Columna de Daniel Matamala: El elefante encadenado

escolar
Foto: Archivo


Esta semana, mi hijo me pidió que le leyera uno de sus libros. Eligió “El elefante encadenado”, un cuento escrito por Jorge Bucay e ilustrado por Gusti, basado en una parábola tradicional. Dice más o menos así: (…)

Cuando yo era niño me encantaba el mundo mágico de los circos, y lo que más me gustaba de los circos eran los animales. Me entusiasmaba poder ver de cerca cada uno de esos animales que viajaban en caravana de ciudad en ciudad. Durante la función todo me parecía maravilloso y deslumbrante, pero la aparición del elefante siempre era mi momento favorito.

La enorme bestia hacía gala de una destreza, un tamaño y una fuerza impresionantes. Era evidente que un animal así sería capaz de arrancar un árbol de un simple tirón. Y sin embargo, para mi sorpresa, después de cada actuación, el personal del circo encadenaba al elefante a una pequeña estaca apenas clavada en el suelo.

La estaca era sólo un minúsculo pedazo de madera apenas enterrado unos centímetros en el suelo. Y, aunque la cadena era gruesa y poderosa, me parecía obvio que un animal capaz de arrancar un árbol de cuajo con su fuerza, podría liberarse con facilidad de la estaca y huir.

¿Qué sujetaba al elefante?

¿Por qué no escapaba?

Cuando tenía cinco o seis años, yo todavía confiaba en la sabiduría de los mayores. Así que pregunté a mis profesores, a mi tío y a mi madre por el misterio del elefante. Ellos me explicaron que el elefante no se escapaba porque estaba amaestrado. Hice entonces la pregunta obvia: “Si está amaestrado, ¿por qué lo encadenan?”

Nadie supo responder a esta segunda pregunta.

Mucho tiempo después, conocí a alguien muy sabio, que me ayudó a encontrar la respuesta. El elefante del circo ha estado encadenado a una estaca desde que era muy, muy pequeño. Recuerdo que cerré los ojos e imaginé al pequeño e indefenso elefante recién nacido atado a la estaca.

Me lo imaginé empujando y tirando de la cadena, día tras día, tratando de soltarse. Casi podía verlo, durmiéndose cada noche agotado por el esfuerzo, pensando en volver a intentarlo a la mañana siguiente. Pero todo era inútil: la estaca era demasiado fuerte para un animal recién nacido, aunque se tratara de un elefante.

Hasta que, un día, el más triste de los días de su corta vida, el animal aceptó con impotencia que no podría liberarse y se resignó a su destino.

Entendí entonces por qué el enorme y poderoso elefante que yo veía en el circo se quedaba encadenado. Él estaba convencido de que nunca podría liberarse de su estaca. No escapa porque cree que no puede. En su memoria de elefante, tiene grabado el recuerdo de la impotencia que sintió poco después de nacer, y nunca más ha vuelto a poner a prueba su fuerza.

Algunas noches sueño que me acerco al elefante encadenado y le digo al oído: “¿Sabes? Tú crees que no puedes hacer algunas cosas sólo porque una vez, hace mucho, lo intentaste y no lo conseguiste. Debes darte cuenta de que el tiempo ha pasado y hoy eres más grande y más fuerte que antes. Si de verdad quisieras liberarte, estoy seguro de que podrías hacerlo. ¿Por qué no lo intentas?”.

A veces me despierto pensando que mi elefante un día finalmente lo intentó y consiguió arrancar la estaca. Entonces sonrío y me imagino que el enorme animal tal vez siga viajando con el circo, porque le gusta mucho divertir a los niños.

Pero ya no está encadenado.

(…)

Pensaba escribir una columna acerca de los cambios sociales de las últimas décadas en Chile. Acerca de los chilenos nacidos junto a la democracia, hijos de quienes pateaban piedras en la marginalidad de los ochentas. Ellos que fueron escolares durante la revuelta pingüina de 2006, que fueron universitarios de primera generación en la protesta de 2011, y que son jóvenes profesionales de primera generación, endeudados y desencantados en el estallido de 2019.

Pensaba citar al sociólogo Manuel Canales, quien ya hace tiempo revelaba “la emergencia de un nuevo movimiento o actor social, que presiona ya no en base de la necesidad sino del derecho social”.

Recordar cómo la investigadora Kathya Araujo decribe a una generación “de individuos con una imagen fortalecida de sí, y con una confianza aumentada en sus propias capacidades y agencia”, y como ellos ya no toleran “una sociedad rígida, de carácter verticalista, autoritario y elitista, donde unos reclaman una suerte de jerarquía natural respecto a otros, y en donde rige una lógica de privilegios”

Concluir cómo el propio Canales sentencia que “se equivocaron creyendo que seguía un pueblo antiguo, conformado, a las duras, a su inferioridad social como asunto real y natural (…) El pueblo este, nuevo, profesional, no se cree ya aquello. Ni lleva yugo ni se siente menos”.

Pero para qué. Si en este día histórico la parábola del elefante lo dice todo, y mejor.

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