El Papa Francisco volaba de Japón a Roma cuando los periodistas le preguntaron por Chile. Algo normal en este mundo global donde lo que ocurre aquí es preocupación de otros líderes en el mundo, en diversos países. "Lo que está sucediendo en Chile me asusta… Este problema que no entendemos bien… Pero está en llamas y debemos buscar el diálogo y también el análisis", dijo el Pontífice. Frase breve, pero con tres elementos: la ira, el diálogo y el análisis. Tres elementos que convocan a decir las cosas como uno las siente, a respaldar aquello que impulse el diálogo y a proponer ideas que sean parte de una agenda social donde la gente, especialmente los más necesitados, encuentren respuestas concretas tras su sacrificio en la protesta social.
Sí, el país que el mundo ve y que domina nuestro entorno comunicacional está en una crisis profunda. Pero ello no es exclusivo de Chile. Existe malestar tanto en las naciones ricas como en aquellas en vías de desarrollo. Las desigualdades no disminuyen, sino que aumentan, y es ese el origen de la ira que ha emergido en tantos lugares. Reconocer esto, sin embargo, no significa aceptar que la violencia sea el cauce para reaccionar ante las opresiones y abusos del sistema dominante.
Desde el exterior se repiten las mismas preguntas: ¿Por qué se han destruido líneas de Metro; por qué se han incendiado bosques; por qué se han asaltado lugares como iglesias, museos, embajadas, en un sin sentido? El saqueo ha sido el símbolo de estas seis semanas y el daño hecho a Chile es enorme. Acá no caben medias tintas: hay que repudiarlo y rechazar con fuerza esa violencia dura y delirante. Es el deseo de la gran mayoría de los chilenos, conscientes de que una lucha por una sociedad más justa e igualitaria no puede tener como su estandarte la destrucción irracional y delictiva.
Del diálogo nació lo que por tanto tiempo quisimos los chilenos: dejar atrás aquella Constitución nacida hace 40 años, gestada en medio de una dictadura implacable. Es cierto que, dentro de lo posible y frente a una derecha atrincherada en su ideario, logramos hacerle cambios importantes, pero lo que realmente queríamos era redactar una Constitución con amplia participación de la ciudadanía.
Ahora hubo un momento de lucidez de la clase política, que entendió lo fundamental que es trabajar en una nueva Constitución para el Chile del siglo XXI. Ha llegado el momento de partir de una hoja en blanco. Y en esa asamblea o convención donde se discuta la Carta Magna, los acuerdos deben tener dos tercios de los ciudadanos. Es importante entender el alcance de esto, valorarlo y trabajar para lograrlo: se trata de establecer grandes consensos dentro de la sociedad chilena. Lo que allí se decida será plataforma de una agenda a mediano y largo plazo, que establezca todo lo que Chile quiere y puede ser con miras a la construcción de una sociedad más justa e igualitaria, una sociedad de oportunidades y protecciones, imaginativa frente a temas nuevos como el cambio climático y dinámica en el impulso de las economías sustentables. Se trata de proyectar una agenda público-privada, con fuerte participación ciudadana, empleando las tecnologías digitales.
Una evidencia salta a la vista: hay una agenda social que debe concretarse ya, para aquellos que se cansaron de esperar. Una agenda donde los temas que se han arrastrado por tanto tiempo en materia de salario mínimo, seguro de desempleo, previsión social, salud y enfermedades, educación y otros, se ejecuten ahora. Esa agenda será el nutriente político necesario para recuperar la confianza perdida entre ciudadanía y poder. Para hacerlo, hay recursos provenientes del aún bajo nivel de endeudamiento del Estado de Chile. La situación actual lo exige. Posteriormente, habrá que trabajar en una agenda de mediano plazo, que contemple -entre otros- un aumento paulatino de tributos a partir de cuatro o cinco años más, de manera paralela a las reformas profundas que la ciudadanía reclama.
Pero podemos hacer algo más concreto y ligado directamente al rescate de la dignidad de los que tienen menos: devolverles el Impuesto al Valor Agregado, el IVA. Cabe reiterarlo, el 50% de los ingresos tributarios de Chile proviene del IVA, un impuesto que pagamos todos, hasta el más humilde, cuando compra un kilo de pan o un litro de leche. ¿Por qué no poner en marcha un sistema donde todo aquel que gane menos de $ 400.000 reciba mensualmente la devolución de lo que ha pagado por ese impuesto? Es difícil imaginar un tributo más regresivo, donde el más pobre, que usa casi la totalidad de sus ingresos para subsistir, deba por ello pagar un 19% al Fisco. Creo que en la agenda inmediata de un nuevo sistema tributario se debería contemplar con urgencia la devolución mensual de ese 19%, a través de, por ejemplo, una transferencia a la cuenta RUT. Ello tendría un efecto social y económico muy fuerte. Países como Costa Rica y Uruguay ya hacen algo similar; Reino Unido excluye a los mayores de 60 y a discapacitados; en Canadá se acumula como un crédito a usar en el sistema tributario. Entonces, podemos y debemos aprender de esas experiencias.
Esta propuesta encierra un componente de dignidad. Un Estado que se preocupa de sus habitantes, sabe cuánto ganan y sabe por qué debe devolver ese impuesto a los más necesitados. Si se trata de recuperar confianzas, esta medida parece ser urgente. Se podría implementar de manera que, a partir del año 2020, quienes más lo necesitan empiecen a recibir la devolución del IVA. Se trata de crear certezas. Y esta idea, junto con otras, puede contribuir a dejar atrás los tiempos del miedo, de que Francisco no sienta que Chile le asusta.