Cristóbal Bellolio: “Puede que el liberalismo no tenga las mejores respuestas para los problemas que vienen”
Tras sus intentos de fundar un centro liberal en Chile, Bellolio ha concentrado sus esfuerzos en practicar lo que predica: tratar de entenderlos a todos, emanciparse de sesgos y tribus. Su libro Liberalismo: una cartografía (Taurus), que se publicará esta semana, pretende dar cuenta de la tradición intelectual más influyente de la modernidad y más impugnada hoy. Aquí profundiza en el incierto futuro que enfrentarán la democracia, el proceso constituyente y nuestros ideales de progreso, con una única certeza: en Chile y el mundo, todo está en juego.
A comienzos de este siglo, ser liberal era estiloso, pero hoy es defender un statu quo en decadencia y, para muchos jóvenes, pertenecer a una tribu rancia que “no ha entendido nada”.
Yo creo que parte de la actitud liberal es estar abierto a que nuestro repertorio teórico pueda no ser el adecuado ante desafíos radicalmente nuevos. Y no me parece tan dramático decirlo: puede que el liberalismo no tenga las mejores respuestas para los problemas que vienen. Por ejemplo, si mañana tú me demuestras que, como sugiere Byung-Chul Han, los Estados que mejor aseguran la supervivencia de sus pueblos son los que limitan tu intimidad y la privacidad de tus datos, habrá que estar dispuesto a conversarlo. En ese sentido, no soy muy dogmático. Y el libro no es una defensa del liberalismo. Lo que hago es mapear sus distintas tradiciones, pero no intento convencer a nadie de que se haga liberal.
Esa apertura a cambiar de repertorio, ¿significa, por ejemplo, que si el mundo entra en tiempos de furor y angustia puede haber gobiernos autoritarios en resguardo de los valores liberales?
Al menos en teoría, es una encrucijada posible. Isaiah Berlin, tan celoso como era de las libertades individuales, decía que siempre será más necesario atender las carencias materiales duras: pan, techo y abrigo. Si el futuro nos depara urgencias así de graves, quizás el liberalismo tendrá que retroceder a formas más minimalistas, algunos dirán más hobbesianas. Bajarle dos cambios a la expectativa de construir esa vida común racional que buscamos desde la Ilustración y contentarnos con acuerdos pragmáticos para que no corran ríos de sangre por las calles. Ojo, no digo que eso vaya a pasar. Pero la pandemia ha vuelto más nítidas algunas tensiones. Ya había mucha gente preguntándose si las democracias liberales sirven para combatir el cambio climático, o si necesitamos de una especie de despotismo tecnocrático que nos saque de esta. Yo no tengo una posición tomada.
Pero se ve que al menos te genera dudas.
Sí. Es que en el plano ideal las democracias son mejores, porque hay transparencia, rendición de cuentas y sociedad civil. Pero en la versión real, el ciclo electoral te incentiva a patear los costos para adelante y buscar los beneficios de corto plazo, sin obligaciones muy claras con las generaciones que vienen.
En otros términos, la pregunta es si la democracia sirve para obligar al capitalismo a ser sustentable.
Claro, por eso muchos han aprovechado la pandemia para timbrar la profecía de la caída del capitalismo. Yo no creo en esa caída, pero la discusión sobre los límites del consumo y la política del antropoceno está planteando hipótesis muy provocativas sobre el crecimiento económico. Aunque sin dar todavía con las soluciones.
En el libro lo planteas con crudeza: “He aquí la encrucijada: si sigue entrando gente a la fiesta, la casa se viene abajo”.
Es un serio problema. Porque la promesa de las democracias liberales con economías de mercado, tal como Peña lo ha ilustrado para Chile, es la expansión del consumo, como una posibilidad casi emancipatoria que te permite distinguirte del vecino y construir un proyecto de vida más autónomo. Pero ahora nos damos cuenta de que seguir expandiendo el consumo podría echarnos toda la estructura abajo. Años atrás, por ejemplo, toda una generación de europeos celebró la existencia de las aerolíneas low cost, que les permitió viajar por 20 euros de Berlín a Londres, de Budapest a Madrid.
Y ahora, de Santiago a Temuco.
Tal cual, ya no es sólo la élite la que está viajando. En los 80, la mitología sobre las aspiraciones de la clase media tenía que ver con la casa y el auto, lo que te regalaban en Sábado Gigante. Desde los 90, fue la idea de la familia que saca a su hijo del colegio con número y lo pone en uno con nombre en inglés, como decía Eyzaguirre. Y a los pocos años, el primer viaje familiar a Orlando o Cancún. La pregunta es: ¿qué pasa si hacemos efectiva esa promesa para cada ciudadano de la India y de China que salga de la pobreza? Probablemente, se acaba la fiesta. Y eso es muy, pero muy complejo, porque tienes que buscar otra forma de seguir con la fiesta o, lo más complejo de todo, reconocer que eres incapaz de hacer efectiva esa promesa. De hecho, los otros que han cantado victoria con la pandemia son los conservadores. El mundo antiprogresista ha salido de su cueva para decir: “¿Vieron que existían los límites? ¿Vieron que no era posible exorcizar la tragedia mediante el sueño ilustrado de un progreso inevitable?”.
Con alguna razón.
Esta crisis, efectivamente, nos mete en una tremenda discusión sobre nuestras ideas de progreso. Y aquí liberales y socialistas están en el mismo banquillo, porque ambas son narrativas progresistas e ilustradas. Pero en defensa del progresismo moderno, también hemos constatado que los países con Estados más débiles o que eligen ignorar la ciencia lo están pasando bastante peor. Por eso creo que el populismo lo tiene aún más difícil que el liberalismo para adaptarse a estos problemas. Al populismo le revienta esta especie de soberbia epistémica de la ciencia, de los que saben más, y sus líderes se especializan en negar la complejidad de los problemas. Viktor Orbán, el presidente de Hungría, tiene una frase muy buena: “Cuando un auto se cae a un barranco, hay dos tipos de personas: las que se ponen a pensar en la cuneta cómo sacarlo y las que se ponen a empujar. Yo soy de los segundos”. Para su última reelección no fue a ningún debate, porque dijo “para qué discutir sobre programas si aquí todos sabemos lo que hay que hacer”. No me parece que ahí esté nuestra salvación.
Pero la ilusión de los tecnócratas, que vieron en la pandemia su nuevo momento de gloria, también se fue diluyendo.
Es que también se apuraron: dijeron que este era el golpe de gracia al populismo, porque lo que más necesitamos es autoridad de los expertos. Pero la ciencia no es la única razón pública. O sea, si yo soy presidente y el panel de expertos meteorólogos me dice “hay que cerrar mañana mismo todas las minas de carbón”, ¿qué hago con las 15 comunas cuya vida económica, social y cultural depende de la relación con la mina? En ese sentido, los liberales haríamos bien en tomar en serio el cuestionamiento del populismo: que la democracia liberal se puso demasiado liberal y poco democrática. En los últimos 30 años le ha cedido muchos espacios decisorios a entes no electos, como los organismos supranacionales o los comités de expertos. “Queremos el control de vuelta”, reclamaban los británicos. No es raro que varios de los estallidos de 2019 fueran gatillados por decisiones de comités de expertos. Pero estamos en un drama: aparecieron problemas que nos obligan a reflexionar con mucho más cuidado, pero también a actuar mucho más rápido.
¿También tienen razón los populistas cuando dicen que los liberales bloquean los conflictos y con eso esterilizan la política?
Esa idea se puso muy de moda a partir de la crítica de Chantal Mouffe a la Tercera Vía de Blair: que los consensos liberales pasan colados los intereses del sector dominante y anulan la política, que es siempre conflicto. Concuerdo en parte: la Concertación, de alguna manera, asumió que los fines de la política ya estaban consensuados y se olvidó de mantener viva esa conversación. Pero el liberalismo como tal jamás ha ignorado el conflicto, nació para lidiar con él. Lo que busca es encontrar razones comunes –que tú y yo entendamos, aunque vengamos de tribus distintas− para que las normas que nos obligan a todos le hagan sentido a cada uno. El primer liberalismo, que apareció a la sombra de las guerras religiosas de la Reforma, básicamente pretendía evitar que nos matáramos. Para eso buscó una manera de quitarle poder al Estado sobre tu conciencia y dejar que cada uno creyera lo que creyera. La solución más democrática era que el pueblo decidiera por mayoría cuál es la verdadera religión, y por eso el liberalismo le pone límites a la mayoría popular: para reglamentar el conflicto, no para disolverlo. El marxismo progresista, en cambio, cree que hay un horizonte de sociedad sin clases en que el conflicto se va a resolver. Y el conservadurismo cree que el conflicto es un recordatorio permanente de que nos echaron del jardín del Edén, de que alguna vez hubo un orden natural que mancillamos y por eso estamos tan mal.
Y el liberalismo predica la excelencia de la duda, pero nunca duda de tener la única solución.
Bueno, pero yo partí comentándote las dudas que hoy tengo al respecto. Lo que pasa es que tú quieres que le tire la cadena al liberalismo, pero tampoco lo mires en menos: se ha recuperado de crisis peores. En la segunda mitad del siglo XIX, no tuvo herramientas conceptuales para responder a la cuestión social. Fueron el marxismo y los socialdemócratas, y por otro lado la Iglesia, los que articularon una respuesta a la urgencia política. Recién en la Segunda Guerra, cuando reapareció el fantasma del totalitarismo, Popper, Berlin, Hayek y todo ese grupo reconstruye el viejo temor a la tiranía de la mayoría y del Estado. Y recién en los años 70, Rawls hace una justificación ex post del Estado de Bienestar que partió con el New Deal tras la crisis del 29. Así que el liberalismo ya ha pasado por lagunas intelectuales donde la política real se le adelantó. Y ahí sigue.
Un liberal temeroso de que Chile sucumba al populismo, ¿debería ver el proceso constituyente como la última carta para evitarlo?
No hay liberalismo sin instituciones legítimas, y más crisis institucional que la actual no se me ocurre. Evidentemente, una actitud liberal sería embarcarse en este proceso y buscar acuerdos para la vida política de los chilenos y chilenas en los próximos años. Y digo “acuerdos” porque la gracia de un proceso constituyente, para un liberal, es que si yo te voy ganando 5-0 te permita hacer un par de goles, para que al final nos demos la mano, nos miremos a los ojos y digamos “buen partido”. Una actitud más populista dice “no, viejo, yo no vine a hacer amigos, voy a chutear para mi lado y si te puedo ganar 5-0, te voy a ganar 5-0”.
Visto así, ¿el estallido social le echó una mano al liberalismo o le cedió terreno al populismo?
Tiene precisamente esa ambivalencia. Si hablamos sólo del proceso constituyente, diría que sí le echó una mano. Pero por supuesto que tuvo rasgos populistas, como la clásica división del espectro político no entre izquierda y derecha, sino entre un pueblo virtuoso y una élite corrupta. O sea, no es del todo fortuito que la imaginería del estallido hayan sido puros superhéroes de Marvel. Porque las personas con nombre y rostro son todas funables, entonces es mejor que no se vean. Un cabro de Maipú trató de articular una arenga sobre por qué estaban destruyendo las cosas, pero pasaron un par de horas y una ex le dijo que no pagaba la pensión, o algo así, y tuvieron que sacarlo de escena. Ese es un riesgo que no corre Paremán, ni el Estúpido y Sensual Spiderman.
Hasta que se juntó con la alcaldesa Barriga.
Sí, ahí los defraudó por amarillo. Ahora, respecto del proceso constituyente, lo que a mí me está preocupando es que quedó demasiado anclado al estallido, afectivamente incluso, y eso no lo deja en buen pie ante los efectos de la crisis sanitaria y de la crisis económica en ciernes. Me parece que es urgente resignificarlo, reacomodar su sentido a lo que está pasando hoy.
¿Y qué sería eso?
Quizás hay que buscar un sentido en la idea de Constitución como reconstrucción. Algo parecido a lo que hicieron los países europeos después de la Segunda Guerra. El NHS británico, por ejemplo, nace como un acuerdo transversal el año 42 y se cristaliza apenas salen de la guerra. Eso te demuestra que las crisis pueden ser momentos idóneos para pensar en estructuras más de largo plazo. Pero si no emancipamos al proceso constituyente del puro estallido y lo vinculamos a las nuevas urgencias, corre el riesgo de transformarse en una conversación frívola, en algo que nos importa a unos pocos. ¡Y eso es un problema! Si no votan más de siete millones, ¿de qué relegitimación popular de las instituciones estamos hablando?
Si la pandemia no pasa rápido, es difícil imaginar a los adultos mayores yendo a votar en masa en octubre.
Por lo mismo no me siento un traidor a la causa si me pongo quisquilloso con las condiciones que se darían en octubre. Hoy es imposible saberlo, pero si tú me mostraras que votaría un 20% menos, o que no votarían los viejos, pensémoslo bien y quizás hay otra fecha. Porque vamos a tener una oportunidad, no dos.
Y mientras tanto, ¿cómo se podrían encausar las energías que dejó el estallido para que jueguen a favor en esta crisis?
No sé. Cuando llegó el virus, yo creí que íbamos a cambiar el tono de la discusión. En el papel, esta era la oportunidad para un gobierno que estaba en las cuerdas de volver a conducir el proceso político, como suele ocurrir cuando surge un enemigo común. Muchos pensábamos que lo único bueno que hacía este gobierno era la dimensión parka roja, 24/7, y pusimos nuestras esperanzas en esas habilidades gerenciales. Pero a tres meses de entrados en este mal sueño, la cosa no ha cambiado mucho.
Y la izquierda sabe que no está cumpliendo un rol, pero no atina a decidir si tiene que cooperar más o ser más dura.
Sí, están en una situación muy compleja. Porque en marzo estaban recién encontrando un tono para conducir la agenda del estallido, que en los primeros meses se les pasó varios pueblos respecto de su propio proyecto. Beatriz Sánchez no tenía en su programa botar la estatua de Pedro de Valdivia, digamos. Les costó mucho hacerse de una voz para empalmar con esa catarsis cuasi insurreccional y poder representar a alguien en la conversación. Boric trató de hacerlo, con una voz un poco a lo Mandela de juntarse a conversar con el del frente, pero pagó altos costos, porque ahí tu tribu te considera un traidor.
No sólo esa tribu premia el disenso con la autoridad como principio de acción.
Claro que no. Pero como venían de esa experiencia, la pandemia los dejó muy conflictuados, porque se vieron en la encrucijada de prestarle ropa o no a Piñera. Y es complejo darle agüita a un presidente que tú consideras poco menos que criminal –juicio que yo no comparto− y al que te quisiste pitear con una acusación constitucional. Así que la paciencia no les duró dos semanas. A la semana y media ya tenían críticas. Y yo creo, sinceramente, que el problema no es tanto la desconfianza de la izquierda. El problema aquí fue del gobierno, que tuvo la oportunidad de pensar más en Chile que en su propio éxito. Pudieron decir “ok, aceptando que la gente no nos cree, vamos a construir una plataforma más transversal para que vean que no estamos buscando una ganancia corta”. Pero este es un gobierno que vive y respira la ganancia corta. A Piñera le cobraron un penal a favor, agarró la pelota y dijo “este lo tiro yo”, pese a que harta gente le sugirió otro camino. Entonces entiendo a quienes se sienten los tontos útiles cuando los invitan a conversar. A veces hay que comerse sapos, y por el bien de Chile hoy no puedes decir “no converso contigo”. Pero debe ser frustrante comerse esos sapos cuando sientes que la otra persona, al final del día, se va a querer llevar todos los aplausos.
Las redes sociales tampoco ponen de su parte. Hasta la gente de derecha se opone a que el gobierno llegue a acuerdo con la oposición.
No quiero endosar el discurso boomer de viejo amargo contra las redes, navego como pez en el agua en ellas, pero es súper importante entender sus limitaciones como plataforma de deliberación democrática. Contra la gran promesa de conectarnos con quienes piensan distinto y complejizar nuestra mirada de la realidad, lo que hicieron las redes fue exacerbar algo que la psicología cognitiva tenía bastante claro: la mente humana no evolucionó para encontrar la verdad, sino para sobrevivir al alero de la tribu. Dicho de otra manera: es mejor estar equivocado con mi gente que estar en lo correcto solo. Y eso se nota demasiado en la discusión. Ahora, yo reconozco que esta cuestión medio socrática del liberalismo, de llamar al diálogo desapasionado para buscar la verdad en conjunto, puede verse como un lujo de quien no tiene enemigos de verdad. Para quienes efectivamente han sufrido opresiones, puede ser más difícil sentarse a conversar con cualquiera en el nombre de la libertad de expresión. No apoyo esa posición, pero puedo entenderla.
Pero la libertad de expresión también lo ha pasado mal en espacios tan de élite como las universidades anglosajonas.
Y les pasó recién en la UBA con el juez Moro. Puede que eso ya tenga un poco que ver con lo que algunos filósofos llamaron la cultura de la victimización. La víctima es como el héroe de nuestro tiempo, dicen algunos, porque si tú te apuras a identificarte como víctima quedas eximido del reproche moral. De alguna manera, todos lo hacemos. Incluso yo, que vengo de colegios de élite, soy hombre y formalmente heterosexual, he dicho por ahí que a los ateos no nos tratan igual que a los católicos. O sea, me las arreglé para aparecer como oprimido. Y según John Grey, el problema de estas universidades es su “ultraliberalismo”. Estos jóvenes tan enamorados de sus concepciones de la vida buena, dice Grey, en el fondo se tomaron demasiado en serio el mensaje ilustrado, la concepción unívoca de progreso. Por eso se sorprenden al encontrarse con bárbaros que no quieren decir “todes” y su sola existencia los ofende, con lo cual refuerzan, a su vez, su pertenencia a un cierto grupo o identidad. Y eso por supuesto que es un poquito problemático.
Ya no está tan de moda como en los 90 la idea de que cada quien decida por su cuenta qué es una vida buena. ¿Crees que es un deber del Estado crear ciudadanos éticos?
Creo que es su deber formar lo que Habermas llamaría una ética de ciudadanía, pero en ningún caso reeducar a las personas para seguir estándares morales definidos colectivamente. O sea, las obligaciones que impone el Estado liberal son políticas, y para el liberalismo no todo lo personal es político. Pero sí hay una tensión histórica entre el liberalismo de la tolerancia, de dejar ser, y el que se toma ciertas atribuciones para favorecer la autonomía racional de los individuos. Álvaro Fischer, liberal y darwinista, cree que si tus papás quieren mandarte a un colegio creacionista, están en su derecho. Yo creo que no, que prevalece el derecho del niño a que le enseñen la teoría de la evolución. Y como digo en el libro, me gustaría que los padres fueran menos celosos y obsesivos en tratar de determinar cuáles van a ser los valores y las formas de vida de sus hijos.
IZKIA Y BRIONES
En algún minuto parecía que entrabas a la política, pero te refugiaste en la academia y en la barba del asceta. ¿Hasta cuándo vas a mirar de afuera cómo tus ideas pierden fuerza en la sociedad?
Como diría Marco Enríquez-Ominami, no comparto la premisa de tu pregunta. No es tan obvio que mis ideas estén perdiendo fuerza. El mismo Carlos Ruiz dice que el pueblo chileno ya no puede ser concebido como lo hacía el marxismo del siglo XX, porque el individuo es muy celoso de su autonomía. Y en mi caso, haberme puesto menos partisano me permite acercarme a lo que predico, que es entender la racionalidad de los otros, revisar mi herencia cultural y encontrar ideas plausibles en otras tradiciones. A veces abro preguntas en Twitter, “a ver, listemos los mejores argumentos a favor y en contra de repartir cajas”, y muchos participan, pero hay personas tan convencidas de estar en lo correcto que ni siquiera toleran que uno abra la discusión. Entonces no sé si pueda volver a la política. Lo intenté, traté de perder mi virginidad yendo a una primaria y creando un movimiento, pero me fue mal. Y ahora estoy muy entusiasmado en la Escuela de Gobierno de la Adolfo Ibáñez.
Donde tu jefe era Ignacio Briones, que además aparece en los agradecimientos del libro. ¿Hoy sería el personaje político que más te identifica?
No sé si el que más, pero le reconozco virtudes que me parecen fundamentales en la política: la capacidad de escuchar, no tener un tono arrogante, ser pragmático, flexible, no dogmático. Además, lo conozco y creo que tiene una inteligencia muy dotada, fuera de ser una gran persona y un gran chef. Pero también les reconozco esas cualidades a otras personas con las que he participado: Óscar Landerretche, Carolina Tohá, Javiera Parada… Hoy me siento más cercano a ese mundo que a cualquier otro.
Ver a Javiera Parada hablando con tanta gente le está produciendo escozor a parte de sus filas.
Bueno, es lo mismo que pasa en el otro lado con Desbordes. Pero estoy confiado en que esas críticas le resbalan un poco a la Javiera. Porque ella no está en el negocio de los acuerdos y del diálogo, como podría estarlo yo, por haberse acercado a la política desde un lugar de privilegio. Creo que pocas personas entienden mejor que ella la fragilidad de la vida en común y lo perverso que puede ser cuando dejamos de hablar con el otro y le damos paso a nuestras más bajas pasiones.
¿Qué segunda vuelta te imaginas para el 2021?
Es bien interesante, porque muchos han comparado el estallido con el plebiscito del 88: el hito que marca a una generación de por vida y crea un nuevo mapa político en la sociedad. Pero el mapa político que traíamos hasta el 17 de octubre sigue intacto. La política de alianzas es la misma y en la pole position está Lavín, que representa a la derecha en el poder y a la élite de la transición, todo lo que el estallido supuestamente rechazó. Y en la izquierda, Beatriz Sánchez y en una de esas Jadue.
Si llegaran Lavín y Jadue, ¿podría ser que un liberal orgulloso de su ateísmo termine votando por un candidato opus dei?
Ehh... Me pones en una situación dificilísima. Pero creo que la intensidad con que Lavín vive su fe religiosa es menor que la intensidad con la que Jadue abraza su fe ideológica. Sí, Lavín es más flexible. Porque es como el Deng Xiaoping chileno, el tipo que te dice “da lo mismo el color del gato, lo importante es que cace ratones”. Recordemos que inventó el aliancismo bacheletismo. Pero ojalá haya otras alternativas. Yo no descarto a Briones, ¿ah? Encuentro que Briones es hoy día... Ojo, él ahora no está pensando en eso, y lo último que quiero es ponerle esa chapa para que más encima...
Ya lo hiciste.
No, no, con los problemas que tiene no creo que me lo agradezca. Pero en el Electoral Death Match, este juego que tenemos con Kenneth Bunker en Twitter, estoy seguro de que la próxima final va a ser Briones-Izkia. Ahí sólo participa la gente politizada de las redes, pero quiero decir que el escenario está muy abierto.
Si Izkia irrumpe en las encuestas, ¿la ves compitiendo?
No es para nada descabellado. Esas figuras descontaminadas, que irrumpen encarnando todas las virtudes que la gente echa de menos, son muy atractivas para los líderes políticos que andan buscando cartas electorales. Y ya que Beatriz Sánchez está un poco debilitada, y ya que la oposición necesita una figura que pueda unirla… Porque Izkia no es anti políticos, no es Hamilton. Militó en las Juventudes Comunistas, entiende la importancia de los partidos. Y no sé qué pensarán hoy Giorgio y Boric, que son un poco los controladores del Frente Amplio, pero si entre ellos logran abrochar un acuerdo, y liberar a la pobre Beatriz Sánchez para que pueda hacer otra cosa…
El riesgo sería que después Izkia no quiera y se queden sin nada.
Sí, pero creo que ella es de las personas que sienten la responsabilidad política. Es decir, sabe que si deja correr su nombre hasta convertirse en la única opción de ganar, después ya no puede decir “mmm… sabís que mejor no”. No sé si quiera hoy, pero creo que tiene esa vocación. Además, está mostrando capacidad de articulación. Eso mismo que Escobar le critica como una supuesta manipulación fraudulenta, es lo que yo le aplaudo: juntó gente y logró un objetivo.
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