La cifra incómoda de una psicóloga trans
Mientras trabajaba en el Hospital Psiquiátrico, Josefina Cáceres intentó estudiar el número de detransiciones en pacientes trans. La cifra que obtuvo al comienzo -un 9,9%- superaba cualquier estadística conocida. Dar a conocer esa experiencia no sólo le valió el desprecio de sus pares, sino que pavimentó su autoexilio de esa área de la investigación.
–Doctor, ¿se acuerda de mí?
La pregunta no era gratuita. Al momento de hacer esa llamada en 2017, la psicóloga Josefina Cáceres no era exactamente la misma persona que el doctor Juan Maass, director del Instituto Psiquiátrico José Horwitz, había conocido muchos años atrás, en el Hospital Félix Bulnes.
–¿Se acuerda? –preguntó ella–. Yo era José Luis, ahora soy Josefina.
–No la reconocí a la primera –admite Maass–. Pero le pregunté qué estaba haciendo.
Cáceres le contó su historia. Le dijo que después de trabajar en el mundo clínico, se había pasado a la psicología organizacional en el retail y, luego, a la docencia. Mientras hacía clases de Recursos Humanos en el Duoc, en su campus de Huechuraba, dejó de presentarse como un hombre. Entonces olvidó el terno que usualmente vestía y un día de febrero se bajó de su auto y caminó hacia una reunión de coordinación, por primera vez, como Josefina.
–Yo transité vieja, a los 44 años, pero lo había sentido desde la adolescencia –recuerda ella–. A esa edad decía ‘no puede ser. Esto de nacer en el cuerpo equivocado es una estupidez’. Aunque sí sentía que me habría gustado ser mujer: verme como mujer, usar ropa de mujer. La pasaba bien haciendo eso, pero después lo enterré y seguí siendo hombre por años. La pasé muy bien, tuve una vida plena. Pero en ese momento dije no me voy a seguir mintiendo, porque me he mentido toda mi vida.
El proceso, por supuesto, tuvo sus costos. No tanto en su trabajo, dice Cáceres, sino que más bien en su familia.
–Mi hermano me odió hasta el día de su muerte. Mi mamá dice que se volvió medio loca por eso. Mi padre ya había fallecido cuando esto pasó. Tuve los quiebres esperados, pero todo eso me importó un bledo. Mi posición de vida era que uno tenía que ser lo que tenía que ser no más. Y si eso le molestaba a otro, era lamentable, pero no era mi problema.
Con esa nueva identidad, Josefina Cáceres entró a estudiar sobre el mundo trans y eso, eventualmente, la llevó a llamar al psiquiatra Juan Maass para decirle que quería volver al área clínica. Ya no como un recién egresado de la Universidad Central, sino como una mujer que había transitado de manera casi autodidacta por la falta de información. Y que, por lo mismo, quería ser parte de una unidad que trabajara con personas trans.
Maass la invitó a dar una conferencia en el Horwitz. Ahí ella expuso frente a todo el equipo sobre lo que había aprendido: la falta de investigación a nivel nacional, la dependencia exclusiva de papers extranjeros y la necesidad científica de ir validando conocimientos para ofrecer mejores tratamientos.
Entre los oyentes estaba Antonio Menchaca, un psiquiatra experto en desórdenes de carácter, formado en Valparaíso con el doctor Guillermo Mac Millan: un pionero en la medicina chilena desde mediados de los 70, en cuanto a operaciones de reasignación de genitales.
Menchaca vio una oportunidad en Cáceres. Se juntaban a estudiar sobre el tema todos los miércoles entre 8.30 y el mediodía. La idea era estar preparados por si llegaban pacientes trans al psiquiátrico, aunque en sus más de 30 años de experiencia, Menchaca había aprendido algo:
–La gente trans no quería venir al hospital. Era un lugar más bien peligroso para ellas.
Y eso era cierto. Semana tras semana, durante dos años, Menchaca y Cáceres estudiaron cómo pulir un diagnóstico, los distintos enfoques para posibles tratamientos, el uso de hormonas y bloqueadores puberales, sin que apareciera un consultante.
La apuesta para ella no era menor: tenía que dedicarle tiempo al Horwitz, sin remuneración, cuando el trabajo con el que pagaba su vida y la de su familia estaba en la oficina de una consultora.
Entonces, en agosto de 2019, llegó el primer paciente y luego otro.
Un día, también, llegó Eme.
***
José Luis Cáceres se convirtió en Josefina sin nadie que guiara su tránsito.
–Hice todo sola. Estudié, leí los protocolos, me hormonizaba.
Esa experiencia le enseñó que no había una receta única para llevar ese cambio.
–Me di cuenta de que las hormonas femeninas me bajoneaban. Andaba depresiva, apagada. Sentía que se me cerraba la percepción. Mis jefes me preguntaban ¿qué te pasa? Así que hace mucho tiempo decidí dejar de usarlas.
Las instituciones del activismo tampoco se sintieron como un refugio para ella.
–Había una mirada de rabia frente a la discriminación. Y yo, no sé si por suerte, nunca me he sentido discriminada. De hecho, estoy muy en contra del victimismo del mundo trans. No entiendo el sentido de que por ser trans tengas que ser una víctima.
Esa mirada permeó los lineamientos de la unidad que formaron en el Horwitz. La nombraron Transitando y comenzaron a sumar a colaboradores. Uno fue el endocrinólogo Rafael Ríos, que alguna vez había atendido a Cáceres en el San Borja para un ajuste del tratamiento hormonal que terminaría desechando.
El primer paciente de la unidad, recuerda ella, fue una persona derivada de otra área del instituto que decía sentirse trans. Luego llegaron otros consultantes que, además, tenían problemas psiquiátricos, como psicosis o esquizofrenia. Pronto ese espacio comenzó a hacerse una pequeña fama dentro del mundo de la diversidad.
A veces, con ciertas resistencias.
–No tengo una buena opinión de que exista una unidad de identidad de género en un hospital psiquiátrico. Me parece que eso, discursivamente, es un error. En todas las otras partes del país las unidades de identidad de género están en hospitales generales –asegura Claudio Martínez, el psicólogo a cargo del Proyecto T de la UDP.
Esa mirada producía temor en el equipo. Estaban seguros de que, eventualmente, llegarían a funarlos. Otros, como el Dr. Rafael Ríos, veían valor de que se trabajara ahí:
–Lo que uno ve en las personas que tienen incongruencia de género es que son personas que habitualmente tienen problemas asociados a la situación, no tratadas. Por ejemplo, depresiones o problemas familiares: condiciones de salud mental que se asocian, pero que no causan la disforia de género.
El método para enfrentar el tratamiento fue otro punto en el que el equipo del Horwitz fue contra la tendencia imperante. En vez de tomar el enfoque afirmativo, una perspectiva de atención psicológica en donde los profesionales validan y afirman la identidad de género del paciente, que, por ejemplo, era usada por el Proyecto T de Claudio Martínez, optaron por el modelo holandés: una postura más intermedia centrada en el acompañamiento para descubrir la identidad del consultante y en no apurar decisiones relacionadas al uso de hormonas.
El problema, muchas veces, es que eso era justamente lo que los pacientes pedían.
–Llegaban personas que rechazaban la primera entrevista que yo les hacía y decían ‘no quiero hablar nada, yo quiero hormonas’ –cuenta Cáceres–. Entonces teníamos que decirles que no, que no éramos dadores de hormonas.
El equipo creció, porque cada vez aparecían más personas los miércoles pidiendo ser atendidas. Muchos lo hacían pensando en que Josefina Cáceres era quien decidía si eran realmente trans o no. La psicóloga Trahice Véliz tuvo que ver eso.
–Para ellos era frustrante –admite ella–, porque decían que muchas veces se sintieron expuestos. Que iban por la hormona, no para que se les analizara su aparato psíquico, porque estaban muy bien. Pero la población con la que trabajábamos venía de tantas privaciones culturales, que muchas veces se automedicaban hormonas ellos mismos. O se pinchaban y operaban.
Véliz enumera: cirugías mal ejecutadas en el extranjero, implantes de silicona en la cadera, pómulos y pechos para imitar un cuerpo femenino y, sobre todo, un total desconocimientos de los efectos secundarios de una hormona en el cuerpo. Ni de los daños renales o la labilidad en el estado de ánimo. No sólo eso, también debían calmar las expectativas de pacientes que llegaban antecedidos de ideaciones suicidas, depresiones, crisis de ansiedad y de pánico. Muchos de ellos, según el endocrinólogo Rafael Ríos, eran derivados desde organizaciones como OTD y el Movilh.
–No sólo venían a exigir tratamientos hormonales casi directamente, sino también que tuvieran un cupo en el sistema público, que son pocos, sobre otros pacientes, y no por el orden asignado. Entonces sí, había ciertas presiones para que los pacientes trans entraran directamente y fueran atendidos con cupos extras. Eso no corresponde y nunca se hizo.
Los trataban por su nombre social, dice Véliz. Así se dieron cuenta de que los adolescentes siempre llegaban con las mismas elecciones. Durante un tiempo, recuerda, el que estuvo de moda era Noa, pero luego cambiaba.
Eme, que llegó acompañado de su madre profesora, era uno de esos niños. Ese 2021 tenía 15 años y había desertado del Instituto Nacional. Su biografía incluía la separación de sus padres, depresión por la muerte de su abuelo, que terminó convirtiéndose en su figura paterna, un padrastro adicto a la cocaína y la participación, desde hace un año, en una organización trans. Porque eso era lo que Josefina Cáceres veía: en medio de esa seguidilla de eventos traumáticos, sintiendo ánimo depresivo, ansiedad y aburrimiento, Eme había decidido, luego de buscar sus síntomas por internet, que era una niña y quería hormonas.
El endocrinólogo puso en duda ese diagnóstico y comenzaron el tratamiento. Al segundo mes le recetaron bloqueadores puberales. Eme los rechazó.
–Sólo una vez los usó –comenta Cáceres–. Según su relato, se sintió pésimo, así que los dejó.
No fue el único adolescente que llegaba con una narrativa parecida. Ene era venezolana, pero le daba vergüenza hablar como una, así que imitaba el acento chileno. En medio de ese complejo proceso de adaptación, que incluía intentos de suicidio y un entorno muy vulnerable, le dijo a su madre que era trans. Comenzó el tratamiento, pero desistió antes de alcanzar a usar hormonas. Lo mismo pasó con otra chica.
Eran muchísimos más los casos de transiciones exitosas, pero ese tipo de situaciones inquietaban a Cáceres: los consultantes adolescentes, el autodiagnóstico por internet, la participación en organizaciones de la diversidad, el relato armado que siempre era muy parecido y las dudas que surgían cuando les aprobaban las hormonas:
–No puede ser que siempre hayamos dicho que el 0,01% o el 0,03% de la población es trans y de repente aparecen cifras del 3%, 4%. Algo tiene que estar influenciando la autopercepción para que más personas se sientan trans.
Rafael Ríos explicaba el problema desde una perspectiva médica.
–Es muy importante la salud mental para diagnosticar enfermedades que pueden simular ser incongruencias de género, como trastornos de personalidad borderline o problemas familiares que pueden llevar a la persona a considerarse una persona trans y no necesariamente serlo. Por eso es súper importante no ir inmediatamente a las hormonas.
Un año después de iniciada la terapia, Eme, el muchacho de 15 años que no había querido seguir tomando bloqueadores, le confesó algo a Cáceres:
–Me dijo ‘no, si yo no soy trans’.
El problema para el adolescente, dice la psicóloga, no era ese, sino lo que venía después.
–Decía ‘hice mover a toda mi familia, a una organización, al hospital. Conté tanto que era trans, que ¿cómo ahora voy a contar que no lo soy?’.
***
El equipo de Josefina Cáceres no era el más popular del Hospital Psiquiátrico. Al menos, según Trahice Véliz.
–Nadie quería participar.
Había un cierto desprecio hacia Cáceres, dice ella.
–Creo que producía rechazo, por ser trans, y porque a la unidad iban a atenderse “las locas”.
A veces, cuenta Véliz, las conversaciones sobre Cáceres se volvían incómodas.
–Me preguntaban hasta cómo la Josefina había podido tener una hija, cosas íntimas.
Las tensiones no sólo estaban ahí. A medida que más pacientes pasaban por la unidad, Cáceres fue profundizando su visión sobre los tratamientos. Ahí brotó una discrepancia entre los creadores de Transitando.
–Yo sentía que la pregunta que había que hacerse era ¿por qué vamos a alterar un cuerpo sano para tratar una presión interna, como la angustia por no aceptar el propio cuerpo que surge con la disforia de género? –creía Cáceres.
Antonio Menchaca no pensaba igual.
–Estamos en este proceso en que las personas quieren cambiar. Si ellos se sienten más cómodos así, podríamos decirlo de un modo mucho más pragmático, como se hacía en los años 90, yo mismo lo creía también: esto es un trastorno mental y la única forma de mejorarse es que se opere y la persona quede contenta. Entonces lo operábamos. ¿Cuál es el problema?
El psiquiatra, de hecho, sentía que ni siquiera sería tema más adelante.
–Hay un experimento, que yo no voy a ver, que cuando no haya este revuelo que hay con los trans, escoger el género va a ser probablemente lo más normal. No va a haber disforia de género, sino que va a haber personas con pene y personas con vagina. Es un experimento que yo no voy a comentar si es correcto o no, pero es como yo imagino el futuro.
Los tiempos muertos de febrero de 2021 y la experiencia que habían tenido con Eme terminaron confluyendo en la idea de estudiar cuántos pacientes desistían de su transición.
–Políticamente era bien controversial, porque nos iban a caer las penas del infierno con las organizaciones –recuerda Véliz–. Pero no había estudios locales sobre detransiciones, solo las experiencias internacionales.
La tasa reconocida mundialmente para ese tipo de casos iba entre el 1% y el 3%. La idea de Cáceres era concentrarse en un grupo fijo y hacerles seguimiento durante cuatro años de su tratamiento hormonal.
De los 87 pacientes que habían atendido ese año, 44 permanecieron en control permanente. De ese universo más reducido, cuatro consultantes –según registró ella– detuvieron su proceso de tránsito. Eso arrojaba un punto de partida de 9,9% de detransiciones: más de tres veces superior al porcentaje aceptado en la comunidad científica.
Un año después, Josefina Cáceres expuso ese dato en un seminario online de la Asociación Psicoanalítica de Santiago que aún se puede encontrar en YouTube.
“Es un número bastante alto”, dijo. Pero no fue lo único.
“También observamos un indicador que es bien importante y que nos puede llevar a la reflexión que quizás sea cómo se hicieron los protocolos hace un tiempo. Por ejemplo, el modelo holandés plantea que para que la persona pueda transitar debería estar a lo menos dos años con acompañamiento de psicoterapia. Después se redujo a seis meses. Quizás estos datos nos muestran la importancia de tener un protocolo que nos asegure y, por favor, aquí en ningún caso estamos diciendo que las personas no transiten. Sólo asegurarnos de que la persona pueda tener el mejor tránsito posible y que con el tiempo no vaya a haber equivocaciones”.
–Era un universo chico –acota ella hoy–. O sea, no tenía ninguna validez científica y no se podía extrapolar. Pero sí era nuestra experiencia. Lo dije en esa ponencia y con eso me quisieron crucificar. Era como si fuésemos conservadoras, tontas, no sé.
Las respuestas de sus pares fuera del hospital fueron demoledoras.
–Escuché el seminario y me uniría a los malos comentarios que había escuchado sobre ella, por lo confusa de la exposición, lo confuso del uso de ciertos conceptos, el mal uso de otros, del espíritu psicopatologizante que tiene en muchas de las partes que expone, aunque al mismo tiempo muy contradictorio –evalúa Claudio Martínez, de la UDP.
El Dr. Menchaca tampoco compartía la premisa del estudio que pretendía iniciar la psicóloga.
–Nosotros casi no consideramos la detransición. Creemos que las personas van a seguir siendo trans.
En 2022, Josefina Cáceres viajó por el mundo presentando su experiencia con Eme. Lo hizo en México, Colombia y la India, acompañada del doctor Juan Maass. A veces mencionaba la controvertida cifra del 9,9%, entendiendo la molestia que en algunas partes causaba.
–Yo le recomendé que buscara datos más duros –recuerda Maass–. Eso puede haberle bajado el ánimo, pero uno no puede sacar cifras del sombrero.
En los pasillos del Horwitz, Véliz especulaba sobre eso.
–Hablábamos de que no nos fueran a cerrar. Pensábamos que nos podían cancelar por las organizaciones.
Chocar con ese mundo parecía un destino inevitable por las diferencias de agenda.
–Las organizaciones de la sociedad civil tenemos que tener una conversación más fluida con la comunidad científica y la academia –plantea María José Cumplido, directora ejecutiva de la Fundación Iguales–. El activismo y la ciencia no son temas excluyentes, sino que se pueden generar alianzas virtuosas en pos de tener mejores datos sobre las problemáticas y las experiencias de vida de las personas LGBTQ+.
Los distintos criterios en cuanto a la prioridad que debiese tener la investigación en el Horwitz tampoco ayudaban a alivianar el ambiente.
–Salvo excepciones honrosas, hacer investigación en el sistema público es difícil, porque no nos pagan por eso: nos pagan por atender –explica el Dr. Menchaca–. El hecho de que tengamos un grupo de estudio en el que hacemos un mínimo de investigación ya es un lujo asiático y no nos atrevemos a pedir más. Porque capaz que nos quiten eso que tenemos.
Trahice Véliz renunció en abril de 2023. Dice que por diferencias con Antonio Menchaca. Josefina Cáceres lo hizo el día 30 de ese mes, cuando estaba trabajando en la escala de validación para otra investigación:
–Me fui porque teníamos sueldos miserables y porque trataban pésimo a los psicólogos en el sistema público.
Juan Maass lo recuerda de otra forma:
–Ella era altamente entusiasta y se encontró con el mundo público que tiene ciertas limitantes. Me dijo que sentía que su estilo chocaba con el estilo de la institución.
***
La publicación del informe Cass, que recomendaba cautela frente a los tratamientos hormonales en adolescentes, además del cuestionamiento en varios países al enfoque afirmativo, ayudaron a desempolvar el registro que Josefina Cáceres había intentado realizar y que pasó dos años olvidado y desechado como una mentira.
No es que la hayan redimido, pero sí sucede que cada cierto tiempo alguien la llama o le escribe para avisarle que su 9,9% apareció en una conversación, ponencia o en redes sociales.
Ahora, en su consulta en Las Condes, dice que se desconectó de eso, que lo suyo son los pacientes con trastornos de personalidad: un mundo de la psicología que aún no ha sido politizado por las organizaciones.
Al final de todo, y a sus 57 años, Josefina Cáceres sigue asegurando que no quiere ser una víctima. Aunque hay algo que sí ha cambiado: la interpretación que, acepta, debería darse a su número.
–Reflexionando, creo que no eran procesos de detransición propiamente tal. Sino que personas que, cuando llegaban al Horwitz, nos dábamos cuenta que tenían un diagnóstico o, mejor dicho, una nomenclatura para nombrar su situación, inadecuada. Eran personas que decían que eran trans, pero que desistían del tratamiento hormonal porque había otra cosa debajo. Con el acompañamiento se daban cuenta de eso. Entonces no es que detransitaran: era que se habían equivocado en nombrar lo que les sucedía.
Al final, era como decía el endocrinólogo Rafael Ríos: el problema no estaba en los que desistían, sino que en los jóvenes, como Eme y Ene, que llegaron a la consulta sintiendo que ser trans explicaba ciertos dolores que, una vez tratados, descubrían, tenían una raíz distinta que la incongruencia de género.
Lo que hacía el 9,9% de Josefina Cáceres, finalmente, era ofrecer una cifra para ese fenómeno que nadie estaba viendo.
El problema, repite ella, es que ya no desea ser parte de ese mundo.
La psicóloga trans se cansó de estudiar a personas trans.
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