Como consignan René Millar y Joaquín Fernández en el libro Camino a La Moneda, la elección presidencial del 25 de junio de 1920 fue “un fenómeno en que lo mítico se confunde con la realidad”, y “el reflejo de un período de transición en la evolución del país”.
El Régimen Parlamentario, consagrado en los hechos tras la guerra civil que derrotó a Balmaceda, venía a mal traer, en medio de vaivenes económicos y agitación social, y 1920 supo incorporar ingredientes a la mezcla. Y si bien ninguna historia puede desplegar su complejidad circunscribiéndose a un personaje, hay uno que hizo acá toda la diferencia.
El Presidente electo que más tiempo ha ejercido el cargo, Arturo Fortunato Alessandri Palma (1868-1950) fue la figura impetuosa y carismática que se subió al carro de la historia con la promesa de reorientar su destino. Parlamentario por más de dos décadas y ministro en diversas carteras, se las arregló para desafiar a las élites presentándose ante el país como una figura providencial.
Como plantea Baldomero Estrada, Alessandri “representa en gran medida la incorporación al escenario político de los sectores medios”. De abuelo paterno italiano llegado a Chile en 1821 y abuelo materno que fue ministro de la Corte Suprema, nació en la Hacienda de Longaví, y se diría que su carrera política partió al bautizarse: su padrino fue Fernando Lazcano, cacique liberal curicano que llegaría a disputarle la Presidencia a Pedro Montt en 1906.
Recibido de Derecho en la U. de Chile, se lanzó a la política en 1897, siendo electo diputado por Curicó y Vichuquén. Lo eligieron otras cinco veces en el cargo, siendo al decir de William Sater un parlamentario “fuerte, pero convencional”, que se convertiría en la impensada respuesta a un régimen tendiente a la descomposición. Ello, gracias a un estilo que no se veía en los pasillos y salones de la República Parlamentaria.
En 1915 dio el primer golpe a la cátedra tras presentarse al Senado por Tarapacá, bastión del caudillo balmacedista Arturo del Río. La campaña de Alessandri estuvo marcada por sus desbordes retóricos y por la violencia -el propio candidato llevaba consigo una Smith & Wesson-, pero también por un brote de entusiasmo popular: contra todo pronóstico, se impuso con un 65%. El poeta Víctor Domingo Silva le asignó el apodo que alguna vez tuvo Eleuterio Ramírez, héroe de la Guerra del Pacífico: “El León de Tarapacá”.
Mesocracia y Cielito lindo
Si bien por sus posturas y relaciones estaba unido al ala más tradicional del liberalismo, como observan Millar y Fernández, desde joven mostró preocupaciones sociales que se expresaron en su memoria universitaria sobre las habitaciones obreras (1893) y en haber sido de los pocos parlamentarios que protestaron en el Congreso por la matanza de la Escuela Santa María (1907). Pero fue la elección de 1915 la que marcó su carrera política, alejándolo de sus posturas tradicionales: “Lo conectó con los sectores avanzados de la Alianza y le mostró el potencial político de las masas, hasta el momento apartadas de la política, creando en torno suyo una imagen mítica de caudillo popular”.
En las elecciones parlamentarias de 1918, la Alianza Liberal (liberales, radicales y demócratas) se impuso a la Coalición (conservadores, balmacedistas y nacionales), tras lo cual se comenzaron a gestar las candidaturas presidenciales para 1920. Entre los liberales, Alessandri le ganó la pulseada a Eliodoro Yáñez, convirtiéndose en ministro del Interior, en tiempos en que la jefatura del gabinete era la antesala de la llegada al puesto más importante del Estado. Y la manera en que consiguió el cargo y en que promovió su candidatura rompió todos los moldes: si hasta entonces los candidatos actuaban soterradamente, ocultando sus intenciones y manifestándolas a través de terceros, Alessandri trabajó abierta e indisimuladamente por sus objetivos.
Así, su programa para conducir el gabinete más parecía un programa de gobierno: precedencia del matrimonio civil sobre el religioso, mejoras en la condición civil de la mujer, instrucción primaria obligatoria, legislación basada en la “justicia social”, búsqueda de la armonía entre el capital y el trabajo. No pocos le colgarían el mote de demagogo, entonces y en 1920, cuando se convirtió en candidato de la Alianza tras la ruptura de su partido. Luis Barros Borgoño, hasta entonces su camarada, se convertiría en su contendor por el lado de la Coalición, rebautizada como Unión Nacional.
“Las proposiciones de ambos candidatos eran muy semejantes”, constata Sol Serrano en un ensayo de 1979: “Ni el (programa) de Alessandri era tan revolucionario ni el de Barros tan conservador: ambos recogían problemas presentes y arrastrados en la sociedad chilena”. La diferencia se dio “en el enfoque general de ambos candidatos, que se explica por las tendencias en que estaba dividido el liberalismo”.
En el enfoque, pero también y sobre todo en el estilo: mientras Barros Borgoño era un tipo caballeroso, elegante y sofisticado, Alessandri se presentó como el candidato popular que desafiaba a la aristocracia “reaccionaria”. Fue de pueblo en pueblo, tanto como Barros Borgoño, pero sus actos estaban cargados de una euforia que contrastaba con la sobriedad de su contrincante: cuando salía de gira, la multitud lo iba a dejar a la estación con antorchas encendidas, y al partir el tren estallaban petardos y luces de bengala. Igualmente, las muchedumbres hacían guardia frente a su céntrica casa de la Alameda, esperando que saliera al balcón a hablarles con vehemencia del “alma nacional” y de la “redención social”; a saludarlos como “querida chusma” y a denostar a la “canalla dorada”.
Convocando con tonos mesiánicos a todo quien sintiera como adversaria a una “oligarquía” de la que él mismo formó parte, Alessandri dijo promover la evolución para evitar la revolución, mientras hubo quienes, asustados, lo tacharon de agitador, renegado y comunista (aunque si un candidato comunista hubo, fue Luis Emilio Recabarren, que obtuvo una votación residual). El caso es que, como plantearía Alberto Edwards, el “León” encarnaba la “rebelión moral del electorado”. Si hasta la popular canción Cielito lindo fue cantada con una nueva letra alessandrista, transformada en himno de la campaña: “Ay, ay, ay /Barros Borgoño /aguárdate que Alessandri, /Cielito lindo, /te baje el moño”.
Suspenso interminable
Con los ánimos crispados, el viernes 25 de junio se desarrolló una elección en la que votaron 166.115 ciudadanos: un 9% de la población masculina -las mujeres no votarían en presidenciales sino hasta 1952- y un 43% de los 383.331 inscritos en los registros (la representatividad seguía siendo “muy relativa”, anota René Millar en La elección presidencial de 1920, donde recuerda la persistencia del cohecho y otras irregularidades).
Tras una jornada de mutuas recriminaciones, de violencia y coacción, ambas candidaturas se proclamaron triunfadoras. Tan confusa fue la situación, que a comienzos de julio aún no estaban claros los resultados. Estos, finalmente, mostraron que para la Unión Nacional hubo 83.100 votos, 1.017 más que para el alessandrismo. Sin embargo, este último obtuvo más electores (179 contra 175): desde el siglo XIX estaba vigente un sistema enrevesado, indirecto y acumulativo, en virtud del cual se votaba por electores, quienes, a su vez, procedían a una votación definitiva.
Con todo, el triunfo aliancista no estaba ratificado: las reclamaciones por fraude fueron numerosas y su clarificación estaba a cargo de un Congreso Pleno con mayoría unionista. Las sospechas de que esta última perjudicaría a Alessandri polarizaron las cosas, surgiendo de él la idea de un Tribunal de Honor que ofreciera garantías a todo el mundo. Esta instancia tuvo sus propias complicaciones sumadas al despertar de nuevas tensiones con Bolivia, que entre otras cosas implicó el envío al norte de 10 mil efectivos. El ambiente nacionalista enfrentó a grupos conservadores con la izquierda encarnada por la Fech, nacida en 1906. Ataques, saqueos y muertos hubo esos días.
El Tribunal de Honor debió ver interminables reclamaciones que lo llevaron a reasignar electores, según el caso, y a generar un suspenso interminable. La tensión llegó al paroxismo a fines de septiembre. Al revisarse la última reclamación, relativa al departamento de Castro, Alessandri tenía 177 electores y Barros Borgoño, 175. Los fraudes en la zona obligaban a restarle un elector al primero para dárselo al segundo, con lo cual se producía un empate. Sin embargo, para evitar un impasse que caldeara nuevamente los ánimos nacionales, se optó por una “salida política” y los números quedaron como estaban.
Recién el 6 de octubre de 1920, el Congreso Pleno proclamaría Presidente de la República a Arturo Alessandri Palma, quien asumió el cargo el 23 de diciembre.