La vida de Luciano Pitronello después del bombazo
Después del trauma que sufrió en 2011, cuando perdió ambas manos al instalar una bomba en una sucursal bancaria, el joven anarquista ató cabos sueltos en su vida y decidió emprender. Pero el éxito económico le trajo otra cosa: una contradicción con su vida pasada y el reproche de sus antiguos camaradas.
El cuerpo de Luciano Pitronello (36) estaba tendido ese 13 de agosto en una habitación de la Clínica Las Condes, en el área de cuidados intensivos. Dos días antes, la grúa que operaba en el Parque Alberto Hurtado, en La Reina, había pasado a llevar un cable de alta tensión. La descarga la recorrió y llegó al cuerpo de Pitronello.
Su madre, Érika Schuffeneger, apenas se enteró fue al centro asistencial. Allí, su familia y su hermano Franco fueron llamando al círculo más cercano de su hijo. El pronóstico era malo: Pitronello podía vivir solo con asistencia mecánica. A su familia los doctores le dijeron que si bien su cuerpo latía y sus pulmones funcionaban, estaba muerto y no había posibilidad de que despertara.
Por eso, todos tuvieron una ventana de tiempo para despedirse de Pitronello. Luego, lo desconectaron.
El velatorio y el funeral fueron organizados en el Parque del Recuerdo de Huechuraba. Érika Schuffeneger dice que anticipaba que podían llegar más personas que la familia: la noticia de la muerte de su hijo circuló rápidamente por perfiles de Instagram de grupos anarquistas. Pero lo que pasó, dice, no lo puede entender.
Schuffeneger cuenta que ella esperaba que el adiós de su hijo fuera algo íntimo. Pero la caravana de autos que acompañó la carroza en su llegada al cementerio iba tirando fuegos artificiales. A la llegada, hubo una escaramuza con Carabineros, que había destinado un carro policial para la ceremonia.
El ataúd de Luciano Pitronello estaba cubierto de flores, fotos, juguetes y cartas. Pero también lo cubría una corona de flores negras con una letra A encerrada en un círculo, símbolo del anarquismo. La imagen era curiosa, dicen los que estaban presentes en el Parque del Recuerdo: por un lado, había una familia acomodada del sector oriente de Santiago velando a su hijo y hermano, quien se convirtió en un emprendedor exitoso tras fundar una empresa de contenedores. Por el otro, un centenar de personas con ropas y banderas negras querían también despedir a quien consideraban un héroe: una persona que entró al anarquismo siendo adolescente y perdió parte de su cuerpo detonando una bomba en una sucursal del Banco Santander el año 2011. Todo por la causa antisistema.
La madre de Pitronello estaba enojada. En pleno velatorio, algunos anarquistas colgaron un lienzo negro sobre la entrada del salón donde estaba siendo velado.
-Ahí perdí los estribos. ¿Qué se creen? Ustedes ni lo conocen. Pesqué el lienzo, lo saqué, se los tiré lejos. Después empujé a tres.
Schuffeneger dice que esta no era la despedida que quería para su hijo.
-De los cien pericos que aparecieron, todos de negro, Luciano tenía que haber conocido a unos 20.
A la hora de los discursos finales, hablaron la madre de Luciano; José Miguel Barrios, quien era su orientador en el Colegio Teresiano Enrique de Ossó, y Luis Peredo, uno de sus mejores amigos y compañero de curso. Todos recordaron sus momentos con Pitronello. Le pusieron Ángel para un Final, la versión de Los Bunkers, y Un beso y una flor, de Nino Bravo.
Pero el discurso que hizo que el funeral cambiara absolutamente de tono fue el de una de sus exparejas y madre de su hijo Emilio, Arlette Espinoza. La mujer fue contactada para este reportaje, pero no respondió.
-Ella dio un discurso muy fuerte -recuerda Peredo-. Dijo que Luciano no se reinsertó realmente a la sociedad. Que era una forma de engañar al mundo, porque él en realidad seguía siendo un anarquista que quería derrocar el capitalismo, y que todo era un engaño para los medios de comunicación.
Pero eso no le hizo sentido a Schuffeneger. Ese era precisamente el mundo que ella estaba segura que Pitronello había abandonado.
La vida de Pitronello después del bombazo
Luciano Pitronello decía que quería morir. Lo gritaba en su pieza, a todo pulmón. Tenía rabia. Era 2012, y el joven de 23 años recién comenzaba su condena de seis años de libertad vigilada por colocar una bomba en un Banco Santander de Vicuña Mackenna, el 1 de junio del 2011.
Desde ese momento, Pitronello vivía en la casa de su madre, los dos solos, en la calle Amapolas, en Providencia. Érika Schuffeneger lo asistió en todo ese proceso: lo bañaba, lo vestía y lo asistía en las tareas más incómodas. Pitronello había perdido su mano derecha y parte de ese antebrazo. La explosión también le cercenó el pulgar, el índice y el anular de la mano izquierda. El dedo corazón no lo podía mover. Por ende, solo le quedaba el meñique para interactuar con su entorno.
Ese día de 2012, su mamá entró a su habitación después de escuchar los gritos. Encontró a Pitronello fuera de sí.
-Gritaba: ‘¡Esto no me tenía que haber pasado, yo me tenía que haber muerto!’- recuerda Schuffeneger.
Esos días, dice la mujer, fueron difíciles. Sobre todo, porque primero tenían que recomponer la relación entre ambos, que en ese momento estaba rota.
Pitronello, recuerda su madre, creció en un hogar donde las necesidades económicas estaban cubiertas. Su padre, Herbert Pitronello, fundó dos negocios: uno de repuestos en la calle Diez de Julio, en Santiago, y otro de arriendo de maquinarias.
La estabilidad económica les permitió matricular a sus tres hijos, Romina, Luciano y Franco, en el Colegio Particular Teresiano Enrique de Ossó. Pero en cuanto a la convivencia familiar, Schuffeneger asume que, por el trabajo demandante de sus emprendimientos, nunca les dedicaron a sus hijos el tiempo que requerían. Volvían del colegio y estaban prácticamente solos: los dos padres estaban en las empresas hasta pasada la medianoche. Cuando llegaban, seguían ocupados en sus computadores.
La relación del matrimonio se empezó a resquebrajar. Luego vino un período oscuro. Schuffeneger denunció a Herbert Pitronello por violencia intrafamiliar en diciembre del 2006. Las peleas en su hogar eran continuas. Se separaron en 2010.
Por eso, Pitronello empezó a evadir su casa. Resentía la relación con su padre. Prefería quedarse en casas de amigos o donde tíos. En ese tiempo fue cuando se acercó al anarquismo. Lo llamaban por la chapa de “Tortuga”. Comenzó a ir a marchas cada vez más seguido.
Schuffeneger señala que le extrañaba algo: que Pitronello juntaba botellas de vidrio una al lado de la otra en su pieza.
-Pensaba que era un proyecto para reciclar. Qué bueno, dije. Después sus hermanos me dijeron, mamá, es para tirar bombas molotov.
La motivación detrás de este acercamiento a la violencia se la reveló tiempo después a sus amigos más cercanos.
-Él era una persona que sentía mucha rabia -dice Peredo, su compañero de curso-. Se sentía solo también. Por eso, encontró en el anarquismo gente que lo acogió. Y también una forma de descargarse, de canalizar la furia que sentía contra algo. En este caso, el sistema.
Schuffeneger agrega algo sobre esto.
-A nosotros nos veía como si fuéramos el capitalismo puro. Y él estaba en contra de todo eso. Al final, se estaba rebelando contra nosotros.
Después del bombazo, la relación familiar se tensionó aún más: su hermana decidió cortar contacto después de llamarlo “un peligro para la sociedad”. Su familia paterna, manifiesta Schuffeneger, se alejó completamente. También perdió contacto con su primer hijo, Tomás, quien nació cuando él tenía 18 años. Schuffeneger lo explica así: “Tuviste un hijo con un pastel, que más encima puso una bomba. Era comprensible”. Pero lo que más resintió Pitronello fue que su padre no lo fue a ver hasta dos meses después del bombazo.
-Sentía que lo dejó botado en el peor momento de su vida- dice Schuffeneger.
Herbert Pitronello fue contactado para este reportaje, pero no respondió los mensajes.
Mientras vivía en la casa de su madre, Pitronello aprendió a usar la prótesis que le dieron en la Clínica Indisa: un garfio que, con movimientos de su espalda, le permitía cerrar y abrir una mano ortopédica. Pero él decidió nunca usar la mano y dejó ese fierro expuesto.
Con ese garfio, dice, aprendió a escribir cartas. Empezó a dominarlo cada vez mejor: pelaba manzanas, abría huevos y se abrochaba los zapatos.
Su círculo anarquista, cuenta Schufenegger, nunca apareció en ese tiempo.
-Aquí nunca vino un anarquista a tocar el timbre para ver cómo estaba- dice.
A sus amigos más cercanos les confesaba que seguía siendo anarquista. Pero iba cambiando su pensamiento hacia una visión menos radical.
-Me acuerdo que salíamos a caminar en ese tiempo cerca de su casa. Nos sentábamos en una plaza a hablar por horas -cuenta Barrios, su orientador en el Teresiano-. Ahí me di cuenta de que Luciano necesitaba mantener una postura anarquista para ser consecuente con su gente. Me decía que le llegaban mensajes de Alemania, de Italia, saludando al compañero “Tortuga”.
Los informes de reinserción que generaba Gendarmería sobre Pitronello muestran este alejamiento.
Uno de enero del 2015 dice esto: “Reconoce tener conocidos y amigos con los que comparte ideología anarquista. No obstante, hace referencia a haber tomado distancia de estos, dado que no desea que lo involucren en las actividades que estos realizan”.
En julio de 2016, año y medio después, Pitronello fue más crítico aún en su evaluación. “Luciano señala haber tomado distancia de pares vinculados a movimientos anarquistas. (...) Señala un sentimiento de abandono y ataque por parte de algunos integrantes del movimiento anarquista en el cual participaba”. En esa misma ocasión, calificó como “una pendejada, una tontera”, el bombazo. Eso sí, asumía que trajo consecuencias negativas para su vida.
Según Schuffeneger, dos cosas lo ayudaron a salir de ese infierno en el que sentía que estaba. Por un lado, decidió buscar fuentes de ingreso. Pero las secuelas del bombazo eran una carga: también perdió la visión de un ojo. Lo otro: no terminó una carrera universitaria. Por eso, empezó a vender sándwiches veganos en la Estación de Metro Príncipe de Gales.
Lo segundo fue que conoció a Arlette Espinoza, una estudiante de Derecho de la Universidad de Chile. Su relación duró 12 años. Con ella fue padre de su segundo hijo, Emilio, hoy de cuatro años. El hecho de rearmar su vida amorosa, dice su madre, lo animó a funcionar de forma más normal. Con Arlette Espinoza se fueron a vivir a Buin, lejos de la gente que lo podía reconocer. Allí terminó de cumplir su condena, el año 2018.
Al tiempo, Pitronello comenzó a trabajar en el negocio de contenedores de su hermano Franco. Para entonces, la visión del anarquismo que tenía en 2011 había mutado completamente.
-Él siempre decía que si no podía luchar con los puños iba a luchar con su mente -recuerda Peredo.
Por eso, con el dinero que empezó a ganar trabajando en los contenedores puso una biblioteca anarquista, de libre acceso, en su hogar. Ese fue para Schuffeneger el primer cierre de ciclo de Pitronello: dejar atrás la violencia.
Pero lo que más conmovió a su madre fue cuando Pitronello le pidió que lo ayudara a lavarse el pelo en la ducha. Le mostró un tatuaje.
-Le dije qué lindo el león que te pusiste. Me respondió: es una loba, mamá. Eres tú, porque eres la que cuida a la manada. Me derretí.
En la cresta de la ola
El nuevo trabajo de Pitronello en el emprendimiento de su hermano cambió su vida por completo. Comenzó ayudándolo en tareas menores en 2015, como revisar y emitir facturas, una vez a la semana. Con el tiempo, fue aprendiendo del negocio, hasta que decidió emprender por su cuenta.
Así, con Arlette Espinoza compraron el primer contenedor. Fundaron su propia empresa en 2019 y empezaron a hacer contratos y licitaciones con privados y con el Estado. Es decir, hacía negocios con el mismo sistema que él buscó destruir años atrás.
-Luego, se compró el segundo contenedor. Después, el tercero -comenta Schuffeneger-. Al final terminó teniendo unos 80 contenedores. La empresa estaba avaluada en unos 400 millones.
Con esa prosperidad económica, Pitronello se daba un par de gustos. Logró pagar la casa de Buin por completo. Se compró una camioneta nueva. Pero también avanzó en cerrar otras cosas pendientes: Pitronello llamó a Tomás, su primer hijo. El niño sentía que su padre no lo tomó en cuenta durante tres años. Pitronello le explicó sus motivos y retomaron su relación.
Las semanas antes del accidente, Pitronello se fue a Villarrica con Tomás y su primera esposa. Hizo algo más: llamó a Barrios. Le dijo que estaba feliz: estaba escribiendo un libro autobiográfico y estaba asistiendo a terapia psicológica para procesar y entender su historia. A su mamá le comentó que tenía ganas de llevar a sus dos hijos al Cajón del Maipo a acampar. También le dijo otra cosa.
-Yo lo veía pleno, contento. Me decía, mamá, estoy en la cresta de la ola -dice Schuffeneger-. Qué ironía, yo le decía. Todo lo que lograste lo hiciste con un meñique.
Pero un pensamiento seguía rondando a Pitronello: su antiguo círculo anarquista se mantenía cerca. Y no veían con buenos ojos su cambio.
-La penúltima vez que hablamos me dijo que le pesaba que gente de su círculo antiguo criticara que se haya reinsertado -dice Barrios-. Porque, finalmente, Luciano se termina convirtiendo en un pequeño empresario exitoso. Y se insertó en esta sociedad que ellos querían destruir.
Peredo agrega: Pitronello nunca estuvo dispuesto a cortar completamente ese lazo. Tenía razones.
-Yo creo que a él le gustaba que lo reconocieran en ese círculo anarquista. Que reconocieran su lucha contra el sistema, su vivencia personal.
Al final de su vida, dice el amigo, Pitronello ya estaba tranquilo con su historia.
-Creo que se reconcilió con las secuelas del bombazo. Era un proceso interno: como un amigo que te cae mal, pero es tu amigo. Logró reconciliarse con eso.
Al funeral de Pitronello asistieron todas las personas con las que alguna vez tuvo distancia. Entre ellos, su padre: se lograron reconciliar durante los últimos años. La única con la que no volvió a hablar fue con su hermana, quien no se presentó.
A la hora de la despedida, todos en su familia celebraron su capacidad de construir una nueva vida. De ahí que las palabras de Espinoza, sobre que Pitronello nunca se reinsertó en la sociedad, dolieron tanto en su entorno.
-Todos los discursos de ellos trataban de justificar la empresa. Que era una pantalla, que era un proyecto colectivo, refiriéndose a la empresa. Pero es absurdo: las empresas son una cuestión privada. Es precisamente lo opuesto- recuerda Peredo.
Pero Schuffeneger, a pesar de todo, tuvo un gesto con esa cara de la vida de su hijo: dejó que la corona anarquista se posara en el ataúd de su hijo.
Eso sí, la mujer pidió una cosa. Que su familia y amigos cercanos hicieran un círculo alrededor del féretro. Dejó afuera a todas las personas que habían llegado allí por un sentimiento político y le dedicaron palabras a Pitronello. Con ese gesto, quería expresar algo, dice hoy.
-Yo no quería despedir a “Tortuga”. Quería despedir a mi hijo Luciano.
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