Josefina Araos, historiadora: “Nuestra clase política todavía define al pueblo por lo que le falta, no por lo que es”

Josefina Araos
Josefina Araos. Foto : Andres Perez

Historiadora de la UC e investigadora del IES, Josefina Araos (33) integra la avanzada intelectual socialcristiana que, tras la crisis de octubre, se prestigió como la única tradición pensante de la derecha que no había perdido de vista a la sociedad. Votó Apruebo en el plebiscito y sus críticas a la derecha y a la izquierda se derivan de un mismo tema de investigación: la cultura popular latinoamericana, ninguneada una y otra vez por los Estados nacionales. Por eso cree que sus contemporáneos de izquierda, al interpretar la demanda por dignidad, han honrado el paternalismo de la más antigua oligarquía criolla. Hoy cursa el doctorado en Filosofía en la Universidad de los Andes y en esta entrevista explica qué significa defender la cultura popular en tiempos tan hostiles para los amantes de la tradición.

Ya que en tus artículos resuenan varias críticas al modelo que uno asocia a la izquierda, partamos por explicar por qué eres de derecha.

Es que nunca he llegado a pensarme como alguien “de derecha”…

En el IES son bien esquivos, si uno les dice “conservadores” tampoco son.

Puede ser [se ríe], pero yo tengo ese problema desde chica, cuando leía a la Mafalda y me contagié de su terror a las etiquetas. A veces me dicen “intelectual católica” y ahí me siento más cómoda, porque me remite a una tradición cultural pero a la vez me deja moverme con libertad y apropiarme de ideas que podrían parecer de izquierda. De hecho, en el IES nos han criticado muchas veces por “hacerle el juego a la izquierda”. Y al menos para mí, Kathya Araujo, Manuel Canales o Juan Pablo Luna son referencias ineludibles para entender a la sociedad chilena actual, aunque discrepe con ellos en algunas premisas o conclusiones. La etiqueta “conservadora” tampoco me complica mucho, en el preciso sentido de que, si algo no soy, es progresista.

¿En qué cree un no progresista?

No cree, al menos, que la historia avance hacia un fin específico, y que entonces todo cambio sea un paso adelante, el movimiento de los tiempos desde lo malo hacia lo bueno. Pensar así no te hace ser menos crítico del presente, pero sí tener una mirada más dialogante con el pasado, más reconciliada con él, en tanto ese pasado es el repositorio de la cultura que te permite mirar el presente como parte de una comunidad.

¿Ves una relación necesaria entre progresismo e individualismo?

No sé si lo plantearía así. Pero el individualismo es un problema de la modernidad, no empezó hace 20 años. Tocqueville vio hace dos siglos, en la sociedad estadounidense, que los tiempos democráticos traían consigo un quiebre del vínculo con la tradición, de la continuidad generacional hacia el pasado, y con ese quiebre, una cierta idea de que ya no le debemos nada a nadie. Y esa idea sí genera sociedades individualistas, pero creo que además es equivocada, porque siempre le debes algo a otro, no te das a ti mismo la existencia. Los propios elementos para criticar tu cultura te los dio esa cultura que es anterior a ti. Entonces, esa relación con el pasado que sólo ve ataduras u opresiones de las cuales tú te vas a liberar, al final no te permite dar cuenta de quién eres. Porque ese “quién eres” no es pura construcción subjetiva, nunca.

Para tu generación política, los grandes hitos formativos fueron los movimientos de 2006 y 2011. ¿Qué significaron para ti, dado su evidente espíritu progresista y de quiebre generacional?

Me marcaron profundamente, aunque los viví como espectadora, no fui una protagonista activa que estuviera movilizándose en las calles. Del 2006 me acuerdo menos, pero el 2011 me estaba formando con Sol Serrano y su equipo de historia de la educación, así que me tocaba muy de cerca la evidencia de este abismo entre la escuela de ricos y la de pobres. Creo que ahí tomé conciencia del desmantelamiento de la sociedad chilena que había significado la dictadura. Al verlo tan claramente en la educación, pude verlo después en todas las áreas de la vida social. En ese sentido, me identifiqué con la crítica que se estaba haciendo. Pero luego fui tomando distancia de los movimientos que se articularon desde esa crítica, como el NAU o el Frente Amplio.

¿Por dónde pasó esa distancia?

Lo que nunca me gustó de la izquierda de mi generación es que su lectura crítica del presente se sostuviera en un desprecio completo por ese mismo presente. En el fondo, su incapacidad de valorar en términos políticos lo que ocurrió en estos 30 años de democracia. Si uno critica a la dictadura por ser una revolución que arrasó con la sociedad chilena, tiene que saber dialogar con el pasado inmediato de una manera más ponderada, para no volver a arrasar con la realidad en cada momento histórico. Además, el discurso de esa izquierda pretende resolver la fractura entre sociedad y política que existe en Chile, pero yo creo que la potencia. La gente tiene una crítica profunda, pero también siente la necesidad de una política que no venga a echar todo abajo, que la ayude a cuidar lo que tiene. Y si todo tu discurso apela al desprecio por el pasado reciente, después no tienes cómo justificar que quieres mantener ciertas cosas. Aun siendo oposición, la izquierda ya tiene ese problema: le está costando mucho defender la legitimidad de estructuras institucionales que son necesarias para su propio proyecto.

¿Pero no crees que, más allá de los 30 años, el estallido cuestionó tradiciones de larga data en la sociedad, incluidas las republicanas? Se reivindicó todo lo históricamente silenciado.

Claro, la mujer y el pueblo mapuche, para empezar. Pero la demanda por poner fin a las culturas del abuso –la Iglesia fue otro blanco − venía de antes y forma parte de un proceso mundial. Yo separaría eso del cuestionamiento más radical a las matrices de la cultura chilena, porque ahí el movimiento de octubre no es uno solo, con un relato unificado de la historia. Mi sensación es que la demanda por dignidad es muy crítica y diluyente de la tradición institucional, la del Estado, más que de otras. Y que la clase política interpretó esa demanda más preocupada de instrumentalizarla que de conocer a fondo su contenido.

¿Por qué?

Porque esa demanda, en lo inmediato, se alimenta de muchas experiencias de agobio y frustración que ya se han diagnosticado con claridad. Pero en una mirada más larga, también es el reclamo de una sociedad que ha sentido, en distintos momentos de su historia, que no es considerada por la institucionalidad como un sujeto político, sino sólo como un objeto de iniciativas desde la política hacia ella. Y cuando se asume que la gente tomó conciencia de su dignidad el año 2019, porque antes estaba dormida, se recae en el mismo paternalismo que la sociedad está rechazando. Es bien riesgoso pensar a los demás desde el “no tienen nada que perder”. Yo creo que las personas se esforzaron muchísimo y lograron construir ciertas cosas que tienen un gran valor para ellas, y en parte por eso están enojadas con un sistema que no les reconoce ese esfuerzo. Pero nuestra clase política todavía define al pueblo por lo que le falta, no por lo que es y lo que tiene. Es un problema muy antiguo: cada vez que el pueblo reclamó su dignidad, la clase política e intelectual que ha dirigido el Estado se figuró a ese pueblo como si fuera pura carencia.

¿Algún ejemplo?

A comienzos del siglo XX, cuando surge la cuestión social, se discutía mucho un texto de Orrego Luco que es muy revelador. Es un texto fundante de la autocrítica de la oligarquía chilena, son las primeras propuestas que van a llevar al Estado a desarrollar políticas sociales de verdad. Lo dramático es que Orrego Luco, al explicarse la rabia y el descontento, cree ver que las personas han despertado de una “condición oscura”: al llegar del campo a la ciudad, descubrieron, por comparación, que ellos no tenían nada, que eran pura miseria y no se habían dado cuenta. A él le preocupan estas personas, dice que hay que ayudarlas, pero no es capaz de ver en ellas una cultura previa a su enojo. Y esto lo podemos remontar más atrás, a la forma en que operó el Estado del siglo XIX en América Latina: sobre la clave civilización-barbarie. El territorio era una página en blanco, vacía de contenido, que el proyecto republicano debía nutrir de cultura. ¿Y no será que el campesino que llega a la ciudad en el 1900 se enoja por sus carencias pero también porque es mirado con desprecio, justamente como alguien que no tiene nada? Y él sí tiene algo, tiene una cultura, una tradición, una forma de vida. Por eso me impresiona que en 2019 volvamos a decir que la gente estaba viviendo “a ciegas”, sumida en su condición oscura, pero ahora despertó.

¿Pero no hubo una toma de conciencia de que ciertas frustraciones tenían causas sociales y no sólo individuales?

Sí. O quizás esa conciencia logró explicitarse mejor, porque ya existía. Pero el salto que no funciona, y donde yo vuelvo a escuchar a Orrego Luco, es pretender que la aceptación de los 30 años previos no tuvo nada de activa o deliberada, que fue pura pasividad y enajenación. Es mucho más fácil –y más romántico− explicarse la crisis así, pero la gente todavía quiere mantener la lógica individual para las jubilaciones, cada cual con su propia parcela. O sea que no estaba tan dormida antes de octubre.

A la derecha le has planteado una crítica similar a propósito de su temor al populismo, que fue el tema de casi todas tus publicaciones durante el año previo al estallido.

Sí. A mí me interesó estudiar ese tema porque en la discusión pública sobre el populismo nunca aparecía el pueblo. La derecha y el mundo liberal estaban obsesionados con que llegara un Trump o un Bolsonaro, como si la aparición de ese líder no fuera el punto final de una cadena. Y al final no llegó ningún líder: la crisis estalló en la sociedad, que para la clase política latinoamericana siempre ha sido un lugar de verificación, no de origen de los procesos históricos. Por eso no logra reconocer que el líder populista produce un vínculo político, que a veces representa mejor. Desde el caudillismo del siglo XIX, siempre la reacción es demonizar a la figura que levanta las bajas pasiones del pueblo irreflexivo. Y así la democracia entra en un círculo vicioso, porque no logra incorporar la crítica. En este caso, la derecha hablaba de la “amenaza populista” desde una radical indiferencia por el descontento popular. Cuando Piñera gana las elecciones de 2017, asume el gobierno con un triunfalismo total: “¿Vieron que el malestar que justificó las reformas de Bachelet era un invento de la izquierda?”. O sea, hay libros que lo plantean así: era un invento de la izquierda, de la élite obnubilada, porque la gente va feliz a comprar al mall. Por eso se partió viendo a un enemigo externo y poderoso. De la indiferencia, se pasó derechamente al miedo.

Así como la izquierda retrata a un pueblo oprimido cuando critica el modelo, ustedes suelen invocar la cultura popular cuando sirve de objeción a ciertas agendas liberales. ¿Podría ser que también ven en el pueblo un espejo de sus propios valores?

El riesgo de instrumentalizar al pueblo o la cultura popular lo corremos todos. Lo que pasa es que la derecha quedó tan desfasada que hoy sólo la izquierda intenta presentarse como intérprete del malestar, entonces se le notan más esas contradicciones. Por ejemplo, apoya la furia popular contra la institucionalidad, pero ante el rechazo –también popular− al crecimiento de la inmigración, ahí no hay despertar, ni siquiera malestar: eso es puro racismo, xenofobia, provincianismo. Y quizás haya algo de eso, pero también puede haber un malestar social en barrios donde el fenómeno sí produjo impactos de distinto tipo, que no son los barrios altos. Y quizás también hay quienes, desde los barrios altos, invocan ese malestar porque ahí lo popular les juega a favor. A todos nos gusta la cultura popular cuando se identifica con las premisas que defendemos. La única manera de no idealizarla –ni demonizarla− es que tu primera motivación para estudiarla sea realmente comprenderla, atreviéndote a reconocer lo que pueda no gustarte. Y hay algo que intento no olvidar nunca: la realidad es irreductible a las categorías que yo pretenda aplicar sobre ella.

La idea de respetar las tradiciones culturales del pueblo chileno ronda siempre en tus textos y en las propuestas del IES. ¿Qué tradiciones debería proteger el Estado y por qué?

Lo que me interesa no es defender una tradición puntual, sino un criterio: que el Estado siempre asuma que hay una cultura anterior a él, comunidades con historias y vínculos que debe tener en cuenta al intervenir. Para no pasarles por encima, pero también para que sus políticas funcionen. Por ejemplo, Sol Serrano ha mostrado cómo el Estado chileno, al extender la red escolar y verse incapaz de retener a los niños en la escuela, recién ahí se dio cuenta de que había una cultura del otro lado, formas de habitar que la escuela entorpecía. Si la escuela quería entrar en ese mundo, debía adecuarse ella a él, no al revés. Fue así que en el siglo XX incorporó la alimentación de los niños, para ser más funcional a los padres. Pedro Morandé, un autor que me influyó mucho, también le critica a la institucionalidad chilena su permanente desconocimiento de las personas como sujetos de cultura. E incluye en esa crítica tanto a la dictadura −cuyo desprecio por la cultura fue total− como al desarrollismo de las décadas previas.

¿Pero a qué temas o políticas aplicarías hoy ese respeto por las tradiciones? Porque más de algún progresista liberal sospechará que en ese criterio hay un lobo con piel de oveja.

¿Un intento solapado de proteger la religiosidad popular? No se trata de eso. También hay autores de izquierda, como el antropólogo James Scott, que han estudiado los fracasos de los Estados que aplicaron proyectos de ingeniería social, destruyendo las formas de vida que había antes. Ahora, este criterio que intento reivindicar por cierto que abarca el cuidado y respeto de la religiosidad popular. Pero no porque me interese a mí, sino porque es una dimensión importante de la identidad popular y que, de hecho, ha sido históricamente pasada a llevar por un Estado liberal que la vio como mera falsa conciencia, como una estructura de dominación impuesta por la jerarquía y la élite. Y con el mismo criterio, también hay que tomarse en serio las formas de habitar de una comunidad indígena, o de las personas que prefieren seguir viviendo de allegadas antes que aceptar un subsidio habitacional en la periferia, lejos de todos sus vínculos reales. O sea, el contenido de esa cultura popular no es algo que quedó resuelto en algún tiempo original, es un ejercicio de interpretación permanente.

Y en virtud de ese ejercicio, ¿crees que la Iglesia, después de su crisis, seguirá jugando un rol insustituible?

Sí, porque la Iglesia no es sólo una estructura institucional. Es una comunidad enlazada en torno a una fe, y la religiosidad es uno de los datos fundantes de la cultura. El ser humano es religioso, ese no es un rasgo premoderno que se supera. La posibilidad del diálogo con el infinito, con lo trascendente, es constitutiva del ser humano e impacta en tu forma de habitar el mundo, en tu manera ver a los otros. Y la Iglesia es la comunidad que se construye a partir de esa experiencia, si eres católico. Entonces, la institución y sus jerarquías podrán caerse mil veces, pero la comunidad en torno a esa fe va a seguir existiendo. Esto puede sonar aburrido, pero para un católico la fe no es una decisión que depende sólo de ti, también es algo que se te muestra, y esa experiencia se va entregando de generación en generación. Para algunos esto significa quedar atrapado en la tradición, porque creen que la libre autodeterminación sólo es posible desde aquello que tiene fundamentos racionales. Yo creo que la cultura, y la realización de cada individuo como tal, se mueven entre horizontes mucho más amplios.

¿Y crees que se puede hacer una lectura cristiana del estallido social, por lo que tuvo de búsqueda de sentido?

Sin duda, porque eso mostró una crisis de los tejidos y los lazos sociales. Por eso tuvo tanta fuerza esta idea de encontrarse, de abrazarse, de darse la mano, de “no nos soltemos más”. Ahí uno dice, ¿qué carencias hay para que en una movilización de este tipo encuentres unos lazos que buscabas desesperadamente? Y la tradición católica se teje en el encuentro cara a cara de unos con otros, eso es lo que está en su base, su raíz misma es el encuentro de Jesús con sus discípulos. Entonces, una crisis de los vínculos sociales le debiera interesar a la Iglesia de manera muy prioritaria, y no desde una mirada sólo reactiva, a la defensiva de estos procesos, como a veces se ha comportado. Debiera querer ofrecer un camino para acompañar la recomposición de esos vínculos.

La izquierda lo ha pasado mucho mejor que la derecha con la irrupción de las políticas identitarias. ¿Por dónde te subes a ese carro para no quedarte en la actitud reactiva?

La agenda identitaria les hace sentido a las personas, ese es un dato de la causa. Y las tiende a movilizar más, porque también son agendas más parceladas que las del siglo XX y en sociedades más fragmentadas, más individualizadas, le permiten a cada uno aparecer en el espacio público desde su propia reivindicación. Pero yo tiendo a ser crítica −y quizás sí soy un poco reactiva− de sus dificultades para conjugarse con agendas comunes. Creo que han sido muy eficaces para estructurar una parte del conflicto político, pero la política y la vida en común funcionan si también podemos articular acciones colectivas.

El feminismo ha sido un ejemplo de política identitaria que genera acciones colectivas.

Sí, ha sido un buen ejemplo. Pero también es cierto que el feminismo está empezando a enfrentar una tensión: algunas de sus ramas, al tratar de abarcar todas las formas de exclusión que reconocen las agendas identitarias, han tendido a desdibujar el contenido original que sustentaba su agenda, que es la experiencia de ser mujer en la sociedad occidental. O sea, el intento de ampliar el campo político sólo a partir de causas identitarias se topa con esa limitación. Y también en Estados Unidos la agenda identitaria empieza a mostrar limitaciones: la conflictividad entre afrodescendientes y población blanca parece estar recrudeciendo, avanzando hacia formas cada vez más excluyentes de relacionarse, en vez de articular agendas que busquen una mejor vinculación entre los grupos.

La caída en desgracia de Foucault ha sido la delicia de los conservadores.

Más bien, ha sido la demostración de que con la lógica de la cancelación te vas a quedar sin referencias rápidamente. Yo soy una lectora de Heidegger y ahí la discusión no es sólo si hay que desecharlo porque apoyó al nazismo, sino, además, si ese apoyo se deriva de su pensamiento. ¿Y cómo vas a responder esa segunda pregunta, que es la más importante, si te niegas a leerlo? A veces salen a la luz cosas terribles, pero también es brutal pensar que las ideas aceptables tienen que nacer de mentes incapaces de albergar el mal. Y ni siquiera porque hayan cambiado los criterios: si supiéramos todo de los autores actuales, también nos espantarían las oscuridades que esconde el alma humana.

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