Olvidados por la historia, resucitados por una fundación: la huella napoleónica en Chile

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De izq. a der.: Benjamín Viel, general del Ejército chileno; José Bacler d’Albe, coronel, formador de los primeros ingenieros militares en Chile; Federico de Bransden, coronel, héroe de la campaña del Bío Bío; José Rondizzoni, general del Ejército chileno, y Jorge Beauchef, coronel y héroe de Valdivia y de Chiloé (1820-1826).

“¡Por Napoleón y la Independencia de América Latina!”, gritó Eustaquio Bruix en el campo de batalla, herido de muerte. Fue uno de los 3.300 exmiembros -de distintas nacionalidades, pero mayoritariamente franceses- del Gran Ejército que estuvieron o vivieron en Chile desde 1817. Napoleón, de Ridley Scott, y el bicentenario de la muerte del corso (2021) los tienen de vuelta.


En 1815, tras Waterloo y otras derrotas, cayó el imperio levantado por Bonaparte. Ese año llegaron a su fin las guerras napoleónicas iniciadas décadas antes, con el comienzo de la Revolución Francesa: en menos de 12 meses, más de tres millones de combatientes fueron dados de baja.

Muchos de quienes habían integrado el Gran Ejército napoleónico, como nos lo recuerda el historiador Patrick Puigmal, eran muy jóvenes y no sabían hacer otra cosa que pelear en el campo de batalla. Y muchos, adicionalmente, sostenían ideales republicanos y laicos, y aun tras recibir el perdón de los vencedores no podían aceptar la restauración absolutista que empezaba a imponerse en Europa.

Cuando las naciones eran recién un experimento político, la Grande Armée de Napoleón llegó a contar con hombres de 26 nacionalidades. Más tarde, tras el fin del imperio, unos cuatro mil de ellos recalaron en Estados Unidos, acaso el país donde sus sueños libertarios seguían en pie. Pero allí fueron vistos frecuentemente con suspicacia: muchos no encontraron respuesta a sus inquietudes políticas, por lo que se encaminaron al sur, incluso a la Capitanía General de Chile, que desde 1814 conocía la Reconquista española.

Responsable clave de esa llegada fue José Miguel Carrera, que reunió cinco embarcaciones y a 70 exoficiales del Gran Ejército, entre ellos el francés Charles-François Lozier, el español Pedro de la Peña y el italiano José Rondizzoni (único napoleónico con estación de Metro en Santiago). Con ellos llegó en febrero de 1817, aunque no se les permitió formar parte del Ejército Libertador de los Andes. Este último, liderado por José de San Martín, ya contaba, sin embargo, con un 11% de su oficialidad proveniente de la Grande Armée.

No fueron muchos los que se quedaron o al menos vivieron un tiempo en Chile: Puigmal, académico de la U. de Los Lagos y autor del multivolumen Diccionario de los militares napoleónicos durante la Independencia, los estima hoy en unos 330. Pero dejaron una huella, particularmente visible desde 2021, año del bicentenario de la muerte del militar corso.

El propio francés radicado en Chile está detrás, junto a su compatriota Marc Turrel, de la Fundación de los Napoleónicos de Chile. Las diversas actividades de la entidad han combatido la desmemoria en torno a los militares Ambrosio Cramer, Jorge Beauchef, Miguel Brayer, Benjamin Viel, José Bacler d’Albe, los hermanos Bruix y otros que tuvieron un rol en el largo proceso de la Independencia.

“Estos hombres, olvidados por la historiografía clásica chilena, merecen ser reconocidos como verdaderos actores militares y sociopolíticos de la construcción del Chile independiente”, se lee en un documento de la fundación relativo a una “ruta memorial” que hoy va de La Serena a la Isla Grande de Chiloé.

Y si bien Puigmal y Turrel tienen claro que la recién estrenada Napoleón, con Joaquin Phoenix a la cabeza, no tiene directamente que ver con lo que ellos hacen, celebran la oportunidad que les cae de rebote (aunque nada esperan en términos de fidelidad a los hechos, el primero dice que de todos modos irá a ver la cinta de Ridley Scott).

Profesores y combatientes

Distintas razones llevan a los napoleónicos franceses y de otras nacionalidades a desplazarse a la lejana América tras la caída del Imperio y tras los tempranos embates de la segunda restauración borbónica. Así también, según constata Fernando Berguño en Los soldados de Napoleón en la Independencia de Chile, 1817-1830 (2015), “las diferencias de perspectivas abiertas a estos antiguos soldados van a determinar las decisiones de cada uno después de llegar al Nuevo Mundo”.

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Cadete de la Escuela Militar chilena (1817), vistiendo un uniforme idéntico al de los granaderos de la guardia imperial napoleónica.

Berguño es de quienes no sólo observan la continuidad de la “epopeya napoleónica” al otro lado del Atlántico. Para el caso del Chile decimonónico, habla también de “franceses” como sinónimo de “napoleónicos”, aun teniendo clara la variedad de nacionalidades envueltas. En esto difiere de Puigmal, quien enfatiza que a Chile “llegaron franceses, polacos, italianos, españoles partidarios de José Bonaparte, suizos, belgas, holandeses, alemanes y un inglés que había hecho la campaña de Rusia con Napoleón”.

El adjetivo se justifica, piensa sin embargo el diplomático e historiador, “porque en definitiva el imperio napoleónico que todos sirvieron fue, antes que nada, un imperio francés. Muchos de estos soldados -italianos, polacos y otros- integraban el Ejército imperial, pero más allá, aquellos extranjeros que servían en los contingentes de estados aliados, como el Reino de Nápoles bajo Murat o el Reino de Westfalia bajo Jerónimo Bonaparte, también formaban parte de la Grande Armée en su sentido más amplio”.

Hay algo de licencia artística al hablar de los “franceses”, concede incluso Berguño, quien dice haberla llevado aún más lejos al incorporar entre ellos al súbdito británico William de Vic Tupper, quien no fue napoleónico, pero que, en definitiva, gravitaba entre estos últimos como lugarteniente de Georges Beauchef. Castellanizados prontamente sus nombres de pila, ambos participaron en el asalto a Talcahuano (1817) y contribuyeron a la toma de liberación de Chiloé del dominio realista (1826), dejando una huella que va más allá de las calles que hoy los recuerdan (y que en el caso de Beauchef es hasta hoy un sinónimo, o casi, de la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas de la U. de Chile).

Visto todo lo anterior, se entiende que el primer y principal influjo de los napoleónicos en Chile haya sido militar, aunque sean necesarias algunas precisiones.

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Marc Turrel; Patrick Puigmal; Renaud Collard, encargado de negocios de la Embajada de Francia; José Miguel Cárdenas, alcalde de Fresia, y el coronel Felipe Videla, del regimiento n°8 de Temuco, vistos en una actividad conmemorativa de la batalla de El Toro (1820).

En las dos primeras batallas del Ejército de los Andes en Chile, Achupallas y Chacabuco, un español independentista y un francés (Antonio Arcos y Ambrosio Cramer, respectivamente) tuvieron un rol central, “con casi ningún chileno combatiendo, o muy pocos”, observa Puigmal. Los napoleónicos, prosigue el historiador, “participaron en las guerras de liberación de Chile desde 1817 hasta Lircay”, la batalla que supuso el fin de las experiencias liberales y el inicio de la República conservadora. Y dadas sus orientaciones políticas, no la tuvieron fácil en un país que giraba hacia el portalianismo: si en su minuto tomaron distancia del autoritarismo o’higginiano y varios fueron cercanos a los Carrera y a Manuel Rodríguez, la participación en las expediciones del derrotado Ramón Freire no era cosa de llegar y olvidar por parte de las nuevas autoridades.

Con todo, añade Puigmal, “juegan un papel muy importante desde 1817, cuando O’Higgins se da cuenta de que no tiene oficiales en su ejército, porque los del ejército colonial eran en su mayoría españoles que, evidentemente, no estaban a favor de la independencia”. El primer director supremo “tenía tropas mal formadas, mal equipadas, además sin oficiales. Entonces, decide crear la primera escuela militar en el país”.

Esta escuela, que impondrá sus términos hasta después de la Guerra del Pacífico, tuvo en un principio exclusivamente como profesores a exmilitares napoleónicos: ahí están, por ejemplo, los mencionados Arcos y Beauchef, mientras el formador de oficiales es Cramer, el vencedor de Chacabuco. Acá hay “todavía un embrión del primer ejército chileno”, explica Puigmal, también editor de las Memorias de Jorge Beauchef (2005): “Los oficiales son formados a la napoleónica, por así decirlo”. Los cadetes, adicionalmente, visten los mismos uniformes de los granaderos de la Guardia Imperial de Napoleón.

Los napoleónicos también lideran batallones, prosigue Puigmal, “que es algo que en la historiografía clásica no se refleja: la Batalla de Chacabuco siempre es presentada como la primera gran victoria del Ejército de Chile, pero no hay nada más falso. Primero, no es el Ejército de Chile, sino el de los Andes, que tiene seis mil hombres, de los cuales cuatro mil son argentinos (entre estos últimos hay dos mil negros, libres o esclavos); en el resto hay a lo más 500 chilenos y lo demás es un conglomerado de oficiales de muchos países, entre ellos casi un centenar de napoleónicos”. Estos últimos, remata, “son los que preparan los planos de batalla, los que dibujan la geografía, la topografía para preparar los combates”.

Convencido de que la mayoría de los napoleónicos que llegaron “no tenían idea de que había un lugar que se llamaba Chile”, el académico francés observa localmente una amplia huella donde lo militar -incluyendo innumerables obras sin traducir de estrategia militar napoleónica- se entrelaza con la educación (Ambrosio Lozier, por ejemplo, fue el primer rector no religioso del Instituto Nacional), el periodismo y la política, esta última en gente como el excapitán Pedro Chapuis, que funda en 1827 El Verdadero Liberal, un diario cuyas posiciones lo llevan, al decir de Puigmal, “a pelearse con todo el mundo”.

Y está el tema social. Empobrecidos, a varios de estos napoleónicos les “hicieron gancho” para emparejarse con jóvenes de familias acomodadas, y a ellos no les vino mal. Eso sí, recuerda Berguño, “aunque constituyen familias chilenas, tanto Beauchef como Viel encuentran rechazos iniciales o dificultades por parte de las ‘buenas familias’ [...] Ni sus honores militares ni sus respectivos pedigrís impresionaban a un medio criollo más bien cerrado a las alianzas con extranjeros” (aun si “la sociedad chilena evolucionará rápidamente hacia una sensibilidad más cosmopolita”).

El caso es que una impronta ha quedado, coinciden los consultados para este artículo, que también están de acuerdo en que podría haber más conocimiento de ella. De ahí que la señalada fundación le esté sacando brillo con el cepillo, junto la Embajada de Francia, el Ministerio francés de Defensa y las autoridades chilenas a las que se han acercado.

Así pasó, por ejemplo, en la comuna de Arauco, donde vivió Ambrosio Lozier. “Cuando empezamos con la ruta de los napoleónicos”, cuenta Marc Turrel, “vimos que no había ningún rastro, ninguna presencia, solamente una placa donde están la mayoría de los rectores del Instituto Nacional”.

Ni la alcaldesa tenía idea de los napoleónicos o de Lozier. Ahora hay una placa conmemorativa que integra una “ruta” que quiere crecer y visibilizarse.

En eso están.

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