Esa noche, la del 14 de marzo, fue la última sin restricciones. Habían pasado 11 días desde la confirmación del primer caso de Covid-19 en Chile, pero la sensación de que la vida iba a cambiar aún no era inminente. Esa noche, por ejemplo, Mito Urbano fue lo de siempre: un hervidero en Manuel Montt que, dice su gerente general, Cristián Ugalde, tenía planes de expandirse. Querían hacer una terraza levantada en un segundo piso. Querían, en otras palabras, hacer que la fiesta creciera. Más allá, en la Alameda, la Blondie celebraba una nueva fiesta temática dedicada a la serie Stranger Things, centrada en los 80. Ariel Núñez, productor del lugar, lo recuerda con cariño. Eran, dice, cientos de veinteañeros como vestidos con la ropa de sus padres. Hasta esa noche, el rubro veía la amenaza del virus como algo distante. Algo que aún permanecía en el mundo de los medios y no en la pista de baile. Sobre todo para quienes habían visto en los últimos tres meses una recuperación después del estallido social. Pasó en Onaciú, de Bellavista. Ahí, recuerda uno de los cuatro dueños, Felipe Olhaberry, querían aprovechar al público que habían recuperado durante el verano para volver a tener música en vivo e inaugurar una nueva terraza. Quizás uno de los pocos que lo sintió fue Mauricio Guerrero, socio de Candelaria, en Vitacura:
−Abrimos ese fin de semana con la sensación de que se venía algo. Estuve ahí. Se sentía en la pista de baile: había menos gente. Había preocupación de que nos iban a encerrar.
Ninguno de esos lugares, ni ningún otro en Chile, volvió -legalmente- a abrir para el baile. El 22 de marzo, Sebastián Piñera decretó un toque de queda que, con modificaciones de horario, se extiende hasta hoy, seis meses después. Tras cuatro días, también sumó una cuarentena en la capital.
−No lo tomamos con miedo. Fue como que había que hacer lo que había que hacer -recuerda Ariel Núñez.
Él y todo el equipo de Blondie tomaron la medida con el recuerdo de la clausura por seis meses que sufrieron a mediados de 2009, cuando la Municipalidad de Santiago les prohibió funcionar por problemas con unos papeles. Así que entraron una última vez al lugar, limpiaron todo, sacaron a Debbie -la gata y mascota de la discotheque- y se la dejaron a unos vecinos para que la cuidaran. Después cerraron con candado pensando que esto no duraría más de dos o tres meses.
Todos pensaron lo mismo. Que sería un hasta pronto. Por lo mismo, Cristián Ugalde preparó un plan de emergencia para que Mito Urbano pudiese resistir los meses que venían. Por suerte, dice, venían de meses muy buenos. Pero nadie sabía por cuánto se extendería la pandemia. Eso era lo que le costaba a Mauricio Guerrero. Que no pudiese hacer ninguna proyección para Candelaria. Que no existiese ninguna certeza.
Y eso, para un emprendedor, explica, “es un shock no menor. Era un tema de no saber dónde estábamos parados”.
La noche arrebatada
José Luis Riffo tenía un nombre en la noche santiaguina fabricado desde principios de los 90, con el pub Green Bull de calle Suecia. Treinta años después era el dueño de Club Femme en Vitacura y Madhouse: el nuevo nombre que le puso al Bar Constitución, cuando se lo compró al futbolista Mauricio Pinilla. Tal vez por eso, el recorrido que llevaba en la industria, fue que despidió a todos sus empleados cuando no pudo seguir funcionando.
−¿Que iba a hacer? No les podía pagar los sueldos. No tenía ninguna entrada que me lo permitiera y no me convenía la Ley de Protección de Empleo, porque había que seguir pagando imposiciones. Está mal diseñada. Yo creo que vamos a quebrar todos.
Lo explica con un ejemplo:
−El arriendo de Vitacura vale $ 5 millones. El de Bellavista, $ 4 millones. No te puedes gastar nueve palos al mes para tener el negocio cerrado. Yo los renegocié y pago la mitad, pero multiplicado por un año te da 54 palos que te vas a gastar sin producir nada.
El problema no son sólo esos números. En mayo le entraron a robar a Madhouse. Dice que se llevaron “hasta la corchetera”.
Otras discotheques tomaron decisiones distintas. En Mito Urbano, donde tenían a 74 personas contratadas, pasaron a todo el personal a Ley de Protección del Empleo. Eso duró tres meses. En julio, cuenta Cristián Ugalde, no pudieron seguir aguantando.
−Tuve que despedir al 80% del equipo. No fue fácil. Tomé la decisión de hablar personalmente con cada uno de ellos vía Zoom, explicando cuál era la situación: que estábamos en una curva descendente, que no sabíamos cuándo se podía volver y los recursos financieros no estaban alcanzando. Muchos lo entendieron.
Para alguien que llevaba 15 años dirigiendo un club exitoso, caer en un hoyo así no fue fácil de masticar. Ugalde cuenta que pasó por varias etapas. Y que el único consuelo que encontraba era que si lograba aguantar hasta una reapertura, podría volver a contratar a su equipo.
¿Pero qué vende una discotheque si no puede abrir? En Blondie partieron por el alcohol que tenían en stock, a través de aplicaciones. Armaron paquetes, le sumaron unas playlists en Spotify, shows en vivo por streaming y le pusieron Blondie en tu Casa.
−La Blondie lleva funcionando 27 años. Tiene gente que se identifica muy fuertemente con el local. Que lleva viniendo mucho tiempo. Hay gente que iba jueves, viernes y sábado al local. Gente con la que no puedes hacerte el loco y olvidarte. Lo decían en nuestras redes sociales: “Estamos desesperados” -explica Ariel Núñez.
No fueron los únicos que pensaron en delivery. En Mito Urbano exploraron la posibilidad, pero les pasó lo mismo que a varios: en el Santiago de pandemia ese mercado estaba saturado. Además, significaba invertir mientras no entraban ingresos.
Algunos tuvieron más suerte. Los socios de Candelaria también habían invertido en un bar con terraza en el mismo recinto y, además, en un centro de eventos en Ciudad Empresarial. Luego de renegociar sus créditos sintieron que podían aguantar hasta que se permitiera la apertura de bares y eventos reducidos al aire libre, como sucedió hace unas semanas.
Aunque, en general, el ambiente era más de pesimismo. Felipe Olhaberry dice que en Onaciú quedaron con algunos fondos después del verano. Pero a medida que los meses de toque de queda se acumularon, esa plata se agotó. Luego postularon al Fondo de Garantía para Pequeños Empresarios (Fogape), que es un programa estatal que les prometía un crédito equivalente a lo que generaban en hasta tres meses de ventas. Luego de 90 días de tramitación, cuenta, sólo les llegó un monto comparable a un mes de ingresos. Y esos recursos, indica Olhaberry, tuvieron que destinarlos a deudas y a imposiciones de los trabajadores que pasaron a Ley de Protección del Empleo:
−Te mantiene estresado, medio bloqueado. Te hablan de reinventarse a través de páginas web. Y hemos vendido productos como botillería. Pero ni siquiera es un 10% de lo que generábamos antes. Nos tiene súper mal.
Andrés Muzard, presidente de la Asociación Nacional de Gastronomía, Entretención y Cultura (Anagec), además de dueño de Club Eve, dice que en su rubro la frustración es tremenda. No sólo por la imposibilidad de trabajar, sino que también porque sólo al 12% de sus asociados les llegó el crédito Fogape. Por eso es que, admite, su industria está “económicamente destruida”:
−Hay 75.000 boliches entre discotecas, restaurantes y bares. Somos el 2,1% del PIB. Esto ha dañado el empleo directo de 415 mil personas.
Y luego da su pronóstico:
−Yo creo que un 40% no vuelve.
Bailar pegados
Mito Urbano ahora vende almuerzos: fettuccine con salsa Alfredo, pollo asado con arroz al curry y hamburguesas. Los sirven en mesas bajo un toldo en lo que antes era una de las pistas de Manuel Montt, pero que la Municipalidad de Providencia habilitó para darles una ayuda a los empresarios del sector.
−Esto lo decidimos hace tres semanas. Fue igual de sorpresivo que el cierre -admite Cristián Ugalde-. Desde la perspectiva económica no reemplaza lo que entraba como discotheque. Pero es para hacer que la gente siga recordando la marca.
La sobrevivencia en el baile tiene mucho que ver con superar el olvido. Con que nosotros, los usuarios, recordemos por qué íbamos a la pista. Pero eso, sobre todo cuando se alarga por seis meses, puede traer una ansiedad que, al menos en Blondie, decidieron no acarrear. Por eso es que a fines de agosto, confiesa Ariel Núñez, decidieron dar por muerto el 2020:
−Estábamos proyectando cómo lo íbamos a hacer para Halloween, que es como el Año Nuevo para nosotros. Pensábamos en una fiesta al aire libre. Pero como vemos que va a ser difícil, y tampoco queremos cargar con la mochila de hacer una fiesta y la gente se contagie, nos sacamos esa presión. Abriremos cuando se tenga que abrir. Además que la Blondie es grande. Pueden bailar 300 personas teniendo su espacio. ¿Y sobre usar mascarillas? Oye, el público gótico está acostumbrado a usar máscaras. No le están hablando nada nuevo.
Felipe Olhaberry sigue pensando en aguantar hasta diciembre y en que, ojalá, el gobierno les permita extender el pago del Fogape a marzo. Esa, sincera, sería su única posibilidad de sobrevivir. Olhaberry no quiere que se acabe el proyecto que armó con sus socios. Por eso, mientras tanto, imagina cómo va a ser la noche cuando vuelva. Y cómo armar algo sustentable con 150 personas, donde entraban 600:
−El carrete se va a convertir en algo más premium hasta que salga la vacuna. Creo que va a funcionar todo con reserva, mucho más reglamentado. Imagino que si quieres ir a bailar, va a ser como pasar a un juego de Fantasilandia: haces la cola, vas a uno de los círculos demarcados para bailar con tu pareja durante 30 minutos, el tiempo se acaba y luego regresas a la terraza donde está tu mesa y el público al interior va rotando.
Incluso cuando lo dice, a Olhaberry le parece extraño:
−Va a ser difícil seducir a alguien así, pero hay que empezar a madurar esas ideas.
No es el único que lo ve así. Andrés Muzard, de Anagec, también lo ha proyectado:
−La pista de baile que conocemos, con la aglomeración en las barras, no hay ninguna posibilidad de que vuelva en el corto plazo.
¿Cómo vamos a bailar, entonces? Muzard tiene una idea:
−Imagino que va a haber un espacio para cada cliente, previamente inscrito e identificado, y sus invitados. No sé, unas dos o tres parejas por espacio. Como un mini lounge. Y ese va a ser tu lugar para comer y bailar. Porque no vas a tener interacción con las mesas aledañas.
Esa pulsión animal es lo que se extraña. La sensación de que en esos espacios, ciertos días a la semana, podíamos desbordarnos y ser otras personas. Todo eso, cree José Luis Riffo, murió con el toque de queda:
−¿Quién quiere ir a un bar si te cierran a las 22.00?
El producto de eso es una suerte de nostalgia sobre lo que antes era posible. Incluso de las cosas que no molestaban. A Ariel Núñez le pasó. Odiaba el calor de la Blondie: esa viscosa humedad humana que se acumula en el tercer subsuelo de la galería en Santiago Centro que la aloja. Pero ahora la echa de menos. Hace poco supo que no era el único. Estaba revisando las redes sociales del local cuando se topó con un mensaje que decía: “Puta que echo de menos cagarme de calor en la Blondie”.
Dice Ariel Núñez que cuando la terminó de leer, sonrió.