Las respuestas que encontramos dependen, en gran medida, de las preguntas que nos hacemos. Cada tanto, por ejemplo, frente a la noticia de un crimen brutal resurge la pregunta sobre la posibilidad de restablecer la pena de muerte; formular esa pregunta y responder que se está a favor de ella aparece como una manera de zanjar rápidamente el asunto -un hecho violento, perturbador- y ponerse a salvo frente a la irrupción de lo ominoso. Dispuestas así las cosas, quienes se opongan son acusados de estar del lado del victimario.
La pregunta sobre la pena de muerte deja enjaulada a la justicia en el ámbito del exterminio, sin posibilidad de una reflexión mayor sobre las fallas del sistema en general, los errores y las negligencias de un aparato estatal que cruje. Es un dilema infértil que vuelve a plantearse cada tanto, tal como ocurrió esta semana después de que la policía informó que había encontrado sin vida el cuerpo de la adolescente Ámbar Cornejo, concluyendo así ocho días de búsqueda. Fue la madre de Ámbar quien le confesó a la policía que su pareja, Hugo Bustamante, era el responsable de la muerte de su hija. A esas alturas, todo el país conocía la historia de Bustamante: era el mismo hombre que en 2005 había asesinado a su antigua conviviente y al hijo de ella, arrojando sus cadáveres a un tambor de agua que luego enterró. Bustamante fue condenado a 27 años de cárcel; en 2016 salió en libertad condicional luego de estar 11 años preso.
Luego del hallazgo del cuerpo de Ámbar, las preguntas apuntaron al rol de la madre y al de la jueza que presidió la comisión de magistrados que decidió sacar de la cárcel al asesino. ¿Por qué la madre no protegió a la hija? ¿Por qué eligió estar junto a un asesino? ¿Por qué la jueza liberó a un psicópata?
Los detalles sobre las condiciones de vida de la madre, o sobre los pormenores en torno a la decisión de la comisión de jueces eran lo de menos. Las interrogantes exigían a dos mujeres determinadas compartir responsabilidad por un crimen que, según la información disponible, habría cometido un hombre. A eso se le sumó un tongo difundido por internet que afirmaba falsamente que Bustamante había sido indultado por la expresidenta Bachelet, sumando una tercera mujer al banquillo.
La rabia cundió, en la televisión aparecían los vecinos de la joven asesinada gritando en contra de la madre, insultaban a la jueza, basureaban a la expresidenta. Ellas le habían abierto camino al verdugo de una muchacha cuya vida era todo, menos segura: vivía de allegada y en enero había denunciado abusos cometidos por un familiar de la mujer que le daba alojamiento.
Ámbar Cornejo parecía estar acorralada por las circunstancias, y la responsabilidad de que tal cosa ocurriera parecía recaer únicamente en la madre. Sobre el rol que le concernía al Estado, nadie preguntaba. Menos aun sobre el lugar del padre de Ámbar en esta historia de abandono. Los únicos datos que se publicaron sobre él, que vivía en Antofagasta y le enviaba mensualmente 130 mil pesos, parecían ser suficientes para satisfacer una cultura en donde la paternidad es un asunto de escasas exigencias, un satélite diminuto en un universo en donde las masculinidades adolescentes abundan. Si de la maternidad se exigen virtudes heroicas, de la paternidad se aplaude el pago de una pensión alimenticia.
Parece ser que el país poblado de huachos, descrito en los trabajos de la antropóloga Sonia Montecino y del historiador Gabriel Salazar, es una nación de paternidades fantasmales, violentas o sencillamente irrelevantes. Un cuerpo amputado que duele como lo hace un miembro fantasma que no está en su lugar, una aflicción que recorre nuestra historia y se verifica en instituciones como el Sename o las cárceles.
En 2016, en una nota publicada por Revista El Sábado, los periodistas Arturo Galarce y Rodrigo Fluxá reconstruyeron la vida de Hugo Bustamante, el “asesino del tambor”, luego de que saliera en libertad. En ese artículo, Bustamante describe su propia infancia: fue el hijo de un padre violento, criado por sus abuelos maternos, algo que, según sus palabras, lo hacía sentirse como un “volantín a la deriva”.
Naturalmente, esa no es la causa para que alguien se transforme en asesino, ni menos aun lo justifica, pero resulta un patrón que se repite de manera demasiado frecuente en nuestra sociedad como para ser mera casualidad. La paternidad, como un vínculo espectral, conflictivo, de alguna manera debe afectar la manera en que convivimos, las preguntas que nos formulamos sobre el mundo y el modo en que buscamos respuestas para enfrentarnos a nuestras crisis y, en ocasiones, a nuestros horrores.