Isabel Behncke: “El pánico al contagio, a lo infeccioso, es uno de nuestros miedos más atávicos”

Isabel Behncke
"Hay una ironía profundísima: el virus nos obliga a ir en contra de lo que somos para poder protegernos de él. En ese sentido, uno podría decir que este es un virus brillante".

La primatóloga chilena Isabel Behncke, eminente por sus investigaciones en el Congo acerca del comportamiento social de los bonobos, afirma que la biología evolutiva puede ayudarnos a comprender tanto las causas de la pandemia como la manera en que reaccionamos a ella. Doctorada en Oxford y hoy miembro del Centro de Investigación de la Complejidad Social de la UDD, Behncke propone enfrentar la crisis con “ojo de ecólogo”. Nos serviría para pensar mejor -y moralizar menos- sobre los sacrificios que debemos elegir para mitigar distintas fuentes de sufrimiento.

Llevas décadas pensando en los fenómenos sociales a partir de su relación con la biosfera. Que un virus nos haya parado el mundo cuando ya estábamos pensando en robots debe hacerte algún sentido.

Absolutamente. Y lo tremendo de esto es que me ha llevado a recordar muchísimos estudios y conversaciones de hace 20 años, y pensar: “¡Pero si estábamos conversando de esto!”. La discusión actual sobre las zoonosis −las enfermedades que pasan de animales a humanos−, y que si el virus provino de un murciélago o de un pangolín, y que no puede haber mercados de fauna silvestre como el de Wuhan, tiene que ver con advertencias que se venían haciendo hace rato sobre el consumo de biodiversidad y la salud de los ecosistemas. Y si seguimos destruyendo los hábitats naturales, hay muchos animales más para futuras zoonosis. Esta pandemia, ciertamente, no va a ser la última.

Pero los científicos de tu campo han ocupado un evidente segundo plano frente a los que diseñan un futuro más antropocéntrico. Hasta los encuentran un poco new age cuando hablan de las “formas de habitar” y cosas por el estilo.

Bueno, yo partí estudiando ecología, y si dejé la ecología y me fui a estudiar a los monos fue justamente por la frustración de ver que estábamos demasiado desconectados del tema de fondo. Ya a fines de los 90, gente como Robert Constanza empezó a advertir que no estábamos comprendiendo los servicios que nos prestan los ecosistemas sanos. Y en un artículo de la revista Science, que fue muy famoso, estimaron los valores económicos de esos servicios. Porque dijeron: “Ya que el idioma que todos hablan es el de los economistas, mostremos a la naturaleza como una empresa que nos presta servicios imprescindibles, así la gente lo va a apreciar”. Cualquier persona entiende que necesita tener agua y electricidad y que eso tiene un costo, ¿no? Entonces, les pusieron número a los servicios que provee, por ejemplo, un bosque: de purificación de agua, de absorción de CO2, etc. Todo eso vale muchísimo más que la carne de un gorila o la madera de los árboles.

Y ahora han salido varios artículos explicando que muchos hábitats son, en sí mismos, barreras que nos protegen de miles de enfermedades.

Eso es muy importante. La cuenta gigantesca que vamos a pagar ahora es el precio de no entender cómo funcionan esas barreras. Quizás porque ya no nos sentíamos parte de la red de la vida que compartimos con otros seres. Como dice Harari en el título de su libro, nos veíamos pasando de animales a dioses. Ya estábamos pensando en Marte, nos íbamos de acá. De algún modo, perdimos el respeto por nuestra casa. Y ha sido muy impresionante que un simple virus nos devuelva a la naturaleza en tan pocas semanas. Gastamos trillones de dólares en sistemas de defensa y nos tiene de rodillas una hebra de ARN. Es como una cachetada que te dice: “Oye, eras de carne y hueso, déjame recordarte esa cuestión”. O que te manda de vuelta a los griegos: “Momentito, no eres Dios: como mucho, en una de esas, te da para semidiós”. Porque igual hemos logrado cosas increíbles, tampoco nos quitemos mérito. Pero seguimos siendo animales que para llegar hasta aquí tuvieron que coevolucionar con otras entidades, incluyendo los virus. ¡Si esto de los virus y los animales es una danza muy antigua! Y lo interesante es que la biología evolutiva te da luces sobre ese fenómeno, pero también sobre los comportamientos sociales que estamos viendo en respuesta a la pandemia.

¿Como cuáles?

Aislarnos en un momento de crisis, por ejemplo, es muy difícil para esta especie. Somos seres sociales cuya sobrevivencia depende, ante todo, del grupo.

Por eso nos desconcierta que la única manera de unirnos sea aislarnos.

Es que ahí hay una ironía profundísima: el virus nos obliga a ir en contra de lo que somos para poder protegernos de él. En ese sentido, uno podría decir que este es un virus brillante. A mí me tocó vivir en el Congo lo del ébola, que era mucho más mortífero, pero no tan contagioso, por su método de transmisión. El Covid-19, al matar poco y no tan rápido, se aprovecha muy bien de nuestro comportamiento social. Es como si dijera: “Yo sé que estos animales son incapaces de no interactuar entre ellos durante 14 días, están hechos para eso, así que me voy a quedar aquí piola y dejarlos hacer lo que siempre hacen para pasarme de un humano a otro”. Es un gran estratega, por lo menos. Y otro aspecto que la biología evolutiva puede ayudar a entender son los fenómenos de contagio a través de redes de interacciones. No solo de contagio biológico, también de ideas y de emociones. Como el pánico.

“De algún modo, perdimos el respeto por nuestra casa. Y ha sido muy impresionante que un simple virus nos devuelva a la naturaleza en tan pocas semanas”.

Isabel Behncke, primatóloga

¿Dirías que la competencia entre la razón y el pánico pone a prueba qué tan sapiens somos en estas circunstancias?

Es que la dicotomía entre emoción y razón no nos ha servido de mucho, porque ser sapiens también es tener emoción, no las puedes disociar. Y si bien hay que decir con mucho énfasis que, por favor ,no cedamos al pánico, porque nos cierra cognitivamente y trae consecuencias graves, reconocer el rol del miedo en nuestra historia es útil para entender lo que nos está pasando. El miedo existe porque ha servido para algo. Y el pánico al contagio, a lo infeccioso, es uno de nuestros miedos más atávicos. En parte, estamos vivos porque tenemos ancestros que alguna vez vieron a alguien muy enfermo y dijeron “uy, qué horror”, y se alejaron. O sea, es muy comprensible que el coronavirus nos aterre más allá del cálculo racional. Porque si fuéramos tan sapiens, tendríamos una planilla Excel en la cabeza que nos diría que es mucho más probable morir de enfermedades cardiovasculares. Y les tendríamos terror a las hamburguesas. Pero como arrastramos miedos atávicos, no tenemos los miedos bien calibrados. Les tenemos más terror a los aviones que a los autos, lo que estadísticamente es absurdo. Y le tenemos miedo a la sangre, a las arañas, a las culebras, mucho más que a un auto. Así que sentir este pánico al contagio es un poco inevitable. Pero tenemos que ser conscientes de él y regularlo, porque darle rienda suelta es peligroso.

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"Sentir este pánico al contagio es un poco inevitable. Pero tenemos que ser conscientes de él y regularlo, porque darle rienda suelta es peligroso".

Lo mejor y lo peor

Los optimistas dicen que la emergencia va a estimular actitudes de cooperación. Los pesimistas, que a la hora de la verdad va a primar el egoísmo. ¿Qué crees tú?

La experiencia, al menos, dice que las épocas de desastres muestran lo mejor y lo peor de la naturaleza humana. Lo que pasa es que la dicotomía entre cooperación y conflicto también es un poco engañosa. Las sociedades operan en muchos niveles de organización −el individuo, la familia, el barrio, la empresa, la nación, la sociedad global, etc.− y los ecólogos te van a decir que, para observar los fenómenos de la naturaleza es clave entender que en todos esos niveles hay cooperación y conflicto al mismo tiempo. Tú mismo eres un ecosistema -en tu cuerpo hay más bacterias que células humanas− dentro del cual hay muchos conflictos. Ahora, lo que sí tiende a ocurrir ante amenazas graves es que aumenta la cooperación en los niveles altos, los grandes bandos se agrupan. Y en las últimas semanas han surgido ejemplos de cooperación a gran escala, de coordinación colectiva, bastante interesantes. ¿Cuándo fue la última vez que la humanidad se agrupó bajo un mismo propósito, con la mayor parte de los humanos al tanto de eso? Pero también han saltado a la vista los conflictos de interés. Y la polarización política, por supuesto. Yo creo que nos serviría mucho, para tener una conversación más amigable, observar lo que está pasando con ojo de ecólogo, viendo sistemas complejos en acción.

¿Por qué nos ayudaría?

Porque entenderíamos mejor que los diagnósticos que llevan a buenas soluciones no son los que oponen valores absolutos: “Aquí lo que importa es A” o “lo que importa es B”. Para salir bien de esta crisis tendremos que atender a los distintos niveles en que la sociedad está organizada, y eso nos va a obligar a ponderar entre distintos valores, entre sacrificios de distinto tipo.

Y entre distintos tipos de sufrimiento, ¿no? Hemos visto una suerte de pugna entre los médicos de urgencias, que presionan por medidas radicales, porque la vida es lo primero, y los epidemiólogos, más acostumbrados a medir el impacto social de las medidas de control.

Es un tremendo tema. Mucha gente se está peleando por eso y percibe la ponderación de costos y beneficios -lo que en inglés se llama trade-off− como una falta moral. Pero la naturaleza está llena de trade-offs: cuánta energía gasta una especie en cada objetivo, cuánto crece, cuándo y cuánto reproducirse, cuánto se invierte en cada una de las crías, cuáles riesgos tomar, cuándo tomarlos… Todas esas son “decisiones” que se toman sopesando objetivos que muchas veces aparecen como contrapuestos. Nosotros, como humanos, intentamos hacerlo de acuerdo a nuestros valores morales, pero también estamos amarrados a los límites concretos de la naturaleza y sus trade-offs. Si asumiéramos eso, quizás habría menos acusaciones entre personas que creen que el otro es moralmente inferior.

Eso está difícil.

Bueno, sí. De hecho, Jonathan Haidt, un psicólogo social al que es muy interesante seguir, cree que ahora vamos a cooperar más porque en los desastres aparece lo mejor de las personas, pero también está diciendo que estas situaciones incrementan el moral disgust, el asco moral. Así como los miedos atávicos, la emoción del asco es parte de nuestro repertorio evolutivo. Y existe el asco físico ante lo que percibimos como cochinada, como las fecas, pero también tenemos asco moral, y eso es lo que está aflorando en muchas de estas peleas. Hay gente que dice “usted es un asco, quiere salvar la economía y no le importa la vida”, o al revés, “usted piensa en los enfermos, pero no le importa la cantidad de gente que va a quedar sin sustento, qué aberración”. Ese sentimiento de repulsión moral es muy humano.

Pero ayuda poco a discutir cómo queremos administrar los distintos costos de la pandemia.

Ese es el corazón del asunto, porque el virus nos obliga a cristalizar esas preguntas. Además, el mundo va a seguir hiperconectado después de esta crisis, y para lidiar con esa complejidad -y su incertidumbre inherente− es esencial aprender a balancear costos y beneficios entre distintos ejes de la sociedad. En este caso tenemos, primero, el eje de la salud: cuánta gente se enferma y cuánta muere. Otro eje es la economía: cuánta gente va a sufrir una peor calidad de vida, hasta qué niveles de pobreza y en qué escala de tiempo. Un tercer eje son los posibles problemas de salud mental, otra fuente muy poderosa de sufrimiento humano. Entonces, para ilustrarlo con casos extremos: ¿Estaríamos dispuestos, por evitar la muerte de 10 personas, a que sufran mil millones, por 10 años? Probablemente, no. ¿Y estaríamos dispuestos a sufrir incomodidades por un par de semanas para evitar que mueran millones de personas? Sí. Pero como el escenario real no es ninguno de esos extremos, estamos obligados a elegir cómo nos vamos a calibrar, qué sacrificios vamos a asumir. Es muy difícil predecir qué decisiones van a causar el menor sufrimiento posible, pero hay que tratar de acercarse. Y para eso habría que destrabar un poco esta discusión en que cada actor tiene el foco en su propia área.

Compitiendo por quién ve la realidad más real.

Claro, es como estar en el bosque y decir: “Yo estoy mirando la migración de los pájaros”, “sí, pero yo estoy mirando la transferencia de carbono”, “sí, pero yo estoy mirando las especies de árboles”. ¿Y quién está mirando el bosque? A mí me encantaría ver mesas interdisciplinarias donde haya epidemiólogos y médicos conversando con economistas, sociólogos, psicólogos. Y con políticos, obviamente. Puedo pecar de optimista, pero creo que ese tipo de conversaciones nos ayudarían a pensar mejor y a no sospechar tanto de los otros.

Tampoco contribuye que el virus nos haya pillado con los niveles de confianza en el suelo, un tema del que venías hablando hace tiempo.

Sí, justo me estaba acordando de que hace cuatro años hablé en el Congreso del Futuro sobre la crisis de la confianza en Chile. O sea, ya era un tema en ese momento. Súmale el efecto polarizador de las redes sociales, luego el estallido social y ahora el coronavirus. Es bien complejo, porque la confianza es la base de las relaciones sociales. Y lo que encuentro más delicado es que la crisis de confianza ya no está afectando solo a las instituciones y a los políticos, sino al empirismo como modo de pensar. Se puso muy de moda la desconfianza en “los expertos”, ya sea por las teorías conspirativas o por la pregunta más profunda sobre qué autoridad tiene un “experto” y cuándo le damos palco. Pero ahora necesitamos poner mucha confianza en los expertos en salud pública, en la ciencia y en el empirismo como estructura de pensamiento. Entonces, hay que rebobinar un poco ese discurso y quitarle el glamour a esa desconfianza.

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"Recibimos un tremendo ubicatex de la naturaleza. A mí me parecía muy curioso este afán de control, de eliminar los potenciales riesgos de la vida. Y me preguntaba, sobre todo, qué nos hizo creer que eso era posible".

Otra salida a la crisis de confianza se ha buscado desde la demanda por más empatía, una facultad que estudiaste bastante a fondo en tus trabajos sobre los bonobos.

Sí, pero creo que ahí estamos ocupando la palabra equivocada.

¿Por qué?

Porque nos estamos centrando en reclamar empatía para resolver la tensión gigantesca que ha creado este mundo hiperconectado. Pero la empatía es una facultad que se desarrolló en el contexto de las interacciones cara a cara, entre individuos que se conocen y pueden contagiarse comportamientos y luego emociones. Es muy distinto pedirles empatía a humanos que no se conocen. Hasta cierto punto, podemos hacerlo, porque tenemos la capacidad de pensarnos como especie, pero ahí la empatía es un recurso muy insuficiente. Porque si yo te pido empatía, te estoy pidiendo que entiendas cómo es vivir y sentir como yo. Y si el objetivo es crear marcos de convivencia que integren distintas formas de vida y distintas necesidades, la interpelación tiene que ser “entendámonos como sociedad”, más que “entiéndeme tú a mí”. Esto de la revolución de las emociones, y que si yo siento más fuerte tengo más autoridad y más derecho, no va a resolver las dificultades para entendernos en sociedades tan complejas como las de hoy.

También se ha dicho que la pandemia nos pilló en un momento de muy baja tolerancia al peligro, a lo incontrolable. Que muchos comportamientos nuevos -desde ciertas modas alimenticias a la proliferación de “espacios seguros”- se orientaban a bloquear cualquier perturbación que nos hiciera sentir vulnerables.

Claro, y lo que nos pudiera ofender. Creo que en ese plano también recibimos un tremendo ubicatex de la naturaleza. A mí me parecía muy curioso este afán de control, de eliminar los potenciales riesgos de la vida. Y me preguntaba, sobre todo, qué nos hizo creer que eso era posible. Hay que sentirse muy Dios para pensar que uno puede controlar de esa manera la naturaleza y a los otros seres humanos. No estoy diciendo “ay, tienes que hacerte amigo del miedo, vive el peligro”. Ya tuve 18 años, digamos. Aunque esa rareza generacional también me llamaba mucho la atención: la oda a la seguridad, quizás por primera vez en la historia, venía más de los jóvenes que de los viejos. Pero en fin, ya no queda otra que volver a amigarnos con la noción de que la vida es incierta, intrínsecamente riesgosa. Así y todo, hemos logrado reducir muchos peligros y causas de muerte, y creo que este reencuentro con nuestra fragilidad nos reubica. La percepción de la muerte reorganiza las prioridades. Además, el virus también nos ha mostrado otra cosa: que nos gusta vivir, que obviamente vale la pena vivir, al margen de todo lo que nos duele y todo lo que rabiamos. Y esto va a ser difícil, pero veremos que somos resilientes y capaces de cooperar en muchas escalas distintas.

Y cuando la urgencia y el miedo pasen, ¿iremos a repensar nuestra relación con el planeta y las maneras de habitarlo? ¿O vamos a volver a lo de siempre?

Sinceramente, y por definición, no tengo idea, porque esto está empezando y va para largo. Durante varias semanas, mañana será peor que hoy. Pero una vez que pase la ola, si es que logramos pensar críticamente lo que ocurrió, y a partir de la evidencia y no de las fake news ni del bipartidismo, deberíamos tratar de recalibrar nuestra forma de habitar el planeta como sociedad global. Al final, no se trata tanto de tomar decisiones nuevas, sino de entender que ya las estamos tomando. Al decidir cuánto invertimos en salud, en conectividad social, en cultura, en conservar la naturaleza, ya estamos indicando qué bienestar nos importa más, para nosotros y para el resto. Y qué fuentes de sufrimiento entendemos y cuáles no.

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