Columna de Ricardo Lagos: El escenario mínimo común para conjugar la igualdad
Los llamados desde otros países han sido permanentes en estos días. Y la pregunta casi la misma, con tono de perplejidad: ¿Qué explica este estallido social impresionante? En sus miradas está el devenir de un país considerado exitoso en una larga transición de la dictadura a la democracia. Para ellos, en los diversos continentes, Chile aparece como una economía que ha crecido aceleradamente y hoy tiene el ingreso por habitante más alto de la región, junto a Uruguay. Saben de las cifras: la pobreza que en 1990 afectaba al 40% de la población, hoy alcanza el 10%. Y saben de la economía abierta al mundo, de las exportaciones chilenas en los mercados internacionales, de transformaciones mayores en infraestructuras, del acceso universal a la telefonía digital o de los grandes desarrollos en astronomía. Y entonces reiteran sus preguntas: ¿Todo lo que hemos visto, grandes manifestaciones ciudadanas, militares en las calles, incendios y saqueos, es por el aumento de 30 pesos en los pasajes del Metro?
Por cierto que no. Así como todo ser humano camina siempre con su sombra cuando alumbra el sol, un país tampoco puede eludir las sombras en su avance.
Se ha disminuido la pobreza, pero más de un millón y medio de chilenos sigue en ella. No es poco. Además, el 30% que dejó atrás la pobreza, primero, no quiere regresar a ella y, segundo, quiere seguir progresando, porque sin duda fue un paso importante ponerse de pie y empezar a mirar hacia otros horizontes para seguir ascendiendo. Esta crisis irrumpe cuando se siente que ese ascenso se hace cada vez más cuesta arriba y más contaminado de desigualdad.
Hay una determinante que obliga a ser categórico. El Chile de hoy no es el mismo de 1990. Se avanzó, se abrieron espacios democráticos, se instalaron nuevas visiones de derechos y libertades, se transformaron las ciudades, se pasó a interactuar de otra forma con el mundo y el debate social se transformó en ebullición con internet y las redes sociales. Pero cuando se quiso llevar esas transformaciones a niveles más profundos, cuando se buscó que los programas en salud, el seguro del trabajo, una mejor educación o una mejor calidad de vida tuvieran los recursos y financiamientos adecuados, la respuesta fue un no rotundo. Un no de los sectores más conservadores, por cierto. Por eso hemos llegado al absurdo extremo de que casi el 50% de los ingresos fiscales provengan del IVA, ese impuesto regresivo que hasta el más pobre debe pagar cuando consume un litro de leche o un kilo de pan. Allí no hay elusión ni evasión posible.
Lo he explicado en estos días a quienes piden entender lo que nos pasa: las tensiones sociales se agravan cuando prácticamente el total tributario sigue exactamente igual durante los últimos 25 años y, lo que es peor, la mitad de esa composición tributaria en el caso chileno, lo reitero, deriva del impuesto al valor agregado. Eso hace que la distribución original de ingreso medido por el sistema Gini prácticamente no cambia en Chile -y en el resto de América Latina- antes y después de impuestos.
Esta es la gran diferencia con el mundo más desarrollado, que tiene, por cierto, un nivel tributario mucho más alto que el de Chile. En Alemania es de un 37%; en España, 33%; en Francia, 46%; en Estados Unidos, 27%. ¿Cómo, con una recaudación tributaria del 20% del PIB, podría Chile dar los bienes públicos que esos otros países tienen gracias a una recaudación muy superior? Aquí está el meollo de la protesta en Chile. Un sistema tributario inequitativo, que no restablece ninguna posibilidad de mayor igualdad antes y después de impuestos, incluidas las transferencias. Esta realidad no ha cambiado y el actual gobierno no muestra una clara disposición para modificarla. Durante 30 años, ha habido una pertinacia de los sectores conservadores en Chile en esa dirección.
La consecuencia de esto ha sido la incapacidad del Estado de Chile para satisfacer las nuevas demandas, tanto de esos sectores medios emergentes como de quienes les siguen. Porque ese Estado, que tenía una recaudación tributaria del orden de un 15% del PIB hacia 1990, pudo aumentarla en los primeros años de democracia hasta llegar a alrededor de un 18%. Pero desde 1995 y hasta el presente, se ha mantenido en torno al 18 y 20%. Es cierto: a medida que la economía crece, también crece ese porcentaje. Lo que ocurre es que las demandas de los sectores medios y medios-bajos son hoy mucho más exigentes en cuanto a la provisión de bienes públicos que deben estar a su disposición, principalmente en términos de salud y de educación, particularmente de educación post secundaria, del tercer nivel. Satisfacer esas demandas es más difícil y, por tanto, mirando hacia atrás uno constata que ese crecimiento, si bien ha implicado una gran mejora en la ciudadanía, no trajo el aumento de la tributación necesaria para satisfacer las nuevas demandas. Y eso es lo que no puede mantenerse.
Con una economía de mercado, donde las respuestas a los costos se solucionan con incremento de tarifas y no con subsidios proporcionalmente otorgados, no se construyen respuestas sólidas a las demandas del Chile de hoy. Norberto Bobbio, ese italiano de pensar profundo, ha dicho que en democracia todos tenemos que ser, a lo menos, iguales en algo. Y ese algo es lo que Bobbio llama el mínimo civilizatorio. Se trata de un concepto dinámico, que implica que a medida que el ingreso va creciendo, las demandas, o ese mínimo civilizatorio de los bienes y servicios públicos que deben estar al alcance de todos, también van aumentando. Y, por tanto, es indispensable ordenar el sistema económico para poder satisfacer la demanda creciente de esos bienes públicos fundamentales e ineludibles.
El desafío político actual -en nuestra sociedad y en el mundo- es saber escuchar a tiempo la evolución de esas demandas. Ver los nuevos horizontes del escenario mínimo común donde se conjuga la igualdad. Cuando el sistema político se torna sordo, no sabe cómo ni cuándo el estallido social lo sorprende. Hoy lo vemos en Chile.
Los chilenos no están satisfechos con el tipo de sociedad que tienen. Eso hace necesario un nuevo contrato social, que logre avanzar para que todos los seres humanos seamos iguales en dignidad. Ese es el fin último de la política. Hoy necesitamos con urgencia una mesa para pensar un Chile para los próximos 20 años. Miremos con esperanza, más allá de la contingencia, enfrentemos con decisión la desigualdad y construyamos entre todos una nación que garantice la igual dignidad de todos sus hijos.
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