Memorias de una secretaria presidencial: “Yo creo que la gente fue muy injusta con Sebastián Piñera”
Sarita Larraguibel acompañó al expresidente durante 35 años. Aprendió a ordenar su caótico universo de carpetas, a navegar a través de sus horarios y exigencias e, incluso, a defenderlo de quienes lo criticaban. Hoy, como funcionaria del nuevo alcalde de Santiago, recuerda a Sebastián Piñera y cómo su muerte la hizo sentirse huérfana.
Hasta ese momento de su vida, el nombre de Sebastián Piñera no significaba muchas cosas en la vida de Sarita Larraguibel (70). Tampoco sabía tanto. Sólo que era un empresario y, como había aprendido recientemente, alguien que buscaba a una secretaria como ella. Era diciembre de 1988 y la citaron en la oficina de Bancard de Huérfanos con Morandé.
–Lo que más recuerdo era que él me decía ‘yo necesito a alguien que me ordene aquí’. Porque tenía una secretaria muy simpática, que era como muy amiga de él, pero no le servía como secretaria. ‘¿Puedes empezar mañana?’, me preguntó. Así de desesperado estaba con la cantidad de papeles y el desorden que había.
Larraguibel comenzó en enero de 1989. Tenía 34 años y había pasado los últimos cinco años trabajando en AFP Habitat, un lugar con ritmos y jefaturas bastante distintas a la que ahora enfrentaba. En su primer día volvió a sentir los nervios que había aguantado durante la entrevista. Su principal miedo era no ser suficiente.
–No sabía si iba a responder bien a sus expectativas. Yo sabía que era ordenada, que podía ordenar su oficina, pero no conocía bien al personaje. Ahí me di cuenta del hombre exigente que era.
A su nuevo jefe, aprendió, no le gustaba que le tocaran sus papeles, pero aun así ella debía saber navegar en su desorden. No era lo único: también había una carpeta para cada tema y ella debía ser capaz de rastrearlas siempre.
–Una de las cosas que todo el mundo temía era cuando te decía ‘bueno, Sarita, si no lo puede hacer usted, lo hago yo’. Eso significaba que uno se sentía una inútil, espantosa. No era yo la única, a todo el mundo le decía lo mismo. Pero al final uno empezaba a conocerlo. Otra de las cosas que él siempre me decía era ‘Sarita, si usted no entiende, pregunte. Pregúnteme 10 veces, 20 veces, no me importa. Pero yo quiero que entienda lo que le estoy pidiendo’.
Para sobrevivir con Sebastián Piñera no sólo había que adelantarse a lo que quería, sino que, incluso, a lo que podía extraviar.
–A él se le podía perder una carpeta, pero a mí no, porque yo tenía más tiempo que él para saber lo que tenía y lo que no tenía ahí encima.
El proceso de adaptación, por lo mismo, no fue fácil.
–A mí me llegó a dar úlcera, tuve que ir al doctor y todo, porque venía de un jefe en Habitat que era un pan de Dios. Entonces eso de que alguien me pusiera casi entre la espada y la pared también era nuevo. Una vez me acuerdo que me fui a llorar al baño y él me fue a golpear la puerta. Me decía ‘Sarita, pero no llore. Si no es usted. Es para que aprendamos entre los dos’. Y me golpeaba la puerta, me acuerdo, para que no llorara. Una aprendió a conocerlo, a entender que no era de malo, que no era para hacerte sufrir, sino que era para aprender cómo sacar adelante lo que había que hacer en ese minuto.
El Piñera empresario, recuerda Larraguibel, parecía vivir ensimismado en sus proyectos y negocios.
–Al principio siempre yo me preguntaba ¿por qué él llega aquí y ni me saluda? O sea, cuando llegaba a la oficina era como pasar al lado de un mueble. Pero yo diría que la política le enseñó a empezar a saludar a la gente.
En las elecciones parlamentarias de 1989, Sebastián Piñera fue electo senador por Santiago Oriente. Su secretaria -que terminó acompañándolo por 35 años, hasta el mismo 6 de febrero, día en que murió- admite que los cambios fueron notorios.
–Después de esos años ya era ‘Sarita, ¿cómo está? ¿Cómo amaneció?’. Ya era otro trato. Creo que la política lo hizo humanizarse.
La promesa
Durante esos años en el Congreso, Larraguibel comenzó a apreciar a su jefe de otra forma. A pesar de que no lo acompañaba a Valparaíso, tenía que seguir las iniciativas y proyectos de ley que el senador Piñera presentaba. Su vida, que la llevó a casarse en 1992, también la movía hacia las oficinas que el empresario adquirió en Apoquindo.
–Una de las cosas que me llamaron la atención es que don Sebastián quería que todo en esa oficina fuera abierto, no le gustaban las oficinas cerradas. Fíjate que era mucho más sencillo de lo que la gente cree. En Apoquindo, por ejemplo, él de repente se levantaba y partía solito a la cocina a servirse un café. O sea, no era una persona que había que servirlo todo el rato, a pesar de que a la gente sí le gustaba servirle.
Para las elecciones presidenciales de 2005, Sarita Larraguibel ya sabía de las necesidades esenciales de su jefe: los lápices con tinta negra y roja que se sentían suaves sobre el papel, los blocks Colón y la regla de 30 centímetros. También ya tenía claro que Piñera, como candidato, funcionaba a otra velocidad y exigía más de la gente que lo rodeaba. A pesar de eso, tras perder la segunda vuelta frente a Michelle Bachelet, cuando a su marido le ofrecieron trabajo en una empresa en Caracas, Larraguibel le hizo una promesa a Piñera.
–Le dije ‘si usted se vuelve a lanzar como candidato y gana la Presidencia, llámeme. Porque yo me vengo’.
Cada vez que venía de visita a Chile, durante los cuatro años que estuvo en Venezuela, la secretaria pasaba a saludar a la oficina de Apoquindo. Ahí le reiteraba su compromiso al empresario.
Después de la victoria en 2009, cuando derrotó a Eduardo Frei en un balotaje, Larraguibel esperó el llamado. No tardó en llegar. Magdalena Piñera la contactó y la secretaria aterrizó en Santiago dos días después del terremoto de febrero de 2010, cuando el aeropuerto aún no se recuperaba.
–Yo tenía un compromiso con él. Podría haberle dicho no, me quedo en Venezuela, pero yo sentí que no podía. Uno no puede decirle no a un Presidente, menos a uno que yo ya conocía y había acompañado varios años antes.
Mientras Piñera juraba como Mandatario en Valparaíso, con un temblor de por medio, Larraguibel y los otros colaboradores cercanos se instalaron en La Moneda.
–Mi enfoque era hacer lo que él quisiera. Si él quería que le pusiera su carpeta ahí, ahí se la ponía. Si él quería hacer una reunión con fulano o con 10, 12 personas, se lo organizábamos.
Esa cercanía le permitió ver cómo Piñera se acostumbraba a su nueva investidura.
–Creo que una de las cosas que más le costaron cuando entró la primera vez a La Moneda fueron los escoltas, que lo seguían para todos lados. Les hacía bromas, se perdía y los escoltas andaban desesperados buscándolo.
No muchos tenían acceso a ese lado más privado del Presidente. Con el correr de su mandato, eso se volvió un problema. Porque la ciudadanía lo percibía como un hombre frío, que no mostraba sus afectos.
–Yo creo que a él sí le importaba y se hacían cosas para humanizarlo un poco. Las típicas que hacen los políticos, como acercarse a la señora Juanita. Pero producía una cosa adversa el hecho de que el fuera un empresario tan exitoso.
De todas las contingencias que le tocó enfrentar en esos cuatro años, como la crisis del gas en Punta Arenas, el accidente aéreo en Juan Fernández, las movilizaciones estudiantiles, la reconstrucción después del terremoto y el rescate a los 33 mineros, esa última fue donde más afectado lo vio.
–Me acuerdo que él dijo ‘los vamos a sacar de ahí como si fueran nuestros hijos’. Y fue un compromiso, pero nunca se supo fehacientemente si iba a resultar o no. Era una apuesta muy arriesgada. Imagínate que no hubiera sido así. Todos se le habrían tirado encima. Ahí lo vi un poquito más agobiado. Todos estábamos rezándoles a los ángeles para que resultara.
Esa apuesta exigía que su equipo diera más.
–Cuando a los ministros les tocaban las bilaterales con él, antes de entrar a su oficina muchos me preguntaban ¿cómo está el ánimo, Sarita? Y yo les decía sí o no, ándate con cuidado, o qué sé yo. Algunos salían serios, pero bueno, al final todos lo terminaron conociendo. Era exigente y tenía que ser así. Por eso yo creo que se quedó con ganas de hacer cosas. Cuatro años no es mucho.
A pesar, acota ella, de todas las horas que pasaban en La Moneda.
–A él le daban las 18.00, 19.00, por ejemplo, y me empezaba a pedir llamados. Era como si fueran las 10.00. A él le daba lo mismo. O sea, él se conectaba con la idea y tenía que hablar con la persona que necesitaba, aunque fuesen las 19.00, cuando ya la gente se empezaba a ir de las oficinas. Entonces a veces me daban las 20.00, las 21.00, las 22.00 acompañándolo, trabajando con él, y él no atinaba. Y la verdad es que yo no le iba a decir, oiga, me tengo que ir. Así que cuando veía que bajaba un poquito, que ya no le quedaba ningún llamado que hacer, me iba.
Esa clase de acompañamiento Sarita Larraguibel lo justificaba en la lealtad que le sentía a Piñera.
–Quizás lo malacostumbré. Todo el mundo me decía, pero ¿por qué te quedas tan tarde? Porque yo podría haberle dicho a las 18.00, ‘bueno, es mi horario, me voy’. Pero no lo hacía nomás, me quedaba con él. Si me estaba pidiendo llamados, no podía irme. No podía dejarlo solo.
Un presidente ensimismado
Sebastián Piñera volvió a La Moneda tras derrotar a Alejandro Guillier en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de 2017. Una vez más, Sarita Larraguibel se fue con él a La Moneda. Su segundo cuatrienio estuvo marcado por el estallido social de octubre de 2019.
–Yo todo lo veía de afuera, era la última en enterarme de todo, pero lo del estallido fue impactante. Fue como que se venía el monstruo, como dijo la Cecilia Morel, como una invasión alienígena. De verdad que uno sentía que era gente que quería casi comernos vivos.
Larraguibel recuerda los televisores prendidos en Palacio mostrando imágenes que no lograba entender, las reuniones a puertas cerradas del Presidente y la convicción de que sin importar lo que pasara, todos los días debía presentarse a trabajar en La Moneda.
–Obviamente que nos sentíamos en peligro. Por lo menos yo. A pesar de que había escoltas, guardias, carabineros y qué sé yo, pero cualquier cosa podía pasar. Alguien podía tirar una bomba.
El Piñera de esos días se veía distinto. Pasaba directo a su oficina y no interactuaba demasiado. A veces pedía un café o un plato de frutas, pero no mucho más, mientras entraban y salían ministros, escoltas y asesores.
–No hablaba tanto. Quizás era para ordenar sus ideas, eso creo que le pasaba. Como que se iba hacia adentro.
Cuando la iban a dejar a su casa en auto, por su ventana Larraguibel veía las calles rayadas con consignas contra el Presidente. Decían “Fuera Piñera”, “Que muera Piñera” y otro tipo de insultos.
–Yo te juro que sufría. Sufría íntimamente, porque él no era una mala persona.
El masivo rechazo que concitaba la figura de Piñera entonces, Larraguibel lo explicaba con su propia teoría.
–Esto lo he sentido siempre, incluso antes de que fuera Presidente. Y es porque le tenían envidia. Yo decía: ¿Cuál es el afán de atacarlo? Es porque él tiene plata, porque es una persona exitosa en sus empresas. Me da la sensación de que antes de juzgarlo por lo que él proponía, o por lo que había hecho, lo juzgaban porque era un empresario, pensando que se estaba haciendo más rico de lo que era. Pero verlo así es no conocer al personaje. Yo creo que la gente fue muy injusta con Sebastián Piñera.
Ella, afirma, está segura de eso. A pesar de todos los procesos judiciales que se iniciaron contra su antiguo jefe.
–Nunca vi en él una intención de saltarse alguna regla. Que vieran malas intenciones en Sebastián Piñera me molestaba mucho. Le tenían una envidia máxima por tener plata, pero eso lo consiguió por su propio esfuerzo. No le robó a nadie.
De todas esas jornadas, hay una que no olvida: la noche del 12 de noviembre, cuando el Presidente decidió no sacar a los militares a controlar la violencia en las calles.
–Lo que dicen es verdad. Él se encerró y lo meditó hasta que tomó la decisión del Acuerdo por la Paz. Me parece que fue un fin de semana, pero el Acuerdo por la Paz se había redactado antes. Yo me acuerdo de haber tipeado eso.
Cinco meses después de las jornadas de protesta que se iniciaron en octubre, se detectó en Chile el primer contagiado por Covid 19. No mucho después todo el país tuvo que encerrarse en cuarentenas.
–Ya en enero el Presidente empezó a ver el tema de las vacunas. Me acuerdo de eso, porque eran muchas las reuniones que tenía con el ministro Mañalich. Ahí me pidió ‘hágame una carpeta Covid’.
Para Larraguibel el trabajo remoto no fue una opción.
–Yo no lo iba a dejar nunca. Imposible, porque nos necesitaba a todos.
Fue así hasta que terminaron su segundo mandato. Una vez fuera de La Moneda, las rutinas y exigencias de Piñera a su entorno disminuyeron. El expresidente viajaba mucho, pasaba tiempo con su familia, aunque también seguía asistiendo a su nueva oficina en Vitacura. Ahí estaba en febrero del año pasado cuando se despidió de su secretaria antes de que se fueran de vacaciones. Fue el viernes 2. La última imagen que ella tiene del expresidente es viéndolo bajar por una escalera.
–Me dijo ‘Sarita, nos vemos a la vuelta’, y bajó. Yo me acerqué a la escalera y le dije ‘que le vaya bien, que disfrute’. Todos le dijimos lo mismo. Aún sigo viéndolo en esa escalera.
Cuatro días después, estando de vacaciones en el camping de Morrillos, Larraguibel recibió la llamada de un antiguo edecán de Piñera.
–Me preguntó: ‘¿Has sabido de tu jefe?’. ‘No’, le digo, yo estoy aquí en Morrillos. Me dijo: ‘Es que tuvo un accidente’. Yo ahí me paré, le pregunté qué accidente y me empezó a explicar que se cayó en helicóptero, que no iba solo, que no había salido del agua. Le pedí que por favor lo confirmara y me llamara de vuelta. Cuando me llamó de nuevo me dijo que había muerto. Que efectivamente no había salido del agua. Yo sólo le decía ‘esto no puede ser’.
Larraguibel se derrumbó. Llorando se subió al auto y le pidió a su marido que fueran a Santiago. Llegaron en la noche a la oficina de Vitacura. Sólo recuerda ver a mucha gente, todos igual de afectados que ella. En las horas siguientes ayudó a organizar el funeral. Ese día, el 9 de febrero, al ver la plaza al lado de la Catedral repleta de personas, Larraguibel no pudo evitar pensar en algo.
–Cómo le hubiera gustado a él ver eso.
Sólo ese fin de semana pudo regresar a Morrillos a terminar sus vacaciones.
–Volver a la oficina y no verlo fue horrible. Pensar que nunca más lo vamos a ver subiendo la escalera, pidiendo llamados, que ordenemos sus cosas.
Se quedó en ese puesto hasta mayo del año pasado, cuando conversó su salida con Magdalena Piñera. Le parecía muy raro llegar a su oficina y no tener nada que hacer.
–Me sentí huérfana, porque ya no tenía a quién atender, a quién ofrecerle mi ayuda.
En su casa tampoco supo qué hacer. Dice que dio bote, que trataba de ordenar su departamento, pero no era lo mismo. Fue a un par de entrevistas de trabajo, pero ninguna la entusiasmó. El problema, dice, era la culpa.
–Sigo sintiendo que tengo una deuda con mi jefe. Con sus papeles, con sus archivos, con sus carpetas. Sigo sintiendo que si alguien necesita una carpeta, cualquiera, yo soy la única que sé dónde está y cómo encontrarla.
Después de 35 años trabajando con él, sentía que era la única que podía ordenar el universo de Sebastián Piñera.
Entonces le preguntaron si quería trabajar con Mario Desbordes en la Municipalidad de Santiago y dijo que sí. Así que en eso está ahora: a los 70 años, Sarita Larraguibel está preguntándose si puede acostumbrarse a otro jefe.
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