos. Hagamos el checklist. ¿Admiración por los dictadores? Kast declara que “defiende con orgullo la obra del gobierno militar”. ¿Negacionismo climático? Su programa de gobierno de primera vuelta en 2021 decía que su origen “hasta ahora no se aprecia” y advertía que la flora y la fauna “deben pagar su derecho a existir y prosperar en manos de sus guardianes”. ¿Pandemia? Habló reiteradamente de una “dictadura sanitaria”. ¿Ataques a la academia? Exigía cerrar la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, Flacso, y “eliminar el lenguaje de género”. ¿Desprecio a los derechos humanos? Prometía salir del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, “indulto inmediato” para todos los criminales de Punta Peuco, y “punto final” sobre los crímenes de la dictadura (bonus track: “conozco a Miguel Krassnoff y viéndolo no creo todas las cosas que se dicen de él”). ¿Inmigración? Una zanja. ¿Minorías sexuales? Vivimos una “dictadura gay”.

El punto cúlmine del manual es desconocer los resultados de las elecciones. Trump y Bolsonaro acusaron fraude incluso cuando ganaron, y repitieron la mentira durante sus cuatro años de gobierno. Cuando les tocó perder, el desenlace estaba marcado. Todos mienten, solo el líder dice la verdad. Tres de cada cuatro partidarios de Bolsonaro están convencidos de que él ganó. Lo mismo creen dos de cada tres adherentes de Trump.

¿Qué tan lejos estamos en Chile? Nuestro sistema electoral, rápido y transparente, ha sido siempre valorado por todos los sectores políticos como un orgullo nacional. Kast rompió esa tradición cívica al acusar que “claramente hubo fraude” en las elecciones de 2017, y repetir esa aseveración numerosas veces. En 2021 advirtió que no reconocería una derrota por menos de 50 mil votos, sino que recurriría a los tribunales electorales (finalmente perdió por más de un millón de votos, y admitió su derrota esa misma noche).

Luego, diputados republicanos han continuado esa campaña, con frases como que “el gobierno con toda su maquinaria intentará robarse la elección”, antes del plebiscito de 2022, y difundiendo falsedades sobre el proceso electoral.

Ninguno de estos puntos, por separado, es patrimonio exclusivo de la ultraderecha. También hemos visto en Chile como sectores de ultraizquierda recurren a la violencia, las funas o las teorías de la conspiración. Lo distintivo es que todos estos pasos se reúnan en un manual copiado al pie de la letra para asfixiar el debate público, aprovecharse de la democracia cuando se gana, y destruirla cuando se pierde.

Tras su derrota en segunda vuelta, Kast ha moderado en algo su discurso, buscando reducir sus niveles de rechazo. Sabe que necesita el 50%+1 para ser Presidente. Pero su criatura, el Partido Republicano, se desliza cada vez más hacia el ultrismo: a su bancada le basta con la fidelidad de un segmento radical del electorado para asegurar su reelección.

Para ello, su primer rival es la derecha democrática. Los republicanos moderados fueron los principales blancos de los insultos de Trump, y terminaron marginados, o humillándose frente a él para lograr su magnanimidad. Algo similar pasó con la derecha brasileña, convertida en cómplice de la locura bolsonarista.

También en Chile hemos visto como los políticos de la derecha tradicional son blancos predilectos de la ultraderecha. El Team Patriota los ataca fuera del Congreso, y diputados republicanos los atacan dentro. Acosan, persiguen y “funan” a los “traidores” que siguen las reglas de la democracia, como el diálogo y la negociación.

Un caso ejemplar ocurrió este martes. El Partido Republicano perdió una moción de censura en la Cámara de Diputados. Su reacción fue amedrentar a los parlamentarios de derecha que no votaron como ellos. Luego, su vocero declaró que “si estamos acá es porque no le tenemos respeto a nada ni a nadie”. Luego rectificó, cambiando la palabra “respeto” por “miedo”.

Ese desliz freudiano lo dice todo. Los políticos de derecha están bajo fuego, y deben decidir si alimentan esas llamas, y se condenan a sí mismos a ser el vagón de cola de los ultras, o si defienden su propio espacio como una derecha democrática. Para hacerlo, deberían mirar las experiencias de sus colegas en Estados Unidos y Brasil, barridos por el auge de la ultraderecha.

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