La última vez que Mariela Pizarro estuvo con su tío Jorge Huaiquil (56), a fines de marzo, este le dijo que se cuidara porque venía algo fuerte. Hablaba de que tras la pandemia -que ya era una realidad en el país- iba a sobrevenir un “cataclismo” que desolaría su tierra, un sector conocido como Lolcura, comuna de Collipulli, muy cerca de la Forestal Mininco en La Araucanía. “Siempre hablaba cosas negativas. Me decía que leyendo la Biblia él veía cómo se salía el río y se inundaba todo”, recuerda su sobrina.

Más que ser evangélico o tener raíces mapuche, lo que definía a Jorge Huaiquil era su amor por el campo. Hasta hace poco, todavía disfrutaba de la cosecha de porotos y el cuidado de sus animales. Esa era su fuente de trabajo; todas las semanas vendía entre 40 y 60 fajos de trigo. Aunque no le dejaba mucha ganancia, compartía los gastos del hogar con su hermano Pedro, quien trabaja como camionero.

Si bien era un hombre reservado, hasta contemplativo, a Jorge Huaiquil le gustaba asistir a los guillatunes -la ceremonia mapuche para pedirle prosperidad al mundo espiritual -. No participaba, solo observaba. Siempre era muy cuidadoso con los rituales, pues le tenía un profundo respeto, e incluso temor, a lo inmaterial.

“Siempre me hablaba de los brujos, que toda nuestra familia falleció por una brujería que le hicieron los familiares. Lolcura es un sitio que está lleno de parientes y se llevan todos mal, hacen magia negra, rituales y toman hierbas”, cuenta su sobrina.

Ni él ni su hermano tuvieron hijos. Tampoco se casaron. Eso, sumado a la diabetes que padecía, lo hacía presumir que había sido víctima de una maldición. Ya con dos dedos del pie amputados, con dolores articulares y la vista deteriorada, Jorge Huaiquil estaba cada vez más débil.

Hace un año, Pedro decidió que era momento de que vivieran juntos. Jorge no se cuidaba, no se inyectaba la insulina a tiempo ni se alimentaba bien. "Aparte de la diabetes, nunca fue mucho a verse. El campo es así, uno va al hospital cuando ya está reventado ya", dice Pedro.

De izquierda a derecha, los hermanos Pedro y Jorge Huaiquil en un almuerzo familiar.

Solo una infección urinaria logró vencer su tozudez. El 25 de marzo, cuando ya no soportaba más el dolor, fue al hospital de Collipulli. Ese día lo devolvieron a la casa con paracetamol y unas instrucciones para tratarse con una sonda, pero su agonía solo aumentó. Volvió el 30 de marzo, pero también fue dado de alta, ya que le dijeron que los pacientes de Covid-19 eran la prioridad. Recién lo aceptaron el 8 de abril. Su condición ya era grave. “Cuando volvimos (al hospital) la tercera vez, tuve que bajarle los pantalones y mostrarles la herida que tenía para que ahí lo dejaran internado”, cuenta Pedro Huaiquil.

Su hermano lo fue a alimentar los dos días que estuvo internado ahí. Por un accidente en bicicleta ocurrido unos años antes, Jorge había perdido la movilidad de su mano derecha; esa discapacidad, sumada a una mala vista, le dificultaba distintas actividades, algunas tan básicas como alimentarse. “A pesar de que se le veía decaído, me contaba de sus sueños, de unos argentinos con los que íbamos a tener problemas por unas tierras”, recuerda Pedro de una conversación que, a la larga, sería la última.

El 9 de abril, Pedro llegó al hospital de Collipulli y no lo encontró. Lo habían trasladado al Hospital Dr. Mauricio Heyermann de Angol para realizarle exámenes y confirmar si tenía alguna enfermedad de base relacionada con la infección a la uretra. “Nunca nos informaron de fiebre, ni dolor pulmonar”, afirma Mariela Pizarro.

Exactamente 10 días después, Jorge Huaiquil murió de un shock séptico causado por una gangrena de Fournier, según precisa su certificado de defunción. Algunas horas después de su deceso, el hospital confirmó que también tenía Covid-19.

No era el único; ni entre los pacientes ni entre los funcionarios del establecimiento.

Cadena de contagios

El robo ocurrió algunas semanas antes de que Jorge Huaiquil fuera ingresado. El 18 de marzo, cuando todo Chile cerraba sus fronteras por orden del gobierno, en el tercer piso del Hospital de Angol desaparecieron 12 cajas con 600 mascarillas que eran para uso del personal. Más adelante, varios representantes de gremios de la salud, como Félix Lerdón, regional de la Fenats, y Claudia Farías, que es paramédico del hospital y también presidenta de la Federación Nacional de Técnicos de la Salud (Fentess), denunciarían a los medios locales las consecuencias de la falta de insumos.

“Ha habido una austeridad completa”, dice Farías. “Se objetaba todo lo que los servicios pedían. Una semana, la Urgencia solicitó 700 mascarillas; les dieron 150 y les dijeron que ‘las cuidaran’, aunque tenían miles en la bodega”.

Cuando se denunció el robo, Nelson Orellana Solís (65) había sido internado recientemente. Estaba ahí por una infección derivada de la diabetes. “A fines de marzo le amputaron un dedo. Lo movieron de la pieza 303 a la 305. El personal lo trató súper bien, pero el tema es que volvió a su sala (303). Ahí estaba un señor de Collipulli que después falleció (...) Ocupaban la misma silla de ruedas y el mismo baño”, cuenta Nelson Orellana, su hijo homónimo.

Según esta versión, a su padre le tomaron el examen del Covid-19 después de la muerte de Jorge Huaiquil, su compañero de habitación. Dio positivo al día siguiente y fue trasladado al Nuevo Hospital de Angol, que solo recibe casos de coronavirus. El hijo señala que su padre está asustado, con algunas complicaciones respiratorias, pero estable. “No tengo nada contra los funcionarios. Sé como es su trabajo y les doy las gracias por sus esfuerzos. Yo solo quiero saber qué pasó, qué resguardos toman con los pacientes”, agrega el hijo.

El primer caso confirmado entre el personal data del 6 de abril, al menos dos semanas antes del diagnóstico de Orellana Solís. Cómo llegó el coronavirus hasta la habitación 303 todavía es un misterio, pero lo cierto es que el gran brote del hospital se arraigó ahí, en el tercer piso, donde se ubican la UTI y Cirugía. Uno de los primeros en caer fue un cardiólogo, que presentó algunos problemas respiratorios y tuvo que ser derivado al hospital de Los Angeles.

Pocos días después, el 10 de abril, un paciente que había sido hospitalizado el 26 de marzo por una infección en una prótesis en la aorta arrojó positivo por Covid-19. Se llamaba Carlos Riquelme, de 56 años.

“Estábamos haciendo gestiones para trasladarlo al Hospital del Tórax, en Santiago”, cuenta su hermano Francisco Riquelme. “Y entonces me llama una doctora del hospital para decirme que salió positivo por Covid-19 y no se podía hacer el traslado. ¿Por qué le hicieron el examen? ¿En base a qué sospecha? Fue misterioso al tiro, porque hasta el día anterior estaba bien, tirando la talla. Quizás lo pidieron de Santiago, no lo sé, pero una enfermera nos dijo que había doctores contagiados”.

Apenas llegó el resultado de Carlos Riquelme, el hospital cerró el tercer piso por 72 horas para llevar a cabo una sanitización profunda. Más de una docena de funcionarios entraron en cuarentena y los pacientes fueron enviados al quinto piso.

Según Claudia Farías, que trabaja en el banco de sangre, el brote se descontroló por una serie de descoordinaciones que se sucedieron mientras el director, Felipe Pérez, estaba en cuarentena. El administrativo había tenido que aislarse entre el 23 de marzo y el 1 de abril por haber estado en contacto con otras autoridades contagiadas.

“A las jefaturas medias les ha costado implementar los protocolos. Todo se hace tarde, todo es débil”, opina Farías.

Hasta esta semana, según la dirección del recinto, había 27 profesionales de la salud infectados y un total de 62 en cuarentena preventiva. En semanas previas, los representantes de los gremios de la salud habían acusado secretismo de las autoridades.

Este miércoles, la seremi de Salud (s) de la Araucanía, Gloria Rodríguez, finalmente confirmó el brote de coronavirus en el Hospital Dr. Mauricio Heyermann, pero lo declaró “controlado”. También aseguró que no había forma de saber con certeza que los pacientes hubieran adquirido el virus en el hospital. El director del recinto, Felipe Pérez, tiene una opinión similar:

“Estamos en la fase 4 de una pandemia, lo que significa que gran parte de la población se va a contagiar perdiendo con ello la trazabilidad de los casos. Hoy la probabilidad de contagiarse es tan alta que buscar cuál es el caso índice parece imposible, lo que nos obliga a extremar las medidas de seguridad tanto para funcionarios como pacientes. En esta fase, cualquier paciente que ingrese o que se encuentra hospitalizado es un potencial caso sospechoso”.

Los familiares de los pacientes contagiados discrepan; creen poco probable que se hayan contagiado en el exterior.

“No estamos por demandar al hospital, solo queremos que sean transparentes”, explica Francisco Riquelme.

Tras ser confirmado como positivo, su hermano Carlos Riquelme fue derivado al Nuevo Hospital de Angol, donde fue conectado a un ventilador. Falleció el 16 de abril, tres días antes de que ocurriera lo mismo con Jorge Huaiquil.

“Siempre que llamamos nos dijeron que estaba estable”, comenta Pedro Huaiquil. “Eso hasta el domingo, horas antes de que muriera, cuando nos dijeron que no se le bajaba la fiebre, que había una sospecha de Covid y le harían el examen”, cuenta Huaiquil.

Ni el resultado positivo postmortem ni la respuesta del hospital alcanzaron para satisfacer a Mariela y Pedro. Aún no tienen una versión oficial de cómo se contagió.

Al fuego los recuerdos

En Lolcura, donde vivía Jorge Huaiquil, los entierros son ceremoniales. A los muertos se los vela en casa y los familiares se reúnen a comer: sacrifican un animal, toman y pasan el día en comunidad.

Nada de eso ocurrió el 19 de abril.

Apenas les entregaron el cuerpo, Mariela contactó a una amiga de la familia, la concejala de Collipulli Mery Anne Navia, que habló con la alcaldía para abrir el Cementerio Católico de Mininco y conseguir una retroexcavadora. La máquina era necesaria para escarbar en la “tierra colorada” de la zona, que es dura y arcillosa, y para enterrar el cuerpo a una mayor profundidad.

“Así son las cosas aquí. Este es un circo pobre”, acota Navia.

Ni Mariela ni Pedro pudieron ver el cuerpo; la funeraria lo selló en una bolsa y lo trasladó en un ataúd cerrado.

“No poder llorar a tu ser querido, no poder abrazarlo, es una muerte indignante”, afirma Mariela, aún recordando los últimos momentos con su tío.

Al entierro asistieron unos pocos familiares que vivían cerca, además de un par de personas que venían de otro funeral y que se sumaron para acompañar desde sus autos. Después de unas palabras de Pedro, deslizaron el cajón entre seis personas con dos cuerdas, y con palas cubrieron el espacio, para luego terminar el ritual llenando de flores encima de la tierra mojada.

“Lo más doloroso fue que se cortó de un momento a otro la relación que teníamos”, dice Pedro, que ha comenzado a convencerse de que su hermano tenía razón, que la soledad que siente ahora no es casual, sino que la consecuencia de una “maldad” que un familiar les echó encima años atrás,

Por eso cumplirá con una parte fundamental de la ceremonia y quemará todas las pertenencias de Jorge. Comenzará por su ropa; teme que al ponérsela por error, corra el mismo destino.