Columna de Pablo Ortúzar: No te moai
Al ser patrimonio de la humanidad, la decisión respecto a su ubicación no debería basarse en las demandas ni en la imaginación de identidades nacionales modernas, sino en un balance pragmático respecto a su preservación, estudio y exhibición.
El excelente Museo de Arte Precolombino de Santiago sobrevive, igual que casi todos sus pares, como loro en el alambre. Nadie se pelea por entrar. Pero bastó que Mike Milfort, un influencer haitiano radicado en Chile, exigiera que el Museo Británico de Londres devolviera unos moai pascuenses, para que miles de chilenos, arrebatados por una pasión precolombina, consideraran un ultraje que estos artefactos permanecieran en otro país. Hasta el Presidente Gabriel Boric, cómo no, se sumó a la campaña.
El asunto está cargado de ironías. Para comenzar, el diálogo entre líderes pascuenses y el Museo Británico lleva años, con distintos gobiernos mediando, y no ha resultado conclusivo. Felipe Ward, siendo ministro de Bienes Nacionales, parecía más convencido de la necesidad cultural de devolver las estatuas que varios isleños. El desacuerdo, de hecho, parte por los hermanos Carlos y Pedro Edmunds Paoa, respectivamente Presidente del Consejo de Ancianos y Alcalde del municipio de la isla. El primero, de corte más idealista, piensa que la justicia simbólica de la devolución debe tener prioridad absoluta. El segundo, más pragmático, apunta a que la isla está llena de moais de piedra volcánica cada vez más erosionados, mientras que los de Londres se encuentran bien conservados y son cada año visitados de forma gratuita por millones de potenciales turistas.
Por otro lado, es improbable que le agrade a las distintas corrientes etnonacionalistas pascuenses que los chilenos adopten como propia la demanda por los moai. No digamos que Chile les simpatiza: entre 2015 y 2018 distintos dirigentes, alcalde incluido, sostuvieron una arremetida diplomática que buscaba capitalizar la tensión entre Bolivia y Chile. Apoyaron la salida soberana al mar para Bolivia, esperando de vuelta un auspicio a las demandas soberanistas pascuenses. Un negocio sucio, podría decirse, aunque menos que arrendarle la isla a una compañía ovejera, que fue lo que el Estado chileno hizo entre 1903 y 1916, luego de incorporar en 1888 a la isla, con la promesa de proteger a sus habitantes (varios recientemente sustraídos para la explotación en guaneras peruanas, trayendo los pocos retornados la lepra). Vale la pena leer, al respecto, el libro “La Compañía Explotadora de Isla de Pascua” editado por Claudio Cristino y Miguel Fuentes.
A todo esto se suma que el actual pueblo pascuense no tiene un vínculo cultural directo con los creadores de las estatuas, pertenecientes a un grupo previo que, por algún motivo, entró en crisis terminal (algunos, como Jared Diamond en “Colapso” apuntan a un descalabro ecológico y social). Eso explica que nadie sepa qué dicen las tablillas rongorongo, así como que uno de los moai en el Museo Británico lleve el nombre de Hakananai’a, “amigo perdido o robado”, que claramente recibió hace poco. Luego, cualquiera sea el significado otorgado a las estatuas en Londres, no tiene nada de “ancestral”, sino que es producto de una etnogénesis reciente.
Por último, está el tema de fondo: ¿cada objeto en cada museo debería ser devuelto a su lugar o país de origen? La respuesta realmente es poco obvia. Los casos en discusión no son, en general, análogos al del arte robado a privados por los nazis en la Segunda Guerra. Se trata de objetos de un pasado distante, muchas veces inconexo con la realidad de quienes habitan hoy sus lugares de origen, con historias de apropiación normalmente más complejas, aunque no por ello felices, que el simple “robo”. Luego, al ser patrimonio de la humanidad, la decisión respecto a su ubicación no debería basarse en las demandas ni en la imaginación de identidades nacionales modernas, sino en un balance pragmático respecto a su preservación, estudio y exhibición. Uno pensaría, de hecho, que un influencer cosmopolita como Milfort estaría más de acuerdo con esto que con exaltar orgullos nacionales ajenos. La mejor defensa de este argumento que he leído es “Keeping their Marbles” de la académica británica Tiffany Jenkins, donde argumenta con solidez que los frisos del Partenón permanezcan en Londres, aunque me costó no terminarlo pensando qué pasaría si los dólmenes de Stonehenge estuvieran conservados en un estupendo museo en Atenas.