Jean Casimir: “Hay países que nunca van a permitir que en Haití mandemos los haitianos”

Jean Casimir

Considerado uno de los intelectuales vivos más importantes de su país, Casimir afirma que en Haití conviven hace siglos dos órdenes sociales paralelos: el del poder público, que habla en francés aunque el pueblo no lo entienda, y el de la vida comunitaria, que protege su cultura de la burocracia estatal. A esa insostenible dualidad, reforzada periódicamente desde el exterior, atribuye la inoperancia del Estado haitiano: ni tan Estado, según el sociólogo, ni tan haitiano.


Como casi todo habitante de Puerto Príncipe, por estos días Jean Casimir (1938) sólo sale a la calle si realmente lo necesita. El riesgo de ser secuestrado por las pandillas que controlan la ciudad, o de ser alcanzado por sus balaceras, obliga a vivir puertas adentro. “Yo voy al súper a comprar mi comida, tengo uno o dos amigos que visito y nada más –cuenta desde su casa–. Además, hay problemas serios de salud pública, usted no puede encontrar un médico. Y si va, va con miedo. Tampoco voy a dar clases, porque soy muy viejo para correr. ¿Me explico? Los linchamientos que hay ahorita son populares por la gente ya está hasta el copete. Inclusive se enoja con los periodistas que dicen que no se puede linchar, que hay que ir por el proceso jurídico. Francamente, no sé cómo vamos a seguir adelante”.

A los 18 años, Casimir emigró a México para estudiar sociología en la UNAM, donde se vinculó con el marxismo latinoamericano y luego con los pensadores de la teoría de la dependencia. Con el tiempo, se convirtió en el intelectual haitiano de referencia para todos quienes participaban de esas corrientes (“¿Qué? ¿Jean Casimir todavía está vivo?”, le comentó a este periodista un contemporáneo suyo). Desde el comienzo, sin embargo, percibió un descalce: aquel pensamiento emancipador miraba a sus pueblos con ojos demasiados europeos. Lo ilustra, entre carcajadas, con esta anécdota: En mi primer año de universidad, un profesor muy importante se puso a hablar sobre la antropofagia de los indígenas de México. Y yo le pregunté: ‘¿Cuál es el problema, si ustedes se comen a Dios todas las mañanas?’ ¡El profesor se me desmaya! ‘No, no es la misma cosa’. ‘¿Cómo que no? Pregunte a cualquier cristiano, ese es el cuerpo de Cristo, no es un pan. Entonces no veo cuál es su problema si un indio se come un pedacito de otro indio’”.

Casimir regresó a su país 30 años después, trabajó más de una década en la sede caribeña de la Cepal, publicó su clásico La cultura oprimida (1981) y fue embajador de Haití en Estados Unidos (1991-1996) nombrado por J. B. Aristide. Hoy reparte su año académico entre la Universidad Estatal de Haití y la Universidad de Duke. La semana pasada participó a la distancia del Festival Migrante organizado por la Usach, donde presentó su libro más reciente y, tal vez, el más ambicioso: Una lectura decolonial de la historia de los haitianos, publicado en francés en 2018 y ahora traducido por Ambos Ediciones, sello chileno enfocado en la cultura haitiana.

Podría decirse, leyendo su libro, que ha dedicado la vida a entender un problema de creciente actualidad: los desencuentros entre la sociedad y el Estado.

Y le explico por qué. Mis maestros en Haití pertenecían a la primera generación que llegó al poder desde la negritud, con la llamada Revolución del 46. Y el instrumento de cambio para ellos era el Estado, ¿no? Pero cuando llego a participar en las altas esferas del Estado, me doy cuenta de que el cambio, como dicen en buen mexicano, pues mis cuernos. Ningún cambio. Comprender eso, entonces, va a ser central para nosotros. Porque también es la época del desarrollismo, de Raúl Prebisch, se creía que una intervención planificada podía conseguir esto y lo otro. Mi generación va comprendiendo que la sociedad tiene su ritmo, tiene sus pasos y no se la puede cambiar como usted quiera.

Pese a la historia reciente de Haití, con todos los dramas que conocemos, usted sostiene que hablar de un “Estado fallido” denota una suerte de prejuicio moderno.

Sí. ¿Y por qué digo esto? De partida, porque le llaman “Estado fallido” a algo que en Europa ni siquiera le llamarían Estado, porque no es más que una maquinaria administrativa. Partió siendo la burocracia que mandaba Francia a gestionar la sociedad de plantaciones. Luego nos hicimos independientes y nuestros grupos urbanos, los esclavos libertos que hablaban francés, se apoderaron de esto y lo continuaron. Pero la gente siguió haciendo sus cosas, nunca les tomó el apunte, porque el sistema capitalista moderno –lo que esta burocracia quería imponer– no tenía nada que ver con sus formas de vida. Entonces, lo que siempre ha fallado es eso: una maquinaria de gestión que quiere integrarnos a la modernidad sin preguntarnos. Y que tiene un discurso de participación popular, pero entra en pánico cuando el pueblo participa. Entonces, hacen como que mandan desde arriba, poniendo gente sin legitimidad ninguna, mientras el supuesto Estado da vueltas en redondo. Pierden el tiempo, pero de eso viven, porque les permite capturar lo que producen las provincias.

Pero usted va más lejos: dice que la sociedad haitiana no sólo ha ignorado al poder público, sino que se creó a sí misma por oposición a él.

Ahí ponemos el dedo en la llaga. Mire, el pueblo que va a nacer en Haití no es, como los de América del Sur, un pueblo con tradiciones propias que un día es invadido y le desarman todo. Aquí son individuos sueltos que traen del golfo de Guinea, de unas 24 naciones diferentes, hablando no sé cuántos idiomas, a trabajar de esclavos en una plantación. Y lo primero que usted tiene que hacer, cuando llega, es entender quién es ese señor que tiene tanto poder y le pega si usted hace esto o lo otro, le puede cortar el brazo, estamparlo como a un buey, inclusive matarle. Es decir, usted tiene que creolizarse, conocer las reglas del sistema que lo domina. Pero después de trabajar todo el día recibiendo golpes, va al galpón donde duerme y encuentra a otros como usted que le van a ayudar, le van a pasar un poco de aceite, le van a consolar, en fin. Entonces, con ese señor que quizás en África era su enemigo, van creando un orden social paralelo, con sus propios conocimientos, para oponerse al sistema que los oprime. Pero esa oposición se hace en la vida privada, en creol.

Mientras el orden colonial habla francés.

Claro, pero oiga: usted va a seguir viviendo bajo las reglas del orden colonial. Por lo tanto, tiene que manejar el conocimiento de ambos mundos. Así nace esta dualidad que da forma a la sociedad haitiana. Papa Legba, uno de los dioses del vudú, es el dios del cruce de caminos. Nosotros vivimos en un cruce de caminos, y en el vudú se conoce que el cruce de caminos es un lugar peligrosísimo, porque pasan muchas corrientes. Entonces, usted usa las dos manos: tiene que hablar con el diablo y con los santos. La gente siempre sabe que tiene que manejar las dos cosas. Es nuestra gran diferencia con Jamaica o Barbados, o los negros de Estados Unidos, que viven dentro de instituciones modernas. Nosotros hemos tenido que cuajar instituciones en la vida comunitaria.

¿Y qué estructuras sociales o visiones de mundo van a salir de ahí?

Bueno, como estas gentes se están defendiendo de la alevosía de los más fuertes, acaban teniendo como valor principal el famoso Tout moun se moun, “toda persona es una persona”. O sea, los que éramos enemigos en África, junto con los piratas, los moros, los judíos y todos los que vinieron corriendo, decidimos que todo el mundo es una persona que merece respeto. O un negro, porque usted también es un negro.

¿Cómo?

Si alguien ahorita me llama por teléfono, yo le diré “no, estoy ocupado hablando con un negro muy importante”. ¿Ve usted? Es una manera de codificar que aquí somos todos personas, no hay razas. Otro ejemplo muy simple. Nosotros no podemos decir “vosotros” o “ustedes”, la palabra no existe en creol. Hoy quedamos de conectarnos a las 11 y yo me atrasé, ¿no? Y usted me va a decir que “nosotros” llegamos tarde, pero usted estaba ahí. Porque acontece que usted y yo, al juntarnos, nos volvemos un nosotros. Todo esto lo creamos para poder protegernos, para alargar el poco de vida que nos ofrecía el sistema esclavista. La base es tolerancia, reciprocidad. Todo va en torno a mantener la alegría, el goce de la vida. Y fíjese usted que, ya en el siglo XVI, hay una bola de marginales europeos que huyen a América buscando lo mismo. Son los que se buscan islas desocupadas para vivir, como La Tortuga. La gente biempensante decía que eran licenciosos que se la pasaban tomando y viviendo con mujeres laxas, precisamente porque gozaban de la vida mientras el sistema europeo feudal exigía otra cosa.

Pero usted dice que la cultura haitiana se diferencia sobre todo del capitalismo moderno.

Sí, porque fue creando otra forma de individuación. Para nosotros, el individuo es un señor secundario a la comunidad. Es un débil, un desafortunado, porque solito no vale ni lo que se le unta al queso. Pero en grupo es una persona que se puede defender. Entonces, lo primero es tu vecindad. Yo soy muy suspicaz cuando te veo rico y con mucho éxito, ya me parece que está el diablo ahí metido, porque normalmente todos subimos juntos. Y eso no es exclusivo de nosotros. En México, por ejemplo, existen instituciones como las mayordomías: el tipo más exitoso del pueblo tiene que pagar la fiesta del santo patrón. Vaya desenfundando su dinero, ¿ah?

Cuando usted afirma que al pueblo haitiano nadie le preguntó si quería ser moderno, ¿está diciendo que no quiere serlo?

En primer lugar, al decir “moderno” no digo “contemporáneo”, ¿no? Me refiero al proyecto clásico de la modernidad, no a la tecnología y esas cosas. De hecho, el pueblo haitiano no podría presentar su cohesión actual sin WhatsApp, Facebook y el teléfono portátil. Pero está buscando una modernidad que no sea castrante y aquí volvemos al problema del Estado. Un ejemplo. Durante la época colonial, antes de 1804, no existía en Haití mercado interno, todo se exportaba. Pero después de la Revolución, la gente poco a poco sustituye el monocultivo de azúcar o café por el conuco, el pequeño jardín familiar que produce víveres. Y usted va a tener una multiplicación de mercados rurales que fundan un mercado interno, donde el administrador número uno son las vendedoras, las mujeres. Es decir, la gente cambió la orientación de la sociedad hacia las necesidades locales. Y exportando los excedentes, pero ya no trabajando para la exportación. Bueno, ¿qué está haciendo mientras tanto el Estado, los que heredaron el gobierno colonial? Tratando de restaurar la gran plantación exportadora. Durante todo el siglo XIX hicieron reglamentos de cultivo y códigos rurales para volver a lo que había antes.

Dice en el libro que todo eso era un simulacro.

¡Si nadie les hacía caso! Pero ellos se seguían comportando como si todo el mundo les obedeciera, para engrosar la burocracia a expensas de la agricultura. Luego, en 1915 llega Estados Unidos, toma el país y lo primero que tiene en mente es volver a hacer plantaciones. Se queda casi dos décadas y no deja más de tres plantaciones en el país. Porque el pueblo tiene su propia pasividad, por decirlo así, que es su forma de defender sus estructuras de convivencia. No vence, porque no puede, pero se las arregla para no cambiar. Mejor vamos a trabajar afuera y mandamos remesas, pero en casita no cambiamos. ¿Ve usted? Estados Unidos puso plantaciones en Cuba, en República Dominicana, pero aquí lo único que pudo hacer fue apretarnos el pescuezo. Y convertir a Puerto Príncipe, que era una capital vagabunda, en una capital con poder que les saca toda la crema a las provincias. Yo soy de Puerto Príncipe, pero es una ciudad de parásitos. Se traen el dinero de los mercados rurales y aquí lo roban o lo destruyen. Eso ha significado la introducción en la modernidad para nosotros.

Pero modernidad también quiere decir, por ejemplo, Estado de derecho. ¿Diría que el pueblo haitiano también se resiste a eso?

No, sin duda nos atrae ¿Pero cuál es el problema? ¡Que en Haití la ley no refleja el derecho! La gente tiene una idea de sus derechos y quiere que se respeten, pero los concibe en relación con los bienes que realmente tiene: su espíritu, sus costumbres, sus deseos de reciprocidad. Y eso tendría que traducirse en leyes, pero la ley te la meten como una camisa de fuerza. El Código Negro creado por Luis XIV, que rigió todo nuestro período francés, establecía que el esclavo no puede poseer nada que no pertenezca a su amo. En ese marco, ¿cómo puede usted tener una familia, si para casarse tiene que aportar bienes materiales? Para tenerla, va a inventar un sistema que no necesite la propiedad privada. Y siendo así, tampoco puede haber patriarcado. ¿A quién va a mandar el macho, si va con una mano adelante y otra atrás? Además, ese señor no se va a casar, porque eran todos arrejuntados, es unión libre. En resumen, la familia es comunitaria. Por eso afuera, donde hay haitianos migrantes, no logran entender que un niño haga algo y el vecino le dé una corrección. “¿Cómo se atreve, si no es tu papá?”. Entonces, el Estado de derecho sin duda lo queremos, pero uno que refleje nuestras costumbres. Si no, es un Estado de leyes, no de derecho.

En cuanto a la democracia, usted plantea es que la piedra de tope es que Haití nunca ha tenido sus propias élites.

Pero es tan evidente. Mira, si tú tienes 20 zapateros, los tres mejores son la élite de los zapateros, ¿no? Pero si tú hablas francés y el pueblo habla creol, ¡no puedes ser la élite de ese pueblo! Es simplemente una oligarquía que se apropió de todo cuando sacamos a los franceses y administra el país en su propio idioma.

¿Para usted la democracia haitiana sólo va a ser viable si se hace en creol?

No, no, no. En primer lugar, nosotros no vivimos en una isla, vivimos en un mundo. Y eso implica... Te voy a contar un cuento, que es mejor. Y esto es cierto, es histórico. A fines del siglo XIX, llega al poder un general que es un cacique de provincia, un tipo que no sabe francés. Y está armando su gabinete, distribuyendo puestos a una bola de mulatos de Puerto Príncipe que hablan francés. Viendo esto, su brazo derecho le dice: “Presidente, ¿me daría también un puesto de ministro?”. Y él se voltea y le dice: “Usted puede ser presidente, pero ministro no puede ser”. ¡Ja, ja, ja! ¡Porque el ministro tiene que poder discutir con los franceses! O sea, los idiomas tienen que usarse según su función. Si estoy dirigiendo un laboratorio, no voy a buscar una palabra en creol para decir penicilina, la saco de ahí. Pero, al mismo tiempo, no puede haber democracia si el pensamiento popular no entra al espacio público. Y esa es la base de nuestra crisis actual: el pensamiento popular se está metiendo al espacio público. A tal grado que el embajador americano se vio obligado a dar una entrevista en creol, porque quería hablar con el pueblo. Imagínese, por ejemplo, que en Chile todos los gobernantes hablaran ruso o chino. ¿Quién podría decir que hay una democracia en Chile?

¿Qué porcentaje de los haitianos entiende bien el francés?

No pasa del 10%. Pero hoy estamos viviendo un cambio de época, porque el creol ya tomó el espacio público y esto no se puede echar atrás. La administración pública y la vida privada, que siempre fueron realidades paralelas, van a tener que aceptar su mutua existencia y buscar una manera de dialogar.

Algunos dicen que los defensores del creol quieren hacer tabula rasa, renegando de la historia del país que ya se hizo en francés.

No es verdad. Yo vengo diciendo hace mucho que los haitianos, al salir de la escuela primaria, deberían de hablar francés y creol sin ningún problema. Y al salir de la secundaria, español e inglés, porque estamos en mitad del Caribe. Ahora bien, usted no va a tirar a la basura la literatura haitiana en francés, ni la cantidad de intelectuales que tuvimos, ¿me explico? No vamos a escupir sobre nuestra riqueza. Pero lo que nos mantuvo en vida es el creol, no el francés. Ese idioma es nuestro archivo, la traducción de nuestra experiencia de vida. Yo no uso en sociología una hipótesis que no pueda traducirse al creol, por ejemplo. Para los que hablamos francés es un problema, porque sin darnos cuenta nos movemos de un sistema semántico al otro. Y acontece que familia, vecindad, religiosidad, todo ese tipo de cosas significan otra cosa en creol. Ejemplo muy sencillo: no hay un haitiano que no practique el vudú. Si alguno dice que no lo practica, nadie le va a creer. Porque el vudú no es realmente una religión al modo del catolicismo, tenemos otra forma de espiritualidad.

Los críticos de la teoría decolonial suelen decir que esa escuela, de un modo voluntarista, intenta separar aguas entre las culturas locales y la influencia europea, allí donde la mezcla ya es irreversible.

Hablan de lo que no conocen. Lo que pasa, por lo menos con los franceses, es que les parece que ellos deberían haberlo inventado. Ahorita escuché que hay un problema porque quieren que la teoría decolonial comience con Césaire y Fanon. Madre de Dios, ¿por qué siempre tiene que estar usted en la mitad del ombligo? Yo estoy por recibir el Premio Fanon, no hay a quien pueda adorar mejor, pero no tienen que ser los descubridores de todo. Además, nosotros estamos haciendo una lectura de lo que el pueblo viene haciendo hace siglos. Thomas Madiou, un historiador del siglo XIX que era muy de derecha, dice: “El africano, aunque esclavo, jamás ha dejado de ser libre”. No puede dejar de verlo. Pero eso no quiere decir que usted no necesita a los demás. Por Dios, Descartes es Descartes, Aristóteles es Aristóteles. Y nosotros tenemos que manejar las dos cosas, porque nos encontramos en un cruce de caminos y en ese cruce tenemos que vivir.

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Algunos haitianos han dicho que el carácter algo retraído del chileno les acomoda mejor que el de sus vecinos dominicanos, con los que no se llevan muy bien.

Bueno, es que el haitiano es fundamentalmente un igualado: aunque esté en la calle pidiendo, no piensa que es inferior. Y claro, eso causa roces, porque mientras el mundo describe al haitiano como “peor no puede ser”, lo más bajo que existe, él va pensando que no es segundo de nadie. Esto crea problemas…

La cultura popular que ha descrito, en todo caso, parece difícil de conciliar con la violencia tan brutal que hay ahora en el país.

La explicación a eso es muy sencilla. A principios del siglo XX, un señor dijo que Haití era el país más pacífico que se pueda imaginar, salvo cuando se plantea el problema político: ahí no hay ley. Bueno, ¿por qué ocurre eso? Porque dada nuestra estructura social incompleta, sin clases dominantes propiamente tales, todas las revoluciones se hacen contra un imperio, nunca contra una clase local. Y los imperios, sea Francia, Estados Unidos, España, lo que usted quiera, vienen a barrer con usted, no a negociar. De manera que usted tiene que pelear para sacarlos y eso es pura sangre, no hay término medio. Y lo que usted ve ahora es la continuación de esa violencia política. Pero hace 10 años, teníamos la tasa de criminalidad más baja del continente, o de las más bajas. Barrios enteros podían funcionar sin un solo policía. Ahí tiene usted la respuesta a su pregunta.

Pero en este caso, ¿a qué poder imperial se remite esa violencia política?

Vaya, ¿quién cree usted que es el poder imperial en América Latina? Desde 1915, cuando Estados Unidos tomó el poder, ninguna persona llegó a ser presidente de Haití sin que ellos dieran su visto bueno. El único ejemplo es Aristide, que no duró dos años antes de que le dieran un golpe de Estado. Y ya el pueblo vota según si le dan dinero o no, porque vio que esta democracia es un puro cuento, que hay países que nunca van a permitir que en Haití mandemos los haitianos. Estados Unidos, Francia, Canadá, Inglaterra, ellos mandan, simple y sencillamente mandan. Y entonces las oligarquías, como no hay instituciones, van teniendo ejércitos privados y así fueron creciendo estas pandillas.

Pero se culpa al expresidente Aristide de haber sido quien, a principios de los dos mil, empezó a armar a estos grupos de jóvenes para operar políticamente en los barrios.

No lo sé, puede que sí o que no, para mí es irrelevante quién lo comenzó. En el largo plazo, esos grupos nacen porque un país no puede vivir sin una fuerza pública manejable y que opere dentro de un sistema legal. Aquí Estados Unidos puso su propio ejército, más tarde Duvalier lo reemplazó por su ejército privado, luego Aristide lo disolvió para que no hiciera más golpes de Estado y ahí comenzaron a pulular milicias privadas. ¿Quién lo comenzó? Puede que sea él, eso no importa. Y también tenemos que ver qué pasó con el sistema jurídico. ¿Quién acabó con la inamovilidad de los jueces? Los Estados Unidos. ¿Y con la libertad de prensa? La ocupación americana. ¿Y quién comenzó con nombrar casi al dedazo a los presidentes? Y ahorita se dan cuenta de que los haitianos tienen un Estado fallido. Mire, la gran diferencia entre Haití y las colonias inglesas es que, si había una revuelta en Jamaica, llegaba la Marina Real y ponía orden. ¿Pero quién gastaba esa plata? Inglaterra. Cuando Estados Unidos creó nuestro ejército y lo mandó a ocupar el país, pagábamos con nuestro dinero a todos los militares americanos. Oiga usted, ¿quién falló?

Como sea, los políticos haitianos pusieron de su parte. Si financiaban a las bandas que hoy disparan contra la gente…

Mire, yo no defiendo a esos viciosos. Lo que intento decirle es que si este proceso hubiera sido inconveniente para Estados Unidos, se moría en el huevo. ¿Cómo puede ser que en Haití, el país más pobre de América, la gente tenga armas que cuestan más que un coche? ¿Cómo es que ellos aplican muy bien los embargos contra ciertos países y no pueden impedir que lleguen sus armas aquí? Ahorita están tomando sanciones contra una serie de oligarcas haitianos, por sus vínculos con mafias y qué sé yo. ¿Me van a decir que sólo ayer su servicio de inteligencia les informó qué hacía esta gente? Por favor, que me cuenten otro cuento de vaqueros, porque estos francamente ya no me hacen reír. Lo hacen porque están con los dos pies en un solo zapato: no saben cómo manejar este país y no van a dejar que nosotros lo manejemos. Lo malo es que nosotros, no pudiéndolo manejar, normalmente nos retraemos de la vida pública y asistimos a ver qué van a hacer. Pero ahorita no podemos.

¿Por qué?

Porque estamos sin recursos para sobrevivir, no tenemos dónde replegarnos. Los núcleos comunitarios rurales tenían cómo encontrar recursos. Pero los núcleos que se han creado en los tugurios, en los guetos, no comen si no sirven a quien tenga dinero, no importa quién sea. Estamos en ese callejón sin salida y yo no veo, personalmente, cómo vamos a salir de ahí. El nivel de sufrimiento y de precariedad que estamos viviendo llega a un punto insostenible. Los niños que no pueden ni siquiera ir a la escuela, la desnutrición, el hambre…

¿A qué tipo de solución aspiran, entonces?

No sabemos a qué santo rezar para que nos dejen en paz. Un enviado de Francia me preguntó cómo pensaba yo que ellos podrían ayudarnos, y le dije: “Le voy a contestar como un mexicano: por favor no me ayudes, compadre”. Esa es la mejor ayuda, que no nos ayuden tanto. Sólo impidan que lleguen armas y nosotros encontraremos la solución.

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