Los residentes incómodos del Pequeño Cottolengo
Desde 2019 que la institución creada para recibir a personas con discapacidad intelectual severa ha tenido que hacerse cargo de un tipo de interno para el cual no estaban preparados: menores vulnerados que vienen del ex Sename. El resultado han sido agresiones y una degradación de la convivencia que nadie en el sistema ha sabido resolver.
Cristián Glenz (53) dedicó gran parte de su vida al mundo empresarial. Él, un ingeniero civil de la Universidad Católica con un MBA en Estados Unidos, había sido ejecutivo en Shell y gerente general de una empresa dedicada a la automatización. Glenz pensaba que había logrado todos los objetivos profesionales que se había propuesto, cuando algo lo obligó a cambiar su perspectiva. Su padre, Eduardo, enfermó de cáncer al pulmón en 2002. Murió cuatro años después y eso hizo que Glenz se cuestionara el rumbo laboral que había elegido. “Me faltaba algo y sentí muy presente una deuda mía con lo social y con la necesidad de ponerme en contacto con la fragilidad humana, de la que me hice consciente con la enfermedad de mi papá”, dijo en una entrevista con La Tercera hace cinco años.
Esa necesidad fue la que lo llevó al Pequeño Cottolengo: la institución sin fines de lucro que acoge a personas con discapacidad intelectual severa o profunda. Es decir, con un coeficiente intelectual (CI) menor a 34.
Glenz llegó allá en 2016 y aprendió, desde su oficina en la sede de Cerrillos, cómo funcionaban ese y los otros centros. En tres años había logrado darle otro propósito a su vida, cuando otro cambio alteró sus planes. A raíz de una modificación en el sistema de acogida de Niños, Niñas y Adolescentes (NNA), comenzaron a llegar personas “mal derivadas”, según explica el exempresario. Es decir, que no cumplían con las características que exige el Pequeño Cottolengo.
En el caso de ellos fue así: en 2019, tras el cierre de una de las residencias de la Fundación Coanil, en Hualpén, en la Región del Biobío, llegaron los primeros dos jóvenes que no compartían el mismo perfil del resto de los internos.
Gastón y Matías -no son sus nombres reales- en ese entonces tenían 17 años y presentaban discapacidad intelectual. Por esa razón, los Tribunales de Familia los derivaron a Cottolengo. Sin embargo, el problema fue que el diagnóstico no era completo. Venían con problemas conductuales de agresividad. Con el cierre de esa residencia fueron 36 menores de edad los que tuvieron que ser derivados a diferentes lugares de acogida. Según explica Patricia Maturana, gerenta de residencias de Coanil, “el problema es que el sistema no resguarda la especialización de los perfiles de los que sufren alguna discapacidad intelectual y alguna condición más. Tampoco hay proyectos especializados en trastornos de salud mental grave. El sistema no se especializa, no tiene una atención acorde a las necesidades”.
Pilar Flores (44) trabaja hace 20 años en el Cottolengo. Es directora de la escuela especial y recuerda cuando Gastón y Matías aparecieron.
“Afectaron bastante la dinámica general. Eran chicos que se escapaban del hogar, se escapaban de la escuela, iban a apedrear los autos”. Todo eso, agrega, eran conductas que antes no veían en sus centros.
Además, hubo agresiones. Flores aún recuerda el primer golpe que recibió. Sucedió en noviembre de 2019, cuando Gastón intentó escapar de la escuela pegando un portazo. Flores lo siguió y, al abrir la puerta, el joven le pegó un manotazo. “Es impactante que alguien tan grande te golpee, porque al final son hombres. O sea, tienen una discapacidad intelectual, pero igual son hombres”.
Fue, confiesa ahora, el primer momento en que sintió miedo.
Glenz también lo vivió. Ahora, sentado en su oficina, se sube la manga de su parka azul y muestra rasguños y moretones. Se los hicieron Gastón y Matías. No son sus únicas marcas, cuenta, y explica que en un momento sufrió un mordisco.
“Tengo fotos”, dice mirando preocupado.
Cuando esas situaciones pasan, hay que aplicar “contención”. Para realizar esta maniobra se necesita de, al menos, cinco hombres. Cada uno agarra una extremidad y otro la cabeza. Se le pone una “capucha” a la persona para evitar que muerda y luego se traslada a su habitación. Glenz, confiesa, odia tener que hacerlo. Pero cada vez que suena su teléfono cerca de las 16.00, antes de acostarlos, dice, “sé que me toca esto”.
Niños en radiopatrullas
El problema es antiguo. Mónica Jeldres, jueza y presidenta del Segundo Juzgado de Familia de Santiago, se dedica a este tema desde hace más de 20 años y sabe que nada ha cambiado. Es más, asegura que “estamos peor que nunca”.
Jeldres explica que la crisis comenzó con el cierre de los Centros de Reparación Especializada de Administración Directa (Cread) en 2018: “Con el cierre de los Cread y la derivación de algunos de los adolescentes, no había cupo para todos en las llamadas ‘residencias familiares’. Ahí comenzó la desesperación por no tener dónde ingresar a los niños, niñas y adolescentes que antes eran derivados a estos lugares. Especialmente a adolescentes que mantenían consumo abusivo de drogas y alcohol, explotación sexual infantil o situación de calle. En ese momento el juez era quien definía a quién y dónde derivar, según las necesidades de cada menor de edad y la oferta existente”.
Sin embargo, en 2021 el sistema se modificó. La Ley 21.302 creó el Servicio Nacional de Protección Especializada (ex Sename), mejor conocido como Mejor Niñez, y modificó varias normas legales. “Antes de la ley del nuevo servicio se diluían las responsabilidades entre los intervinientes y se las atribuían unos a otros, generalmente entre el Poder Judicial, Sename y los organismos colaboradores. Hoy eso ya no es así. Hay solo un obligado a asegurar la oferta de los programas diversificados y de calidad, así como de determinar el proyecto al que ingresa cada menor de edad. Y ese es el servicio”, asegura Jeldres.
Por otro lado, la directora de Mejor Niñez, Gabriela Muñoz, cree que las malas derivaciones se deben, en parte, a una falta en la oferta de residencias de acogida, y que por esto existe un problema de sobrepoblación. Esa carencia planean resolverla habilitando 40 nuevas residencias a lo largo del país, que deberán estar operativas a comienzos del próximo año.
Aunque sobre las malas derivaciones al Pequeño Cottolengo, su diagnóstico es más crítico. “Las derivaciones de los menores fueron directamente de tribunales a la residencia, lo que es una cosa que hoy está fuera de la ley. Y que, por cierto, ya estamos trabajando para que no vuelva a suceder”.
Incluso, todo esto, matiza la jueza Jeldres, puede no ser suficiente.
“Se pueden crear muchas residencias para generar la oferta necesaria, pero lo importante es si esa es la respuesta que se debe dar cuando el modelo de residencias familiares ha tenido mayor vulneración a los niños. Hay que evaluar qué tipo de residencias y qué modelos son los que hoy se necesitan”.
Mientras esa discusión burocrática se desarrollaba, el Pequeño Cottolengo siguió recibiendo a pacientes que no tenía cómo tratar. Sachiko Endo (35), que trabaja ahí como directora de rehabilitación, lo veía todos los meses.
Los ingresos siempre seguían la misma pauta: llegaban patrullas de Carabineros que trasladaban a los menores para que los admitieran. Ella recuerda un caso en particular de noviembre de 2022. Un niño de 14 años en situación de calle llegó a las puertas del Cottolengo acompañado de dos policías. Eran las 13.00 y Endo estaba esperándolo. Al verlo, lo primero que pensó y su mayor preocupación era si había almorzado. Minutos más tarde comprobó que el niño tenía mucha hambre.
“Cuando llegan de esta forma tan abrupta hasta a nosotros nos impacta ser parte del abandono. Es algo frío, porque el carabinero dice ‘bueno, si nadie lo recibe, me llevo detenidos a todos los funcionarios del recinto que están aquí’”, cuenta la especialista.
Aún así, en el Cottolengo trataron de adaptarse. Por ejemplo, construyeron dos piezas individuales para Gastón y Matías. Cada tarde, a las 17.00, los llevan ahí y los dejan hasta el día siguiente. Son habitaciones pequeñas, de 4x4, sin ventanas por el riesgo a que las quiebren y se hagan daño. La cama está empotrada al suelo y las paredes son completamente blancas, de cerámica. Quedan restos de unos carteles que intentaron poner para darle color a la pieza, pero que, en uno de sus arrebatos, Matías destruyó.
Los actos violentos de los nuevos residentes no iban sólo contra los funcionarios o la infraestructura. De hecho, en 2019 tuvieron que contratar un abogado penalista para interponer denuncias contra los internos que agredían a los otros residentes. A pesar de tratarse de personas inimputables, dice Glenz, era una manera de dejar constancia de la cantidad de episodios que debían enfrentar: en promedio dos a tres cada semana.
“Es injusto para estos niños “mal derivados” estar en un lugar donde no podemos darles el servicio que requieren. Y más injusto es para los niños que ya viven aquí no poder estar tranquilos por el miedo a que alguien te vaya a agredir. Para ellos es una doble vulneración”, reclama Glenz.
Esa era una de las consecuencias más visibles de su nueva realidad. Si antes recibían dos niños al año, después de 2019 la cifra se multiplicó. Sólo en 2022 ingresaron 14 y este año ya van cuatro.
La doctora Elisa Cohelo, psiquiatra infantil y docente en la Universidad Católica, explica que, “a grandes rasgos, los niños con discapacidad intelectual son más vulnerables a la agresividad que podrían tener los niños con problemas de conducta. Especialmente en Cottolengo, donde son personas con discapacidad intelectual severa, los que no tienen estrategias para defenderse”.
En junio de este año, a través de una carta de los Tribunales de Familia, se informó a la institución que ingresaría un adolecente de 16 años con discapacidad intelectual. Apenas conocieron la noticia, uno de los equipos psicosociales de Cottolengo fue hasta su casa en Colina para realizar ellos mismos los test pertinentes. Allá confirmaron lo que sospechaban: el adolescente no contaba con problemas de discapacidad intelectual como señalaron, sino que estaba sobre el promedio: tenía un coeficiente Intelectual de 105. También tenía antecedentes policiales. Ninguno de los cuales había sido informado.
Fue la primera vez que le advirtieron a Mejor Niñez que estaban considerando ponerle fin al convenio.
Tirar la esponja
El jueves 6 de julio llegó una notificación de tribunales en la que informaba que una menor de edad iba camino al Cottolengo, otra vez, sin avisar antes a la institución.
El caso de esa niña de 12 años fue el que lo quebró todo.
En un principio, los funcionarios del centro de Cerrillos se negaron a recibirla. Decían que antes debían hacerle pruebas para comprobar si cumplía con el perfil exigido. De todas formas, el tribunal decidió enviarla. Llegó a las 20.30. Iba acompañada de dos carabineros y una orden judicial.
Carolina Esquivel, directora del área psicosocial, fue quien la recibió.
“Venía completamente desajustada, desbordada” recuerda.
La niña venía sin sus papeles, por lo que habilitaron una pieza aislada para ella. Cuando la evaluó una técnico en enfermería (TENS), lo supieron. Tenía lesiones por una presunta violación y abuso sexual. Al día siguiente la llevaron al Hospital El Carmen a constatar lesiones. Ese mismo viernes, Glenz terminó de entenderlo: tenía que terminar con el convenio que mantenían desde 1979 con Mejor Niñez.
Cerca de las las 10 de la mañana se reunió el Consejo del Pequeño Cottolengo. En esa instancia, por primera vez, todos estuvieron de acuerdo en ponerle fin. Redactaron una carta donde anunciaban su decisión y la enviaron. Con ese correo se terminaba un ciclo que se había originado hace 44 años, aunque no completamente: aún mantienen conversaciones con Mejor Niñez para evaluar la situación.
Todo eso cansa a Cristián Glenz.
El ingeniero que dejó atrás la vida corporativa, porque sentía “una deuda social”, ya no tiene la misma energía.
“En vez de estar dedicado a mejorar la calidad de vida de los chiquillos que están aquí, pierdo el tiempo contratando abogados para defendernos del sistema”.
Algunos días después, por teléfono, Glenz resumió cómo se sentía.
“No culparía a alguien que quisiera tirar la esponja”.
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