Juan Gabriel Vásquez, escritor colombiano: “No hay ninguna justificación para la violencia como mecanismo político en nuestras sociedades”
El reconocido autor habla de su premiada novela Volver la vista atrás. En ella narra la agitada y arriesgada vida del cineasta Sergio Cabrera, que cubre períodos emblemáticos del siglo XX: hijo de un exiliado de la república española, fue parte de las Brigadas Rojas en China y miembro de la guerrilla en Colombia. El novelista analiza también el proceso de paz en su país y el desafío de la izquierda latinoamericana actual.
No era una vida cualquiera. Fausto Cabrera había llegado a América a bordo de una familia derrotada en la Guerra Civil Española. En Colombia se convirtió en un reconocido actor y director de teatro y televisión. Abrazó la causa revolucionaria y de algún modo delineó el destino de su hijo, el cineasta Sergio Cabrera. El hijo heredó el amor por el cine y la fe en la revolución: en China, en los 60, se unió a las Brigadas Rojas, y a inicios de los 70 se integró a la guerrilla colombiana.
En 2016 Sergio Cabrera se encontraba camino a Barcelona, invitado a una retrospectiva sobre su obra, cuando su padre sufrió un ataque fulminante en Bogotá. Entonces sintió que se cerraba un ciclo en su vida.
“A pesar de que hicimos tantas cosas juntos, en China, en la guerrilla, en el cine, en la televisión, el conjunto de recuerdos, por más que trato de edulcorarlos, no es positivo”, escribió. “Y sin embargo yo sé, y lo digo cada vez que puedo, que soy un discípulo de mi padre. Nunca habría podido hacer las cosas que hice si no hubiera crecido en su mundo”.
La frase se encuentra en las páginas de Volver la vista atrás, la novela más reciente del escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez (1973). Basada en años de conversaciones, apoyada en las herramientas de la literatura y atravesada por la mirada comprensiva y profunda que otorga la ficción, la novela narra una historia real: la vida arriesgada, combativa y singular de Sergio Cabrera, el realizador de Golpe de estadio, Todos se van y Perder es cuestión de método. Una vida marcada por los conflictos y pasiones políticas del siglo XX.
Ganadora de la Bienal de Novela Mario Vargas Llosa, desde su publicación el libro ha recibido elogios y distinciones, entre ellos, el de Mejor Novela Traducida en Francia o Mejor Novela Europea en España. Hace unos días, The New York Times la recomendó entre las mejores novedades de primavera.
Tras vivir casi 13 años en Europa, Juan Gabriel Vásquez regresó a Colombia en 2012. Entonces comenzó a encontrarse y conversar con Sergio Cabrera, que había retornado desde Madrid. Y pronto se dio cuenta de que su vida no era una vida cualquiera.
-Él no solo contaba experiencias que para un latinoamericano son aventureras o interesantes en sí mismas, sino que su vida contaba algo más importante. Me parecía que su vida era una especie de metáfora del siglo XX, de movimientos y episodios que marcaron el mundo entero, pero en particular a nosotros los latinoamericanos. Y estos episodios tenían mucho que ver con nuestra guerra, con los movimientos revolucionarios de América Latina en los 60 y el efecto que han tenido en nuestra vida presente. Y todo esto pasaba mientras mi país negociaba el fin la guerra con las Farc -dice a través de Zoom.
Los acuerdos de paz, el primero rechazado en un plebiscito en octubre de 2016, y el segundo firmado en el Teatro Colón de Bogotá y aprobado por el Parlamento, fueron el contexto histórico en el cual Juan Gabriel Vásquez trabajó la novela.
-Me parecía evidente que este era uno de esos libros que he intentado escribir: historias personales y familiares, pero que reflejan una situación social y política amplísima que nos afecta a todos y que ha marcado todo un momento de la historia de mi país -dice.
En su origen, Sergio Cabrera y Juan Gabriel Vásquez trabajaron en un guion basado en su historia, para un proyecto de película en China. Pero no fue aprobado por los productores en ese país:
-Les pareció interesante, pero no había manera de que pasara la censura, porque tocaba temas delicados como la Revolución cultural, que sigue siendo un tema de conflicto en China.
Escrito en 2014, el guion giraba en torno a un libretista colombiano que viaja a un congreso en China. Y estando allá se entera de la muerte de su padre en Colombia y se niega a volver al funeral. Dos años después, Sergio Cabrera iba rumbo a Barcelona cuando se enteró de la muerte de su padre en Bogotá, y decidió continuar el viaje.
-La idea de que la realidad hubiera imitado lo que imaginé me pareció la mejor prueba de que yo había entendido algo de su vida, de sus conflictos, de sus tensiones, y que tenía que seguir con el libro -cuenta el novelista.
Juan Gabriel Vásquez estableció un acuerdo con Cabrera: se propuso escribir con toda libertad, como si el protagonista “estuviera muerto”, pero con un límite: no inventar nada. Todos los hechos son reales, pero pasados por la interpretación y la imaginación del novelista. Otro de los retos, dice, fue suspender el juicio.
-Sergio y yo estamos de acuerdo en muchas cosas, pero hay muchas en las que yo no estoy de acuerdo con el Sergio de los años 60 o de los 70. Para mí fue muy importante que la novela fuera lo que yo creo que deben ser las novelas, un espacio donde suspendemos el juicio moral, como dice Milan Kundera. Kundera afirma que las novelas no se escriben ni se leen para juzgar, para dividir al mundo entre culpables e inocentes, sino para entender. Y ese fue mi mayor esfuerzo, tratar de entender lo que pensaban y sintieron estos personajes a sus 13 años, a sus 15, a sus 19 años, y así.
Volver la vista atrás es la novela de Sergio Cabrera, pero también de su padre. ¿De cierto modo el hijo hereda los sueños paternos?
Una de las razones por las que el libro se me impuso como una novela y no como una crónica de la vida de Sergio Cabrera fue descubrir que había hilos secretos que unían su vida con la de un pasado antes de su nacimiento, con la vida de su padre que sale de la España derrotada con 15 años, pero también con la vida del héroe de guerra que había en esta familia, como hubo en tantas familias españolas de esa época, un piloto que había sido republicano y que era parte también de los derrotados. Ese héroe imponía a la familia una especie de leyenda. Entonces, a través de mis conversaciones con Sergio, me di cuenta de que sus decisiones no las había tomado él con total autonomía, sino que de alguna manera vinieron dictadas por su pasado, por el pasado de su familia, por el hecho de ser familiar de un héroe derrotado, por el hecho de que su padre hubiera pasado hambre hasta el punto de robar en una farmacia con 15 años. Todo ese pasado, esas vidas anteriores a su nacimiento, de maneras que no son fácticas sino más bien poéticas, condicionaron la vida de Sergio. Y el momento en que él decide entrar a la guerrilla colombiana, con 19 años, está determinado también por esos pasados. Estas son cosas que las novelas pueden contar, pero no una biografía, porque son verdades que ocurren en otro orden de las cosas, que no es el de los hechos comprobables, sino más bien en el orden poético de la experiencia.
El padre viaja a China en los 60 y llega a confiar la educación de su hijo a la revolución. ¿Cómo lo entiende usted?
Lo que me ha fascinado siempre en todo este proceso es la relación ambigua que hubo siempre entre Sergio y su padre. Para él, su padre fue dos cosas al mismo tiempo. Primero, el hombre que le había legado su oficio y su pasión, que es el cine, las artes escénicas. Su padre fue actor, director de televisión, de cine, actor de sus películas. Fue una especie de gran mentor para su oficio, y también, en estos asuntos de educación y en particular de educación política, fue el arquitecto de un futuro que Sergio no habría escogido de todos modos. Y durante toda su vida, toda su juventud, la presencia de su padre, las decisiones de su padre, fue lo que determinó la vida del hijo. Una vida que produjo muchos traumas, dolores, muchas culpas, muchos arrepentimientos, heridas tanto literales como metafóricas. Y esa ambigüedad me interesó muchísimo.
Después de sumergirse en esos años y en la vida de Sergio Cabrera, ¿a qué atribuye la profunda influencia de la revolución en América Latina?
El lento auge de las ideas de izquierda en América Latina de repente tuvo ese momento que fue la victoria de la Revolución Cubana en enero del 59, que dio una especie de paraguas ideológico a movimientos que ya existían. El caso de mi país eran movimientos que surgieron en buena parte como reacción a diversas situaciones políticas, entre ellas un Estado que podía ser muy cruel, una sociedad terriblemente desigual, insolidaria, injusta, en la cual el poder político con mucha frecuencia se había aliado en contra de los intereses de los más desfavorecidos. Y después de la Revolución Cubana empiezan a surgir las primeras guerrillas políticas en Colombia. Las FARC son del 64, de esos años también es el ELN (Ejército de Liberación Popular), que es la única que está viva todavía, y de esos años también es el EPL (Ejército Popular de Liberación), que es la vertiente maoísta a la cual pertenecía Sergio. Todo parte del mismo revolcón ideológico de todo un continente, que está persiguiendo de distintas maneras la promesa de esa sociedad más justa. Y bueno, muy pronto muchos se dieron cuenta de que la violencia generaría más violencia. Pero otra parte de nuestras sociedades no se dio cuenta nunca de eso. Y lo que estamos tratando de hacer ahora los colombianos en estas negociaciones de paz que pasaron de 2016 es llevar a la realidad eso, la posibilidad de una política sin armas, sin violencia, más pluralista, donde haya por fin un acuerdo nacional que diga que la violencia no es aceptable por ninguna razón, que no hay razón política que la justifique. Eso es algo que ya sabía Albert Camus en los años 50, y creo que la realidad le ha dado plena prueba de que no hay ninguna justificación para la violencia como mecanismo político en nuestras sociedades.
Hay momentos que usted relata de la Revolución cultural china que son difíciles de creer, episodios de humillaciones y fanatismo. Me recordaron parte de las memorias de Ai Weiwei, cuando habla de las vejaciones que sufrió su padre porque sus poemas no eran suficientemente patrióticos.
Uno de los momentos que Sergio me contó fue que siendo él guardia rojo había sido testigo de la decisión colectiva de cambiar los colores de los semáforos, por ejemplo, porque les parecía que el rojo, que es el color de la revolución, no podía significar detención. Entonces cambiaron todos los semáforos de Beijing para que el rojo signifique adelante. Esto tiene un lado cómico, pero también deja ver el fondo de radicalización y de fanatismo que me interesaba contar. Luego está ese otro momento, al comienzo de la Revolución cultural, en el que los alumnos, compañeros de Sergio, oyen al profesor de diseño hacer un comentario elogioso sobre el diseño de un avión militar norteamericano. Y empieza entonces un gran debate en el salón, porque si el profesor hace elogios sobre un avión del enemigo, tal vez es un enemigo él mismo. Y lo empiezan a insultar, a perseguir, lo sacan de la clase y lo arrinconan contra una pared; empiezan a agredirlo violentamente, acusándolo de contrarrevolucionario, de infiltrado y de traidor. Y en medio de esos ataques físicos, Sergio, que se ha mantenido al margen un poco horrorizado, de repente siente la pulsión de ser parte del grupo, no quedarse al margen, porque significaría la acusación también de traidor. Entonces se acerca y tímidamente le da una patada al profesor, y luego se aparta con culpa y arrepentimiento. Pero este episodio para mí fue una especie de gran metáfora de la mentalidad en un momento de locura colectiva. Ahí hay una especie de ventana hacia el proceso de radicalización del joven fanático, para el cual sus propios valores quedan aparcados y empieza a asumir los valores de la colectividad. El impacto de las ideas en nuestras vidas, de las fuerzas que no controlamos, las fuerzas colectivas de la historia, de la política, siempre me ha interesado.
¿Cree que los movimientos revolucionarios, las guerrillas, deberían pedir perdón por haber adoptado la vía armada y por las consecuencias que eso tuvo?
Yo creo que en el caso de Colombia estamos recién asistiendo a las revelaciones de 50 años de guerra que han sido horribles, 50 años en los cuales las guerrillas han sido causantes de una cantidad de sufrimiento inenarrable, a veces inverosímil, en particular las FARC, que es lo que estamos sabiendo ahora más directamente por las revelaciones que han salido de los acuerdos de paz. Esos excesos tuvieron como consecuencia una reacción brutal de la extrema derecha, que en mi país tomó la forma de grupos paramilitares que, a su vez, fueron causantes de enorme sufrimiento. Entonces pasamos de los secuestros, las torturas infligidas por la guerrilla, a las masacres, los exterminios en condiciones horribles, los hornos crematorios con los cuales los paramilitares desaparecían sus cuerpos. ¿Cómo rompes tú estos ciclos? Los acuerdos colombianos han querido romper los ciclos de violencia, pero también abrir un espacio en que las víctimas de esta guerra pueden tener una voz. Los acuerdos crearon dos organismos, la Justicia Especial para la Paz y la Comisión de la Verdad. Las víctimas de la guerrilla podrán contar su versión, las víctimas del paramilitarismo podrán contar la suya, y los victimarios podrán contar su versión, y se aprovecharán estos espacios para eso que decías tú, que es la petición de un perdón social. Esto a mucha gente le parece que no sirve para nada. Yo no estoy de acuerdo. Me parece que son espacios donde se dan los primeros pasos de una reconciliación en una sociedad rota.
El Presidente Gustavo Petro anunció un nuevo ciclo de diálogos, que incluya a los disidentes, ¿qué piensa de ello?
El Presidente Petro llegó al poder en parte sobre la promesa de defender e implementar los acuerdos de paz que se negociaron en La Habana y que se aprobaron en el Teatro Colón de Bogotá en el 2016. Pero ahora se ha embarcado en un nuevo proyecto de su gobierno que él llama la “paz total”. Es una negociación mucho más amplia que involucra las disidencias de las FARC, al ELN, pero también, para preocupación y pasmo de muchos de nosotros, involucra a las organizaciones criminales, el narcotráfico, y lo que en Colombia se llama las bandas criminales. Todo eso que tiene intenciones muy loables, que es eliminar tan pronto como se pueda la violencia de los territorios rurales para que la gente recupere cierta normalidad, pero por un lado está quitándole recursos, tiempo, capital humano, a la implementación de los acuerdos de paz, y por otro lado están surgiendo problemas de vocabulario, que confunden a la gente y confunden el esfuerzo entero. Por ejemplo, el gobierno habla de cese al fuego o de desmovilización con grupos criminales. Pero con un grupo criminal no se pacta un cese al fuego, no se pacta su sometimiento a la justicia. Los acuerdos del Teatro Colón fueron difíciles, porque implicaron establecer un lenguaje que convenciera a la gente. En Colombia había que convencer a la gente, por ejemplo, de que hay un conflicto interno. Había mucha gente para la cual no había un conflicto interno, sino una agresión terrorista de un grupo al Estado. Pero es muy difícil hablar ahora de un conflicto interno con un grupo criminal. Y todo eso genera una situación muy confusa.
A su modo de ver, ¿cuál es el saldo o el legado que dejó la Revolución?
En esto yo soy muy camusiano. No encuentro la justificación para la violencia. Ninguna razón política justifica la violencia o el exterminio de una vida. Y creo que en esa tensión hemos vivido los latinoamericanos en ciertos países durante los últimos 50 o 60 años. ¿Qué pasa ahora? Que toda esa realidad de 50 años ahora se ve reformulada, reinventada, por un legado que ha dividido nuestras izquierdas. Entonces, en América Latina hay izquierdas de intención democrática y hay otras que se han alineado directamente con la Rusia de Putin y se han convertido en lugares de violación sistemática de los derechos humanos y en aparatos de práctica totalitaria.
Nicaragua..
Nicaragua, Venezuela y Cuba. Entonces tenemos esa especie de dispersión de las izquierdas latinoamericanas, algunas que están tratando de hacer eso que es tan necesario, que es la normalización de una izquierda democrática como parte de la conversación, contra izquierdas que tienen un legado que es claramente antidemocrático, donde los presos políticos, la censura, son parte de la tradición. Y entonces estamos en esa tensión.
¿El futuro de la izquierda pasa por una defensa sin reserva de los derechos humanos?
Mira, lo que yo anhelo, de parte de la izquierda democrática latinoamericana, es una condena sin vacilaciones de esas izquierdas antidemocráticas. Es la única manera de avanzar. Por ejemplo, agradecí cuando Gabriel Boric habló hace poco de la situación en Nicaragua y la condenó sin ambages, mientras que mi propio Presidente no fue capaz de hacerlo en su momento. Ese para mí es el camino. Es innegable que una izquierda que pretende el poder en América Latina ahora tiene que pasar por la denuncia o el alejamiento de los excesos antidemocráticos de otras izquierdas que también forman parte de nuestra tradición. Eso es lo que yo quisiera, una izquierda que abrace los valores de la democracia tanto como para condenar sin ambages la violencia, las violaciones a los derechos humanos, las violaciones a las libertades civiles y los derechos individuales que se producen en los organismos que hoy se dicen de izquierda, como Cuba, Venezuela y Nicaragua.
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