¿Por qué tanto joven acomodado es atraído por militancias de izquierda que se supone que representan intereses de clase contrapuestos a los suyos? Hay muchas respuestas posibles a esta pregunta. La más cínica es pensar que les atrae la ganancia moral que implica rechazar discursivamente los privilegios que, en la práctica, mantienen. Así, no sólo salen ganando materialmente, sino que lo hacen quedando como buenas personas frente a ellos mismos y también frente a los demás. El problema de esta explicación es que, incluso si retrata los resultados, no logra explicar bien la motivación de los agentes. Sólo personas con cierto nivel de sociopatía actuarían deliberadamente en base a esos cálculos. Esas personas sin duda existen, pero deben estar muy lejos de constituir el caso central.
Un deseo genuino de hacer el bien, entonces, es más probable. Se toma conciencia de las injusticias sociales y se quiere actuar sobre ellas. La culpa, sin duda, también juega su rol, especialmente en un país de tradición católica. El joven Giorgio Jackson, en la época en que llevaba a “Atria en la mochila”, hablaba de una “angustia del privilegiado”. Por su culpa, por su culpa, por su gran culpa. Y ya que el discurso de izquierda reclama el monopolio de la justicia social y los buenos deseos, es cosa de tiempo para terminar militando en sus trincheras.
Por supuesto, es fácil burlarse de los buenos deseos de jóvenes burgueses. Sin embargo, también es ocioso. Habla bien de ellos preocuparse por las injusticias sociales. Lo problemático viene después: lograr cambios sociales positivos es algo muy difícil, que demanda una comprensión profunda de la realidad que se pretende intervenir. Y estos jóvenes no tienen un conocimiento de primera mano de esa realidad. ¿Cómo salvar esa distancia? Hay un camino fácil y otro difícil. El fácil es repetir consignas y cruzar los dedos. El difícil es mantener la conciencia de la propia ignorancia y tratar de ir superándola de a poco.
Aquí es donde los hábitos de un joven de élite operarán en su contra. Alguien entrenado para tenerse confianza tenderá a ignorar su ignorancia respecto de la realidad de los fenómenos que pretende transformar. Alguien educado para competir, ganar y mandar, además, tendrá facilidad para convencerse y convencer a los demás de que sabe lo que está haciendo. Y si sumamos el refuerzo moral positivo que entrega la sensación de ser un justiciero social, la posibilidad de terminar apretando el acelerador a ciegas respecto a medidas políticas que calzan con la consigna, pero que no se sabe cómo alterarán la realidad, es muy grande.
La destrucción del sistema educacional público al que asisten la mayoría de los chilenos, consumada por las buenas intenciones de intelectuales de izquierda cuyos hijos estudiaron en los colegios privados más caros de Chile y por la nueva izquierda de raigambre universitaria que hoy nos gobierna, es una triste historia de buenismo sin compromiso con la realidad. Los hijos de la selección, el alto rendimiento, la competencia y el éxito en pruebas estandarizadas quisieron, con gesto paternal, perdonarles a los más pobres esas dificultades. Y, para lograrlo, hicieron causa común con lo más mediocre, lo más violento y lo más frustrado del sistema público. El Instituto Nacional fue demolido desde los colegios bien. Hasta que no quedó piedra sobre piedra. Y ahora dicen: igual lo que había era penca. Pero siguen hablando desde lejos, y no tienen un Plan B. Sólo consignas que tapan consignas.